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J. R. Ackerley

Contacto contaminante

Al atardecer nos sentamos en compañía del Dewan, y le pregunté cómo se había originado la complicada red de reglas respecto de la comida y la bebida. Dijo que se remontaba a los tiempos más antiguos, cuando, por miedo al envenenamiento se había escrito que “un ario debe tomar comida y bebida de manos de un ario, y puede tomarla de cualquier otro hombre en el que confíe”. A partir de ese sentimiento se habían desarrollado las intrincadas leyes de casta del presente, según las cuales, podía decirse sumariamente, a los hindúes les estaba permitido tomar agua de cualquier hindú salvo de un barrendero, fruta y comida seca de cualquier hindú, pero comida cocinada sólo de su propia casta o de las más altas. En cuanto a los musulmanes, dijo, su contacto por supuesto era profanatorio, y de ellos no se podía tomar nada en absoluto.

–Excepto betel –dije alegremente, citando el único ejemplo que me había dado Babaji Rao de reconciliación de las dos razas. Pero el Dewan se apresuró a rechazar la propuesta. No se podía tomar betel de un musulmán, dijo. Babaji Rao murmuró disculpándose que había una diferencia entre el betel preparado y el betel entregado por un musulmán.

–No hay ninguna diferencia –dijo el Dewan, y Babaji Rao se hundió en el silencio del que había salido con tanta imprudencia.

Pregunté por qué el contacto de un musulmán y un europeo era tan contaminante, y el Dewan dijo que se debía a sus hábitos carnívoros y a su falta de minucia en el lavado. Si su esposa dejaba la cocina por un momento, dijo, para ir a buscar algo, por ejemplo, se lavaba las manos cuidadosamente antes de volver; pero los musulmanes y los europeos tenían hábitos sucios: usaban papel en lugar de agua en sus letrinas, no se sacaban los zapatos de cuero en la cocina, fumaban en la cocina y comían CARNE, y cuando se lavaban lo hacían con jabón, que está hecho con grasa animal.

Los europeos se tocaban los labios o tocaban los extremos húmedos de sus cigarrillos, y después, sin haberse lavado, cocinaban o estrechaban manos con otra gente. Fumar era un hábito sucio, según él, y cuando le hice notar que muchos hindúes de clase alta lo habían contraído, afirmó que desdichadamente era cierto, pero de cualquier modo ellos se lavaban. Los europeos no tomaban precauciones en estas cuestiones tan importantes; bastaba ver su repugnante costumbre del té de la tarde. ¡Ese colador que usaban! Por eso, aunque en ocasiones había consentido en tomar té con europeos, nunca jamás aceptaba una segunda taza. ¿Qué sucedía? Cuando volvían a llenar las tazas, a menudo sin vaciar el poso y sin enjuagarlas con agua limpia, la mezcla compuesta del nuevo té, el poso y la saliva subía y tocaba el colador, con el resultado de que esa materia era transferible a la siguiente taza, y así a las demás. ¡Y el hielo! Se lo solía poner en un vaso del que alguien ya había bebido, y con tanta falta de cuidado que se dejaba que la cuchara tocara el líquido contaminado, y después la misma cuchara era vuelta a usar en el vaso de otro. O aun si no tocaba realmente el líquido, el hielo al caer podía salpicarla con gotas. ¡Repugnante! En estas circunstancias, él rechazaba el hielo. Y la costumbre de “la taza del amor”, de la que había oído hablar, le resultaba indescriptiblemente nauseabunda; nada podría inducirlo jamás a beber del vaso de otra persona. Hablaba con mucha convicción; pero le dije que aunque yo comprendía el peligro de los gérmenes y la enfermedad, me parecía que sólo dejando de respirar uno podía escapar completamente, y que la boca de la gente no me producía tanto asco.

Vacación hindú (1932)

J. R. Ackerley (1896-1967). Novelista y dramaturgo inglés, fue editor por décadas de la revista The Listener. Gracias a la intervención de su amigo E. M. Forster obtuvo un puesto de secretario privado de un marajá de la India en 1923, que dio como resultado su hilarante y sutil Vacación hindú.

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