Читать книгу Una casa llena de gente - Mariana Sández - Страница 7

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Habrá oscurecido cuando llegues a su casa, un poco tarde porque el ensayo se atrasó en el teatro, algo bastante común en tu vida diaria. Una vez que por fin toques el timbre, tu papá te va a pedir que lo acompañes al subsuelo del edificio. Ante tu esperable pregunta de por qué el misterio y para qué están yendo al sótano a esa hora, te dirá que es para revisar cosas archivadas durante años. Vas a querer saber si estarán también tus hermanos.

—No, solamente vos —dirá él—. Te quiero dar algo.

Hará un frío húmedo entre las bauleras alambradas, escabrosamente simétricas formando una jaula, abarrotadas de objetos inútiles. Te resultará incomprensible la necesidad de ocuparse de eso cuando los dos están todavía tan sensibles; tener que bajar a ese lugar con aire de cementerio o de cárcel justo en ese momento. «¿Te parece?, ¿no convendría hacerlo más adelante?», le vas a sugerir cuando veas una cucaracha deslizarse debajo de unas cajas recubiertas de pelusas. Es posible que preguntes si ya nadie limpia ahí. Tratarás de no apoyarte en ninguna pared; te envolverás más fuerte el pulóver alrededor del cuerpo como buscando protección, reforzarás las vueltas de esas bufandas larguísimas que solés usar, de tan kilométricas barren el piso. Tu papá omitirá la observación y explicará que precisa ayuda para identificar lo que quedó, necesita ordenar con la idea de mudarse. Te parecerá razonable, no puede seguir en ese departamento que compartió con ustedes y sobre todo con tu mamá tanto tiempo, donde los últimos años la acompañó en su enfermedad. De hecho, estarás dispuesta a colaborar para que acelere el proceso y pueda irse enseguida. Pero ¿por qué no les pedirá una mano a tus hermanos? No llegás a consultarle, se adelanta:

—Mamá me pidió que te diera una caja con cuadernos que escribió para vos.

Mamá…

—¿Mamá?

—Mamá.

Quedarás aturdida. Hasta ese momento no consideraste para nada que hubiera dejado algo así. Ni siquiera un mensaje o una carta, aunque tuvo suficiente tiempo de despedirse como más le gustaba: por escrito. Pero ¿una caja entera con cuadernos?

—Ah, ya sé —dirás, mientras tu papá siga moviendo bultos, agachado, de espaldas—. Deben ser mis cuadernos de la escuela o mis carpetas con dibujos de chica. Típico de ella y su incansable construcción de mi biografía. —La última palabra hará eco contra los muros de esa bóveda deshabitada o habitada solo por bártulos.

—No, eso también está, en otros paquetes allá atrás. —Señalará hacia el fondo, hacia una caja mucho más ancha que las otras, llena a punto de explotar: «Dibujos y carpetas escuela Charo»—. Dejalos acá si no tenés espacio ahora en tu casa. Hasta que te acomodes con Juan o yo me mude y haya que sacarlo todo —agregará con la cara encendida por el movimiento, las venas inflamadas en las sienes. Se secará la frente. En ese lugar gélido, él tendrá calor—. Igual sugiero que vengas a revisarlo con tiempo, para ver qué guardamos y qué se descarta.

—¿Cuadernos escritos por ella para mí? ¿Estás seguro?

Tu papá irá extraviado por el mundo con la actitud de no reconocerlo, con un retraso de autómata, solo oye un zumbido interior. Parecerá no oír tu pregunta.

—¡Fernando! —Olvidaste por qué o en qué etapa se te pegó la costumbre de llamar a tus padres por su nombre, fue desde muy chica; sin duda influyó que tus hermanos llamaran Leila o Lei a tu mamá.

—¿Qué? —Te clavará los ojos saltones, desde hace meses vacíos y enrojecidos. Te duele reconfirmar cuánto envejeció; enseguida vas a pensar que tal vez así te vean a vos los demás: demacrada, mortificada. Te costará aceptar en él una nueva especie de inestabilidad, un leve temblor casi imperceptible que viene con la edad, pero empeoró con esta última sacudida—. Llevalos y te fijás tranquila. Son de ella, sí. Me pidió que te los diera después de los momentos difíciles. Y si precisás esperar, todavía no los leas, yo no podría. Los venís a buscar más adelante. Solo siento la responsabilidad de avisarte que están acá, me insistió muchísimo.

Pese a vos misma, dirás que sí, te los querés llevar.

—¿Estás convencida?

—Claro —repetirás indecisa.

Fernando arrastrará la caja de cartón alta y angosta, la depositará en el suelo del pasillo junto a tus pies. Tendrás la sensación rarísima de haber pagado una fianza para poner en libertad a alguien. Despejarás la suciedad de la tapa; en un costado, con letra de tu mamá en marcador azul, dice «Para Charo». No podrás evitar lagrimear; papá te abrazará, se abrazarán. Él llevará la caja al auto, se despedirán en la vereda.

—Que te la saque de ahí tu marido, vos no la levantes, por favor.

—No, papá, quedate tranquilo. Juan se ocupa —volverás a mentir. Te apurarás a rodear el auto para subir antes de que te vea llorar, cosa que harás apenas él cierre tu puerta, dejarás salir la descarga contenida todo ese rato, bajarás la cabeza simulando que ponés la llave y prendés la radio, mientras tratás de calmarte reparada por la oscuridad de la noche y la suciedad de los vidrios (una costumbre tuya tener el auto sin lavar). Encenderás el motor, sintonizarás la radio en otro dial que no pase música deprimente, lo saludarás con la mano que te tapa adrede el perfil de ese lado. Arrancarás y verás cómo se vuelve cada vez más chiquito en el espejo retrovisor. No te angusties, va a recuperarse pronto. Igual que vos.

Una casa llena de gente

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