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ОглавлениеJosé Lezama Lima
Dos cocineros
Ninguna de las dos había olvidado la brutal salida de Juan Izquierdo, aunque la sabían surgida de las malas destilaciones del alambique de Salleron. La señora Augusta no lo podía olvidar porque mantenía aún a sus años, su orgullo de dulcera, porque así como los reyes de Georgia tenían grabadas en las tetillas desde su nacimiento las águilas de su heráldica, ella por ser matancera, se creía obligada a ser incontrovertible en almíbares y pastas. José Cemí recordaba como días aladinescos cuando al levantarse la abuela decía: “Hoy tengo ganas de hacer una natilla, no como las que se comen hoy, que parecen de fonda, sino las que tienen algo de flan, algo de pudín”, Entonces la casa entera se ponía a disposición de la anciana, aun el Coronel la obedecía, y obligaba a la religiosa sumisión, como esas reinas que antaño fueron regentes, pero que mucho más tarde, por tener el rey que visitar las armerías de Ámsterdam o de Liverpool, volvían a ocupar sus antiguas prerrogativas y a oír de nuevo el susurro halagador de sus servidores retirados. Preguntaba qué barco había traído la canela, la suspendía largo tiempo delante de su nariz, recorría con la yema de los dedos su superficie, como quien comprueba la antigüedad de un pergamino, no por la fecha de la obra que ocultaba, sino por su anchura, por los atrevimientos del diente de jabalí que había laminado aquella superficie. Con la vainilla se demoraba aún más, no la abría directamente en el frasco, sino que la dejaba gotear en su pañuelo, y después por ciclos irreversibles de tiempo que ella medía, iba oliendo de nuevo, hasta que los envíos de aquella esencia mareante se fueran extinguiendo, y era entonces cuando dictaminaba sobre si era una esencia sabia, que podía participar en la mezcla de un dulce de su elaboración, o tiraba el frasquito abierto entre la yerba del jardín, declarándolo tosco e inservible. Creo que al lanzar el frasco destapado obedecía a su secreto principio de que lo deficiente e incumplido debía destruirse, para que los que se contentan con poco, no volvieran sobre lo deleznable y se lo incrustaran. Se volvía con un imperioso cariño, cuya fineza última parecía ser su acorde más manifestado, y le decía al Coronel: “Prepara las planchas para quemar el merengue, que ya falta poco para pintarle los bigotes al Mont Blanc –decía riéndose casi invisiblemente, pero entreabriendo que hacer un dulce era llevar la casa hacia la suprema esencia–. No vayan a batir los huevos mezclados con la leche, sino aparte, hay que unirlos los dos batidos por separado, para que crezcan cada uno por su parte, y después unir eso que de los dos ha crecido”. Después se sometía la suma de tantas delicias al fuego, viendo la señora Augusta cómo comenzaba a hervir, cómo se iba empastando hasta formar las piezas amarillas de cerámica, que se servían en platos de un fondo rojo oscuro, rojo surgido de noche. La abuela pasaba entonces de sus nerviosas órdenes a una indiferencia inalterable. No valían elogios, hipérboles, palmadas de cariño apetitosas, frecuencias pedigüeñas en la reiteración de la dulzura, ya nada parecía importarle y volvía a hablar con su hija. Una parecía que dormía; la otra a su lado contaba. Por los rincones, una cosía las medias; la otra hablaba. Cambiaban de pieza, una como si fuese a buscar algo en ese momento recordado, llevaba de la mano a la otra que se iba hablando, riéndose, secreteando.
Sentado en un cajón, José Cemí oía los monólogos shakespirianos del mulato Juan Izquierdo, lanzando paletadas de empella sobre la sartén: “Que un cocinero de mi estirpe, que maneja el estilo de comer de cinco países, sea un soldado en comisión en casa del Jefe... Bueno, después de todo es un Jefe que según los técnicos militares de West Point, es el único cubano que puede mandar cien mil hombres. Pero también yo puedo tratar el carnero estofado de cinco maneras más que Campos, cocinero que fue de María Cristina. Que rodeado de un carbón húmedo y pajizo, con mi chaleco manchado de manteca, teniendo mis sobresaltos económicos que ser colmados por el sobrino del Jefe, habiendo aprendido mi arte con el altivo chino Luis Leng, que al conocimiento de la cocina milenaria y refinada, unía el señorío de la confiture, donde se refugiaba su pereza en la Embajada de Cuba en París, y después había servido en North Carolina, mucho pastel y pechuga de pavipollo, y a esa tradición añado yo –decía con sílabas que se deshacían bajo los abanicazos del alcohol que portaba–, la arrogancia de la cocina española y la voluptuosidad y las sorpresas de la cubana, que parece española pero que se rebela en 1868. Que un hombre de mi calidad tenga que servir, tenga que ser soldado en comisión, tenga que servir”. Al musitar las palabras finales de ese monólogo, cortaba con el cuchillo francés unos cebollinos tiernos para el aperitivo; parecía que cortaba telas con una somnolencia que hacía que se le quedara largo rato la mano en alto.
Al penetrar la señora Rialta en la cocina le hizo una brusca señal a su hijo para que se retirara. Este lo hizo en tres saltos despreocupados. “¿Cómo va ese quimbombó?”, dijo, y enseguida la respuesta cortante: “Pues cómo va a estar, mírelo”. Antes de comprobar el plato pasó sus dedos índice y medio por los calderos acerados y brillantes como espejos egipcios.
Paradiso (1966)
José Lezama Lima (1910-1976). Poeta, ensayista y narrador cubano, una de las más importantes figuras literarias de su país. Fue editor de la legendaria revista Orígenes. Su enorme erudición se conjugó con una constante quietud: nunca se movió de La Habana salvo por un par de breves viajes. Escribió dos novelas en su estilo barroco y musical: Paradiso y Oppiano Licario, que quedó inconclusa.