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Émile Zola

La morcilla

Las noches se volvían frías. Desde que cenaban lo pasaban en la cocina, donde hacía mucho calor. Era tan amplia, además, que alrededor de la mesa cuadrada ubicada en el medio entraban cómodas varias personas sin molestar al servicio. Las paredes del ambiente iluminado a gas estaban cubiertas a la altura del pecho con azulejos blancos y azules. A la izquierda se encontraba el gran horno de fundición con tres agujeros en los que tres marmitas rechonchas hundían sus culos negros por el hollín del carbón; al fondo, una pequeña chimenea montada sobre un horno y provista con un ahumadero servía para asar las carnes; y por encima del horno, arriba de las espumaderas, los cucharones, los tenedores de mango largo, en una fila de cajones numerados se alineaban el pan rallado, fino y grueso, las migas de pan para empanar, las especias, el clavo, la nuez moscada, las pimientas. A la derecha, la mesa para picar, un enorme pedazo de roble apoyado contra la pared, todo tajeado y perforado, entorpecía el paso; en tanto que muchos utensilios, fijados al bloque de madera, una bomba de inyección, una máquina para espolvorear, una picadora mecánica, daban con sus ruedas y sus manivelas la idea misteriosa e inquietante de una cocina infernal. Luego, alrededor de las paredes, sobre tablones y hasta bajo las mesas, se apilaban cacharros, terrinas, cántaros, platos, utensilios de hojalata, una batería de cacerolas profundas, de embudos alargados, de perchas para cuchillos y cuchillas, hileras de mechadores y agujas, todo un mundo hundido en la grasa. La grasa desbordaba pese a la excesiva limpieza, rezumaba entre los azulejos, enceraba las baldosas rojas del piso, daba un reflejo grisáceo a la fundición del horno, pulía los bordes de la mesa para picar con un brillo y una transparencia de roble barnizado. Y en medio de este vaho acumulado gota a gota, de esta evaporación continua de tres marmitas, donde hervían los cerdos, no había ciertamente, del piso al techo, ni un clavo que no orinara grasa.

Los Quenu-Gradelle fabricaban todo allí. Sólo hacían venir de fuera las terrinas de casas famosas, los chicharrones finos, los bocales de conservas, las sardinas, los quesos, los caracoles. Así, desde septiembre, había que llenar la despensa, vaciada durante el verano. Las veladas se prolongaban incluso una vez cerrado el negocio. Quenu, con la ayuda de Auguste y Léon, acomodaba los salchichones, preparaba los jamones, fundía la manteca de cerdo, cortaba los tocinos de pecho, los tocinos entreverados, los tocinos para picar. Era un estruendo formidable de marmitas y de picadoras de carne; los olores de cocina subían por toda la casa. Esto sin perjuicio de la charcutería común, la charcutería fresca, los patés de oca y de liebre, las galantinas, las longanizas y las morcillas.

Esa noche, hacia las once, Quenu, que había puesto a cocinar dos marmitas de sebo de cerdo, debía ocuparse de la morcilla. Auguste lo ayudó. En un rincón de la mesa cuadrada, Lisa y Augustine zurcían ropa blanca; mientras que, frente a ellas, en la otra punta de la mesa, Florent estaba sentado, con la cara vuelta hacia el horno, sonriendo a la pequeña Pauline que, montada sobre sus pies, quería que la hiciera “saltar en el aire”. Detrás de ellos, Léon, con golpes lentos y regulares, picaba carne para salchicha sobre el bloque de roble.

Auguste comenzó por ir a buscar al patio dos jarros llenos de sangre de cerdo. Era él el que desangraba en el matadero. Se llevaba la sangre y las entrañas de los animales, dejando a los muchachos del peladero la tarea de traer en coche, por la tarde, los chanchos preparados. Para Quenu no había charcutero en París que sangrara como Auguste. La realidad era que Auguste conocía de maravillas la calidad de la sangre. La morcilla era buena toda vez que él decía: “La morcilla será buena”.

