Читать книгу Escritos sobre la mesa - Mariano García - Страница 34
ОглавлениеIván Alexándrovich Goncharov
La sed de la siesta
Pero la preocupación principal eran la cocina y el almuerzo. En toda la casa se deliberaba acerca del almuerzo, hasta la muy anciana tía se invitaba a la conversación. Cualquiera proponía su plato: uno, sopa con menudos; otro, fideos o callos; otro, mondongo; uno prefería salsa blanca y otro, roja.
Cualquier consejo era recibido para la deliberación, se discutía argumentadamente con todo detalle y luego se aceptaba o se rechazaba por dictamen definitivo de la dueña de casa.
Se presentaban sin cesar en la cocina, ya fuera Nastasia Petrovna, ya fuera Stepanida Ivánovna, para recordar sobre esto, añadir aquello o cambiar esto otro, traer azúcar, miel o vino para la comida y ver si el cocinero iba a agregar todo lo que se había dispuesto.
La preocupación por la comida era el primer y principal desvelo en Oblómovka. ¡Qué terneros se engordaban allí para las fiestas anuales! ¡Qué aves se criaban! ¡Cuántas consideraciones, cuántas ocupaciones y cuidados dedicados a velar por ella! Los pavos y los pollos, reservados para los onomásticos y demás fechas solemnes, se alimentaban con almendras; a los gansos les impedían moverse y los dejaban colgados dentro de una bolsa, inmóviles, para que se cebaran y dieran buena grasa. ¡Cuántas no eran las numerosas provisiones de mermeladas, salazones, horneados! ¡Qué kvas (1), qué mieles se preparaban, qué pasteles se horneaban en Oblómovka!
Y de ese modo, hasta mediodía todo era agitación y trabajo, todo vivía una vida tan plena, hormigueante y notable.
Los domingos y los días feriados tampoco descansaban aquí estas hormiguitas trabajadoras: entonces el ruido de los cuchillos se daba más seguido y más fuerte en la cocina; la sirvienta hacía varias veces su periplo desde el granero hasta la cocina con doble cantidad de harina y huevos; en el corral había más chillidos y más sangre derramada. Se horneaba un pastel gigante, que los propios señores volvían a comer incluso al día siguiente; entre el tercero y el cuarto día el sobrante llegaba a la habitación de las sirvientas, el pastel duraba hasta el viernes, de modo que tan sólo el final, completamente seco, sin ningún relleno, le llegaba como una caridad especial a Antip, quien, persignándose, destruía sin miedo, haciéndola crujir, aquella curiosa petrificación, y disfrutaba más de saber que se trataba del pastel de los señores que del pastel mismo. Como un arqueólogo, bebiendo con deleite un vino picado del cuenco de alguna vasija milenaria.
Y el niño no hacía más que mirar y contemplar con su mente infantil, a la que nada se le escapa. Veía cómo luego de una mañana productiva y ajetreada llegaban el mediodía y el almuerzo.
Es un mediodía despejado, no hay una sola nube en el cielo. El sol cae fijo sobre la cabeza y quema la hierba. El aire dejó de correr y ha quedado suspendido, inmóvil. Ni un temblor en las hojas de los árboles ni en la superficie del agua... sobre el pueblo y el campo descansa un silencio inmutable, todo está como adormecido. Nítida y lejana se escucha una voz humana en el vacío. En veinte sazhenes a la redonda puede escucharse cómo vuela y zumba un escarabajo, y en la densa hierba alguien ronca, como si se hubiera tumbado ahí y durmiera un dulce sueño.
También en la casa ha comenzado a reinar un silencio muerto. Ha llegado la hora del sueño general después del almuerzo.
El niño ve que el padre, la madre, la anciana tía y hasta la servidumbre, todos se retiraron a sus rincones; y los que no los tenían, se fueron, uno al pajar, otro, al jardín, el tercero buscaba reparo del calor entre el heno, y otro, con el rostro cubierto por un pañuelo para protegerse de las moscas, se quedaba dormido justo donde lo había vencido el calor y lo había derrumbado el opíparo almuerzo. Hasta el jardinero se había tendido bajo los arbustos del parque junto a su pico y el cochero dormía en la caballeriza.
Iliá Ilich lanzó una mirada a las dependencias, allí se habían acostado unos junto a otros, en los bancos, en el suelo y en el heno, dejando a los niños por su cuenta; estos se arrastran por el patio y se revuelcan en la arena. Los perros se escabulleron lejos en sus caniles, una bendición no tener a quien ladrarle.
Podía atravesarse la casa de punta a cabo y no encontrar un alma. Habría sido fácil robarse todo y llevárselo del patio en los carros: nadie habría molestado, si es que hubiera habido ladrones por aquellos pagos.
Era un sueño que todo lo absorbía, invencible, una genuina analogía de la muerte. Todo está muerto, tan sólo desde cada rincón proviene una especie de ronquido en los más variados tonos y escalas.
Muy de vez en vez alguien de pronto levanta la cabeza en medio del sueño, mira como ausente y con asombro, a ambos lados, y se da vuelta para el otro costado o, sin abrir los ojos, escupe entre sueños y vuelve a dormirse, haciendo un mohín con los labios o murmurando algo ininteligible.
Algún otro, en cambio, sin mayores preámbulos, salta de su lecho con el impulso de ambas piernas, como temiendo perder minutos preciosos, agarra un jarrito con kvas y, soplándole las moscas que nadan en él para empujarlas hacia el borde –ante lo cual, las moscas, que hasta entonces se hallaban inmóviles, comienzan a sacudirse, con la esperanza de mejorar su situación–, se humedece la garganta y de repente vuelve a desplomarse en la cama, como un fusilado.
Y el niño no hacía más que mirar... y mirar.