–Y bien, ¿tendremos buena morcilla? –preguntó Lisa.

Él depositó sus dos jarros y dijo lentamente:

–Sí, señora Quenu, creo que sí... Primero me doy cuenta por la forma en que corre la sangre. Si la sangre cae demasiado suave cuando retiro el cuchillo, no es una buena señal, demuestra que es pobre...

–Pero también –interrumpió Quenu– depende de cómo se haya hundido el cuchillo.

En el rostro pálido de Auguste se produjo una sonrisa.

–No, no –respondió–, siempre hundo cuatro dedos del cuchillo; es la medida... Pero, veamos, el mejor signo es cuando todavía corre la sangre y yo la recibo batiendo con la mano en la cubeta. Tiene que tener una buena temperatura, ser cremosa y no demasiado espesa.

Augustine había dejado su aguja. Levantó los ojos para observar a Auguste. Su rostro coloradote, de duros cabellos castaños, asumía un aspecto de atención profunda. Por otra parte Lisa y hasta la pequeña Pauline escuchaban con gran interés.

–Bato, bato, bato, ¿no es cierto? –continuó el muchacho moviendo su mano en el aire, como si batiera una crema–. Y bien, cuando retiro mi mano y la observo, tiene que estar como engrasada por la sangre, de manera que el guante rojo sea del mismo rojo en toda la superficie... Entonces podemos decir sin equivocarnos: “La morcilla será buena”.

Permaneció un instante con la mano en el aire, con complacencia, la actitud blanda; al cabo de la manga blanca, esa mano que vivía en cubetas de sangre se veía muy rosada, con uñas brillantes. Quenu aprobó con la cabeza. Se produjo un silencio. Léon no dejaba de picar. Pauline, que había quedado pensativa, volvió a subirse a los pies de su primo, exclamando con voz clara:

–Vamos, primo, cuéntame la historia del señor al que lo comieron los bichos.

Sin duda, en la cabeza de esta chiquilla la idea de la sangre de los chanchos había despertado la del “señor comido por los bichos”. Florent no comprendió, preguntó qué señor. Lisa reía.

–Ella le pide la historia de ese desgraciado, ya sabe, esa historia que le contó un día a Gavard. Debe haberlo escuchado.

Florent se puso muy grave. La pequeña fue a buscar al gran gato leonado y lo colocó sobre las rodillas del primo, diciendo que también Mouton quería escuchar la historia. Pero Mouton saltó sobre la mesa. Allí se quedó, sentado, el lomo arqueado, contemplando a ese hombre flaco que, desde hacía quince días, parecía ser para él un continuo tema de profundas reflexiones. Entretanto Pauline se enojó, dio patadas, quería la historia. Cuando se puso realmente insoportable, Lisa dijo a Florent:

–Cuéntele pues lo que le pide y nos dejará tranquilos.

Florent guardó silencio todavía un instante. Tenía la mirada en el suelo. Luego, levantando lentamente la cabeza, se detuvo en las dos mujeres que tiraban de sus agujas, observó a Quenu y a Auguste que preparaban la marmita para la morcilla. El gas se quemaba tranquilo, el calor del horno era muy suave, toda la grasa de la cocina brillaba en un bienestar de digestión prolongada. Entonces colocó a la pequeña Pauline sobre una de sus rodillas y, sonriendo con una sonrisa triste, dirigiéndose a la niña:

–Había una vez un pobre hombre. Lo mandaron lejos, muy lejos, al otro lado del mar... En el barco que lo llevaba, había cuatrocientos presos con los que lo echaron. Tuvo que vivir cinco semanas en medio de esos bandidos, vestido como ellos con tela basta, comiendo de sus escudillas. Enormes piojos lo devoraban, sudores terribles lo dejaban sin fuerza. La cocina, la panadería, la máquina del barco calentaban tanto la cubierta que diez presos murieron de calor. Durante el día se los hacía subir de a cincuenta por vez para permitirles tomar el aire de mar; y, como tenían miedo de ellos, dos cañones apuntaban al estrecho suelo por el que se paseaban. El pobre hombre estaba muy contento cuando le llegaba su turno. Sus sudores se calmaban un poco. No comía más, estaba muy enfermo. Por la noche, cuando habían vuelto a ponerle los grilletes y el mal tiempo lo hacía rodar contra sus dos vecinos, se sentía cobarde, lloraba, feliz de llorar sin ser visto...

Pauline escuchaba, con los ojos agrandados y sus manitos cruzadas devotamente.

–Pero no es la historia del señor al que lo comieron los bichos –lo interrumpió–. Es otra historia, ¿no, primo?

–Espera, ya verás –respondió dulcemente Florent–. Ya llegaré a la historia del señor... Te estoy contando la historia entera.

–¡Ah! Qué bien –murmuró la niña con felicidad.

Sin embargo permaneció pensativa, visiblemente preocupada por alguna enorme dificultad que no podía resolver. Por fin se decidió.

–¿Qué había hecho el pobre hombre para que lo echaran y lo metieran en el barco? –preguntó.

Lisa y Augustine se sonrieron. La mente de la niña les fascinaba. Y Lisa, sin responder directamente, aprovechó la ocasión para darle una moraleja: la impresionó mucho diciéndole que también metían en el barco a los niños que se portaban mal.

–Entonces –observó juiciosamente Pauline–, fue porque el pobre hombre lloraba por la noche.

Lisa retomó su costura bajando los hombros. Quenu no había escuchado. Acababa de cortar en la marmita aros de cebolla que en el fuego mostraban pequeñas venas claras y finas de cigarras pasmadas por el calor. Olía muy bien. La marmita, cuando Quenu hundía en ella su gran cucharón de madera, cantaba más fuerte, llenaba la cocina con el olor penetrante de la cebolla cocida. En un plato, Auguste preparaba grasa de tocino. Y el cuchillo de picar de Léon caía con golpes más fuertes, sacudiendo por momentos la tabla, para reunir la carne de salchicha que ya comenzaba a convertirse en pasta.

–Al llegar –continuó Florent– condujeron al hombre a una isla llamada la isla del Diablo. Estaba allí con otros camaradas que también habían echado de su país. Todos fueron muy desgraciados. Por empezar se los obligó a trabajar como forzados. El gendarme que los vigilaba los contaba tres veces por día, para estar bien seguro de que no faltara nadie. Más tarde, se los dejó libres para hacer lo que quisieran; sólo los encerraban por la noche, en una gran cabaña de madera, donde dormían sobre hamacas tendidas entre dos troncos. Al cabo de un año andaban descalzos, y su ropa estaba tan en harapos que se les veía la piel. Se construyeron chozas con troncos de árbol para protegerse del sol, cuya llama quema todo en esas regiones; pero las chozas no podían preservarlos de los mosquitos que, de noche, los cubrían de ronchas e inflamaciones. Varios murieron a causa de ello; los demás se pusieron tan amarillos, tan secos, tan abandonados, con sus largas barbas, que daban pena...

–Auguste, pásame la grasa –exclamó Quenu.

Y cuando tuvo el plato, hizo deslizar despacio en la marmita la grasa de tocino, diluyéndola con el cabo de la cuchara. La grasa se fundía. Un vapor más espeso subió del horno.

–¿Qué les daban de comer? –preguntó la pequeña Pauline profundamente interesada.

–Les daban arroz lleno de gusanos y carne que olía mal –respondió Florent, cuya voz se apagaba–. Había que sacar los gusanos para comer el arroz. La carne, asada y muy cocida, era tragable; pero hervida, apestaba de una manera que a menudo daba cólicos.

–Antes prefiero pan seco –dijo la niña tras haberse consultado.