Después del almuerzo, volvía a salir al aire libre con su nana. Pero es que hasta ella, a pesar de los severos castigos de la señora, y de su propia voluntad, no podía resistirse al hechizo del sueño. También ella se contagiaba de esa generalizada enfermedad reinante en toda la finca de los Oblómov.
Al principio lo cuidaba con celo, no lo dejaba alejarse demasiado, lo reprendía por su inquieto ir y venir; luego, al sentir que se acercaban los síntomas del contagio, comenzaba a pedirle que no traspasara el portón, que no tocara a la chiva, que no se subiera al palomar ni a la galería.
Se sentaba en algún lugar fresquito: en el soportal, a la entrada del sótano o sencillamente en la hierba, aparentemente para tejer su media y cuidar al niño. Pero pronto comenzaba a tranquilizarlo cada vez con mayor pereza, dando cabezazos.
“¡Uy, se va a trepar! Que no vaya a treparse en la galería ese revoltoso –se decía para sus adentros, casi dormida–, o peor... si llega a irse al barranco...”
Entonces la cabeza de la anciana se descolgaba cada vez más sobre las rodillas, se le caía la labor de las manos; perdía de vista al niño y por la boca entreabierta le salía un ronquido leve.
Ese era el instante que él había esperado con mayor impaciencia, y era entonces cuando empezaba su vida independiente.
Se sentía como si estuviera solo en el mundo entero, se aleja de la nana en puntas de pie, mira dónde duerme cada uno; se detiene a mirar fijamente a alguien que de pronto abre los ojos, escupe y murmura algo entre sueños. Luego, con el corazón agitado corría hasta la galería, daba vueltas corriendo por las tablas chirriantes, se subía al palomar, se internaba en lo profundo del jardín, oía el zumbido de un escarabajo y seguía su vuelo con la mirada mientras se alejaba en el aire. O se ponía a escuchar un chirrido entre la hierba: buscaba hasta encontrar al violador del silencio. Atrapa una libélula, le arranca las alas y la mira a ver qué le sucederá o le atraviesa una pajita para ver cómo vuela con semejante agregado. Extasiado, temiendo siquiera respirar, contempla cómo la araña le chupa la sangre a una mosca que ha atrapado, cómo la pobre víctima lucha y zumba entre sus patas. El niño termina por matar a la víctima y al victimario.
Luego se va a la zanja, escarba, buscando quién sabe qué raíces, les quita la corteza y las come hasta saciarse, las prefiere a las manzanas y a la mermelada que le da su mamá.
Incluso atraviesa el portón: le encantaría irse hasta el bosque de abedules, le parece tan cercano que en cinco minutos llegaría hasta allí, no por el camino, sino en línea recta, atravesando la zanja, el seto y la cañada. Pero tiene miedo: allí, dice, hay duendes, ladrones y terribles fieras.
También querría alejarse hasta el barranco, a tan sólo unas cincuenta sazhenes. El niño ya se había acercado al extremo del jardín... había entrecerrado los ojos como para mirar, como al cráter de un volcán... pero de golpe se le presentan todas las historias y leyendas acerca del barranco. El terror se ha apoderado de él, más muerto que vivo, retrocede a toda velocidad, echa a correr a todo lo que le dan los pies y temblando de miedo se lanza contra la nana y la despierta.
La anciana vuelve del sueño de una sacudida, se acomoda el pañuelo en la cabeza, ocultando debajo de él los mechones de cabello canoso y finge que nunca se había quedado dormida. Mira sospechosamente a Iliusha, luego hacia las ventanas de los señores y, por fin, con dedos temblorosos empieza a hacer chocar una contra la otra las agujas de la labor que habían quedado en su regazo.
Entretanto, el calor había comenzado a ceder. La naturaleza se reanimaba, el sol ya se había movido hacia el bosque.
También en la casa poco a poco se interrumpía el silencio: en algún extremo chirriaba una puerta, se escuchaban pasos en el jardín, alguien estornudaba en el cobertizo.
Poco después un hombre, encorvado por el peso, trajo de la cocina un samovar enorme. Comenzaron a reunirse para el té: uno tenía los pliegues de las sábanas marcadas en la piel del rostro y los ojos lagrimeantes; otro tenía la mejilla y la sien enrojecidas de dormir de un solo lado; un tercero, somnoliento, habla con una voz que no le es propia. Todos resuellan, suspiran, bostezan, se alisan el pelo con la mano y se desperezan, tratando de recomponerse un poco.
El almuerzo y el sueño dieron lugar a una sed insaciable que quema la garganta. Las tazas de té se toman por docenas, pero eso no ayuda: se escuchan los suspiros, gemidos. Recurren al agua de arándanos o de peras, al kvas y algunos incluso a soluciones médicas para aplacar como sea la resequedad en la garganta.
Todos buscaban librarse de la sed como de un castigo divino. Van de un lado a otro, se agobian, como una caravana de viajeros en el desierto árabe, que no encuentra un ojo de agua en ningún lugar.
Y ahí está el niño, junto a su mamita. Mira con atención los rostros extraños que lo rodean, escucha su conversación somnolienta y dispersa. Le causa gracia mirarlos, le resulta curiosa cualquier nadería que dicen.
Oblómov (1859)
Iván Alexándrovich Goncharov (1812-1891). Escritor ruso, proveniente de una familia de la burguesía de provincias, fue uno de los primeros exponentes de la novela realista. En su Oblómov describe la vida de un hombre que no sale de su cama ni se deja seducir por las bondades de lo social. Oblómov se volvió rápidamente un símbolo de su época.
1 Bebida típica rusa producto de la fermentación del centeno o del pan de centeno, con malteada y levadura; puede tener agregado de miel o frutas, más frecuentemente, manzana [N. de T.].