Una vez que terminó de picar, Léon llevó el relleno de salchicha en un plato hasta la mesa cuadrada. Mouton, que había permanecido sentado, con los ojos sobre Florent, como extremadamente sorprendido con el relato, tuvo que retroceder un poco, lo que hizo de muy mala voluntad. Se apelotonó, ronroneando, con el hocico sobre el relleno de salchicha. Entretanto, Lisa parecía no poder ocultar su asombro ni su repugnancia; el arroz con gusanos y la carne que apestaba seguramente le parecían suciedades apenas creíbles, absolutamente deshonrosas para aquel que las hubiera comido. Así, sobre su hermoso rostro calmo, en la hinchazón de su cuello, había un vago espanto frente a este hombre alimentado con cosas inmundas.

–No, no era un lugar de delicias –repuso, olvidando a la pequeña Pauline, con la mirada vaga sobre la marmita que humeaba–. Cada día nuevas vejaciones, un atropello continuo, una violación de toda justicia, un desprecio de la caridad humana, que exasperaba a los prisioneros y los consumía lentamente con una fiebre de malsano rencor. Vivían como bestias, con el látigo eternamente levantado sobre sus espaldas. Esos miserables querían matar al hombre... No se puede olvidar, no, no es posible. Algún día esos sufrimientos clamarán venganza.

Había bajado la voz, y las lonjas de tocino que silbaban alegremente en la marmita la cubrían con su ruido de fritura hirviente. Pero Lisa lo escuchaba, asustada por la expresión implacable que su rostro había asumido bruscamente. Ella lo juzgó hipócrita con ese aire dulce que sabía fingir.

El tono sordo de Florent había producido el colmo de placer a Pauline. Se agitó sobre la rodilla del primo, encantada con la historia.

–¿Y el hombre? ¿El hombre? –murmuró.

Florent observó a la pequeña Pauline, pareció recordar, encontró su sonrisa triste.

–El hombre –dijo–, no estaba contento en la isla. Sólo tenía una idea, escapar, atravesar el mar para llegar a la costa, de la que con buen tiempo veían la línea blanca en el horizonte. Pero no era fácil. Había que construir una balsa. Como otros prisioneros ya se habían escapado, se habían abatido todos los árboles de la isla para que los otros no pudieran procurarse madera. La isla estaba toda pelada, tan desnuda, tan árida bajo los grandes soles, que vivir se volvía todavía más peligroso y espantoso. Entonces el hombre, con dos de sus compañeros, tuvo la idea de usar los troncos de árbol de sus chozas. Una noche partieron sobre unas mediocres vigas que habían atado con ramas secas. El viento los llevó hacia la costa. Estaba por hacerse de día cuando la balsa encalló en un banco de arena con tal violencia que los troncos de los árboles separados fueron llevados por las olas. Los tres desgraciados apenas podían permanecer sobre la arena; se hundían hasta la cintura; uno llegó a desaparecer hasta la barbilla, y los otros dos tuvieron que irse. Por fin llegaron a un peñón donde apenas había lugar para sentarse. Cuando el sol se elevó, percibieron frente a ellos la costa, una franja de acantilados grises que ocupaba toda una parte del horizonte. Los dos que sabían nadar decidieron alcanzar esos acantilados. Preferían arriesgarse a morir pronto ahogados antes que una lenta muerte por hambre sobre ese arrecife. Prometieron a su compañero volver a buscarlo tan pronto como tocaran tierra y se procuraran un bote.

–¡Ah, sí! ¡Ahora lo sé! –exclamó la pequeña Pauline aplaudiendo de alegría–. Es la historia del señor al que comieron los bichos.

–Ellos pudieron llegar a la costa –prosiguió Florent–; pero estaba desierta, no encontraron un bote sino al cabo de cuatro días... Cuando volvieron al escollo vieron a su compañero extendido boca arriba, los pies y las manos devorados, la cara carcomida, la panza hecha un gran hervidero de cangrejos que agitaban la piel de los costados, como si un estertor furioso hubiera atravesado ese cadáver medio comido y todavía fresco.

Un murmullo de repugnancia se les escapó a Lisa y a Augustine. Léon, que preparaba tripas de cerdo para la morcilla, hizo una mueca. Quenu se detuvo en su trabajo, observó a Auguste presa de náuseas. Sólo Pauline reía. Ese vientre, lleno de un hormigueo de cangrejos, se instalaba extrañamente en medio de la cocina, mezclaba olores sospechosos a los perfumes del tocino y la cebolla.

Auguste acercó dos jarrones. Lentamente volcó la sangre en la marmita con delgados hilos rojos, en tanto que Quenu la recibía revolviendo furiosamente la cocción que se espesaba. Una vez que los jarrones estuvieron vacíos, este último, abriendo uno a uno los cajones encima del horno, tomó pizcas de especias. Espolvoreó una buena cantidad sobre la cocción.

–Lo dejaron allí, ¿verdad? –preguntó Lisa–. ¿Regresaron sin peligro?

–Cuando volvían –respondió Florent–, el viento cambió, fueron empujados al medio del mar. Una ola les quitó una rama, y el agua entraba a cada rato con tanta furia que sólo atinaban a vaciar el bote con sus manos. Así rodaron frente a las costas, llevados por una ráfaga, alejados por la marea, las pocas provisiones terminadas, sin un bocado de pan. Eso duró tres días.

–¡Tres días! –exclamó la charcutera estupefacta–. ¡Tres días sin comer!

–Sí, tres días sin comer. Cuando el viento del este los empujó por fin a tierra, uno de ellos estaba tan débil que permaneció sobre la arena toda la mañana. Murió por la tarde. Su compañero había intentado en vano hacerle masticar unas hojas de árbol.

En ese momento Augustine se rio brevemente; luego, confusa por haber reído, sin intenciones de que pudieran considerarla desalmada, balbució:

–No, no, no me río de eso. Es de Mouton... Mírelo a Mouton, señora.

Lisa, a su vez, se rio. Mouton, que todavía tenía bajo la nariz el plato de relleno de salchicha, probablemente se encontraba incómodo y hastiado por esa cantidad de carne. Se había levantado, rascando la mesa con la pata, como para cubrir el plato, con la urgencia de los gatos que quieren cubrir sus desechos. Luego dio la espalda al plato, se estiró de costado, desperezándose, los ojos entrecerrados, la cabeza enroscada en una caricia gozosa. Entonces todo el mundo alabó a Mouton; dijeron que jamás robaba, que se podía dejar la carne a su alcance. Pauline contó muy confusamente que después de la cena le lamía los dedos y la lavaba sin morderla.

Pero Lisa volvió a la cuestión de saber si se puede permanecer tres días sin comer. No era posible.

–No –dijo ella–, no lo creo... Además, no hay nadie que haya resistido tres días sin comer. Cuando se dice que fulano es un muerto de hambre es una manera de hablar. Se come siempre, más o menos... Habría que hablar de miserables abandonados por completo, gente perdida...

Iba a decir sin duda “canallas sin confesión” pero se retuvo observando a Florent. Y la mueca despreciativa de sus labios, su mirada clara confirmaban decididamente que sólo los bribones ayunaban de esa manera desordenada. Un hombre capaz de permanecer tres días sin comer era para ella un ser absolutamente peligroso. Pues, en suma, la gente honesta nunca llegaba a posiciones semejantes.

Florent ahora se ahogaba. Frente a él, el horno en el que Léon acababa de arrojar varias paladas de carbón roncaba como un chantre durmiendo al sol. El calor se hacía muy fuerte. Auguste, encargado de las marmitas de grasa de cerdo, las vigilaba todo sudoroso, mientras que, enjugando la frente con su manga, Quenu esperaba que la sangre se hubiera diluido del todo. Un adormecimiento de alimento, cargado de indigestión, flotaba en el aire.

–Después de enterrar a su compañero en la arena –prosiguió Florent lentamente–, el hombre se fue solo, en línea recta. La Guyana holandesa, donde se encontraba, es un país de bosques, cortado por ríos y ciénagas. El hombre anduvo durante más de ocho días sin encontrar una vivienda. Todo a su alrededor olía a la muerte que le esperaba. A menudo, con el estómago atenazado por el hambre, no se atrevía a morder los frutos brillantes que pendían de los árboles; les temía a esas bayas de reflejos metálicos, cuyas nudosas jorobas supuraban veneno. Durante días enteros caminó bajo las bóvedas de ramas frondosas sin percibir un pedazo de cielo, en medio de una sombra verdosa, rebosante de un vivo horror. Grandes pájaros volaban sobre su cabeza con un ruido de alas terrible y gritos súbitos que semejaban estertores de muerto; saltos de monos, galopes de animales atravesando la espesura, delante de él, quebrando los tallos, haciendo caer una lluvia de hojas, como sacudidas por una ráfaga; y eran sobre todo las serpientes las que lo dejaban helado, cuando apoyaba el pie en el suelo moviendo hojas secas, y veía las cabezas delgadas estirarse entre los enlazamientos monstruosos de las raíces. Ciertos rincones, los rincones de sombra húmeda, gruñían con un pulular de reptiles, negros, amarillos, violáceos, acebrados, atigrados, parecidos a hierbas muertas bruscamente resucitadas y en fuga. Entonces se detenía, buscaba una piedra para salir de esa tierra blanda en la que se hundía; permanecía allí horas, con el espanto de alguna boa, entrevista al fondo de un claro, la cola enroscada, la cabeza erguida, balanceándose como un tronco enorme manchado con placas de oro. Por la noche dormía en los árboles, inquieto ante el menor roce, creyendo oír las escamas sin fin deslizarse en las tinieblas. Se asfixiaba bajo esos follajes interminables; la sombra adquiría allí un calor encerrado de horno, un trasudor de humedad, una transpiración pestilente, cargada de aromas rudos de maderas olorosas y flores hediondas. Luego, cuando finalmente se desembarazaba, cuando, al cabo de largas horas de marcha, volvía a ver el cielo, el hombre se encontraba frente a largas riberas que le cortaban el camino; bajaba por ellas, vigilando los espinazos grises de los caimanes, hurgando con la mirada las hierbas acarreadas, pasando a nado una vez que encontraba aguas más seguras. Más allá, los bosques recomenzaban. Otras veces eran vastas llanuras feraces, lugares cubiertos por una vegetación tupida, azulados en puntos lejanos con el espejo claro de una pequeña laguna. Entonces el hombre hacía un gran desvío, no avanzaba más que tanteando el terreno, a punto de morir, sepultado bajo una de esas planicies risueñas que sentía crujir a cada paso. La hierba gigante, alimentada por el humus amontonado, cubre ciénagas apestadas, profundidades de lodo líquido; y entre las capas de verde, extendiéndose sobre la inmensidad glauca, hasta el borde del horizonte, no hay más que estrechos pasajes de tierra firme, que hay que conocer si no se quiere desaparecer para siempre. Una tarde el hombre se hundió hasta el vientre. A cada sacudida que daba para liberarse, el lodo parecía subir hasta su boca. Permaneció tranquilo durante cerca de dos horas. Cuando apareció la luna pudo felizmente aferrarse a una rama de árbol encima de su cabeza. El día que llegó a una vivienda sus pies y sus manos sangraban, magullados, hinchados por malignas picaduras. Daba tanta pena verlo tan hambriento que tuvieron miedo de él. Le arrojaban la comida a cincuenta pasos de la casa, mientras que el amo custodiaba la puerta con una escopeta.

Florent, con la voz entrecortada y la mirada en la lejanía, se detuvo. Parecía no hablar más que para sí mismo. La pequeña Pauline, a la que el sueño dominaba, se abandonaba, con la cabeza a un lado, haciendo esfuerzos para mantener abiertos los ojos maravillados. Y Quenu se enojaba.

–Pero ¡animal! –gritaba a Léon–. No sabes sostener la tripa... Mientras me mires... No es a mí al que hay que mirar, es a la tripa... Así, de esta manera. Ahora no muevas más.

Con la mano derecha Léon levantaba un largo extremo de tripa vacía, en cuya punta se había encajado un embudo de boca muy ancha; con la mano izquierda enrollaba la morcilla alrededor de un barreño, de un plato redondo de metal, a medida que el charcutero llenaba el embudo a grandes cucharadas. La cocción fluía toda negra y humeante, hinchando poco a poco la tripa, que caía ventruda, con suaves curvas. Cuando Quenu retiró la marmita del fuego, ambos aparecieron con un perfil delgado, él, con una cara larga, en la ardiente luminosidad del brasero, que calentaba sus rostros pálidos y su ropa blanca con un tono rosado.

Lisa y Augustine se interesaron en la operación, en particular Lisa, que por su parte regañó a Léon porque pellizcaba demasiado la tripa con los dedos, lo que según ella producía nudos. Cuando la morcilla fue embalada, Quenu la deslizó suavemente en una marmita de agua hirviente. Parecía aliviado por completo, sólo faltaba que se cociera.

–¿Y el hombre? ¿Y el hombre? –murmuró de nuevo Pauline, reabriendo los ojos, sorprendida de no oír hablar a su primo.

Florent la acunaba sobre su rodilla, ralentizando todavía su relato, murmurándolo como un canto de nodriza.

–El hombre –dijo–, llegó a una gran ciudad. Primero lo tomaron por un preso evadido; fue retenido varios meses en prisión... Luego lo liberaron, hizo toda clase de trabajos, llevó cuentas, enseñó a leer a los niños; un día, incluso, entró como peón en trabajos de desmonte... El hombre siempre soñaba con volver a su país. Había ahorrado el dinero necesario cuando tuvo fiebre amarilla. Lo creyeron muerto, se habían dividido su ropa; y cuando se salvó, no encontró ni siquiera una camisa... Hubo que recomenzar. El hombre estaba muy enfermo. Tenía miedo de quedarse allí... Finalmente, el hombre pudo partir, el hombre regresó.

La voz había ido bajando. Murió en un último estremecimiento de labios. La pequeña Pauline, a la que el final de la historia había dado sueño, dormía con la cabeza abandonada sobre el hombro del primo. Él la sostenía con el brazo, seguía acunándola con la rodilla, insensiblemente, de manera suave. Y como ya nadie le prestaba atención, permaneció allí, sin moverse, con la niña dormida.

Vino el gran golpe de fuego, como decía Quenu. Retiró la morcilla de la marmita. Para no reventar ni anudar juntos los extremos, las tomaba con un palo, las enrollaba, las llevaba al patio, donde se secarían rápidamente sobre las rejillas. Léon lo ayudaba sosteniendo los extremos demasiado largos. Estas guirnaldas de morcilla, que atravesaban la cocina todas sudorosas, dejaban huellas de humo fuerte que terminaban de espesar el aire. Auguste, echando una última ojeada a la fundición de la grasa de cerdo, había descubierto por su parte las dos marmitas, donde las grasas hervían pesadamente, dejando escapar, en cada uno de sus borbotones reventados, una ligera explosión de vapor amargo. La oleada de grasa había subido desde el comienzo de la velada; ahora ahogaba el gas, colmaba la pieza, fluía por todas partes, dejando en una niebla los blancores rosados de Quenu y sus dos muchachos. Lisa y Augustine se habían levantado. Todos resoplaban como si acabaran de comer demasiado.

Augustine recibió en sus brazos a la dormida Pauline. Quenu, al que le gustaba cerrar la cocina, despidió a Auguste y a Léon diciendo que él entraría las morcillas. El aprendiz se retiró muy colorado; había deslizado en su camisa cerca de un metro de morcilla, que debía estar asándolo. Luego, al quedarse solos los Quenu y Florent, guardaron silencio. Lisa, de pie, comía un pedazo de morcilla muy caliente, al que daba breves mordiscos apartando sus hermosos labios para no quemarlos; y el pedazo negro se iba poco a poco dentro de todo ese rosa.

–¡Qué bien! La Normanda se equivocó al ser tan brusca... Hoy la morcilla está buena.

Tocaron a la puerta de calle; entró Gavard. Todas las noches permanecía en el establecimiento del señor Lebigre hasta medianoche. Venía para tener una respuesta definitiva sobre el puesto de inspector de mariscos.

–Comprenderán –explicó– que el señor Verlaque no puede seguir esperando, está realmente muy enfermo... Es preciso que Florent se decida. He prometido dar una respuesta mañana a primera hora.

–Pero Florent acepta –respondió tranquilamente Lisa, dando un nuevo mordiscón a su morcilla.

Florent, que no se había movido de su silla, presa de un extraño agobio, intentó en vano levantarse y protestar.

–No, no –repuso la charcutera–, ya está decidido. Veamos, querido Florent, usted ha sufrido mucho. Da escalofríos todo lo que acaba de contar... Es hora de que se ordene. Pertenece a una familia honrada, ha recibido educación, y es poco conveniente, en realidad, andar corriendo por los caminos como un verdadero bribón... A su edad ya no se permiten chiquilladas. Ha cometido locuras, y bien, las olvidarán, las perdonarán. Volverá a ingresar en su clase, en la clase de la gente honesta, vivirá como todo el mundo, en suma.

Florent la escuchaba asombrado, sin encontrar palabras. Ella tenía razón, sin duda. Estaba tan sana, tan tranquila, que no podía desearle el mal. Era él, el flaco, de perfil negro y sospechoso, el que debía ser malo y soñar con cosas inconfesables. No sabía por qué se había resistido hasta ese momento.

Pero ella continuó, pletóricamente, reprendiéndolo como a un pequeño que ha cometido una falta y al que amenazan con llevar a la comisaría. Ella era muy maternal, encontraba razones muy convincentes. Luego, a modo de argumento definitivo dijo:

–Hágalo por nosotros, Florent. Tenemos cierta posición en el barrio que nos obliga a muchos cuidados... Entre nosotros, tengo miedo a las habladurías. Este puesto solucionará todo, usted será alguien, e incluso nos honrará a nosotros.

Ella se volvía acariciante. Una plenitud colmó a Florent; se sintió como penetrado por el olor de la cocina, que lo alimentaba con todo el alimento de que estaba cargado el aire; se deslizaba hacia la languidez gozosa de una digestión continua del medio graso en el que vivía desde hacía quince días. Con mil cosquillas de grasa naciente a flor de piel, era una lenta invasión del ser entero, una dulzura blanda de tendera. A esta hora avanzada de la noche, en el calor de ese ambiente, sus asperezas, sus voluntades se fundían en él; se sentía tan lánguido por esa velada calma, por los perfumes de la morcilla y la grasa de cerdo, por esa regordeta Pauline entredormida sobre sus rodillas, que se sorprendió queriendo pasar otras veladas parecidas, veladas sin fin, que lo engordarían. Pero fue sobre todo Mouton el que lo decidió. Mouton dormía profundamente, la panza al aire, una pata sobre su hocico, la cola echada sobre el costado como si le sirviera de edredón; y dormía con una felicidad de gato tal, que Florent murmuró, observándolo:

–¡No! Es una tontería, a fin de cuentas. Acepto. Dígale que acepto, Gavard.

Entonces, Lisa terminó su morcilla, limpiándose los dedos, suavemente, en el borde de su delantal. Ella quiso preparar la palmatoria de su cuñado mientras Gavard y Quenu lo felicitaban por su decisión. Después de todo había que sentar cabeza; los desbarrancaderos de la política no alimentan. Y ella, de pie, la palmatoria encendida, observaba a Florent con una expresión satisfecha, con su bella cara tranquila de vaca sagrada.

El vientre de París (1873)

Émile Zola (1840-1902). Escritor y periodista francés, el mayor representante de la corriente naturalista de fines del siglo XIX. Fue defensor de la inocencia de Dreyfus en los tiempos violentos y controvertidos del affaire. Compuso una gran cantidad de novelas; la serie de la familia Rougon-Macquart consta de veinte volúmenes. Fue un dedicado retratista del mundo del trabajo.

Escritos sobre la mesa

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