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Charles Dickens

Adverbio de cantidad

La habitación donde comían los niños era una amplia sala de piedra, con una olla de cobre en un extremo, de la que el director, ataviado con un delantal al efecto, y ayudado por una o dos mujeres, servía la mezcla de harina cocida en agua a la hora de comer. De este festivo menjunje se le daba a cada niño un plato hondo y nada más, excepto en alguna gran ocasión, en que además recibían dos onzas y un cuarto de pan. No era preciso lavar los cuencos. Los niños los lustraban con sus cucharas hasta que brillaban de nuevo, y al terminar esta operación –que nunca duraba demasiado al ser las cucharas casi del mismo tamaño que los platos–, se sentaban mirando fijamente el caldero, con ojos tan ávidos que parecían querer devorarlo, entreteniéndose, mientras tanto, en chuparse los dedos con la mayor fruición, a fin de recoger las salpicaduras de gachas que pudieran haber quedado en ellos. Por lo general, los niños gozan de excelente apetito. Oliver Twist y sus compañeros sufrían desde hacía tres meses las torturas de una lenta inanición; por último, se hizo tan voraz y salvaje su hambre, que uno de los muchachos, bastante alto para su edad, y que no estaba acostumbrado a aquello (su padre había tenido una pequeña casa de comidas), anunció secretamente a sus compañeros que, si no le daban otro plato de gachas per diem, temía llegar a comerse al niño que dormía junto a él, que resultó ser un joven débil de tierna edad. Tenía la mirada extraviada, hambrienta, y le creyeron sin reserva. Se celebró consejo; tiraron a la suerte quién debía acercarse al director después de cenar aquella noche para pedir más, y le tocó a Oliver Twist.

Llegada la noche, los niños ocuparon sus puestos. El director, con su uniforme de cocinero, se colocó junto al caldero; se pusieron tras él sus míseras auxiliares, se sirvieron las gachas y se pronunció una larga bendición sobre la escasa comida. Desaparecidas las gachas, susurraron los muchachos entre sí e hicieron una seña a Oliver, mientras sus vecinos le daban con el codo. A pesar de su niñez, se sentía desesperado de hambre, temerario por su desdicha. Se levantó de la mesa y, avanzando hasta el director con el plato y la cuchara en la mano, dijo, algo asustado de su osadía:

–Por favor, señor; quiero un poco más.

El director era un hombre gordo y saludable; pero se puso muy pálido. Contempló estupefacto al pequeño rebelde durante unos segundos, y luego tuvo que aferrarse al caldero para no caer. Las ayudantas se quedaron paralizadas de asombro; los niños, de temor.

–¡Cómo! –exclamó por fin el director con voz débil.

–Por favor, señor –repitió Oliver–; quiero un poco más.

El director amagó un golpe con el cucharón sobre la cabeza de Oliver, lo tomó del brazo y llamó a gritos al celador.

La junta se hallaba reunida en cónclave solemne cuando el señor Bumble entró precipitadamente en el lugar en medio de una gran excitación, y, dirigiéndose al caballero de la elevada silla, dijo:

–¡Señor Limbkins, perdóneme! ¡Oliver Twist ha pedido más!

Hubo un sobresalto general. El horror se dibujó en todos los rostros.

–¿Más? –exclamó el señor Limbkins–. Cálmese, Bumble, y conteste con claridad. ¿Debo entender que pidió más, después de haberse comido la ración asignada por el reglamento?

–Así ha sido, señor –respondió Bumble.

–Ese niño acabará ahorcado –exclamó el caballero del chaleco blanco–. Estoy convencido de que ese niño acabará en la horca.

Oliver Twist (1838)

Charles Dickens (1812-1870). Novelista inglés, es considerado el mayor de los escritores de la era victoriana. Fue pionero en la publicación por entregas. Su vasta y numerosa obra, como Oliver Twist, Historia de dos ciudades y Tiempos difíciles, no carece de crítica social y sus personajes de ficción siguen siendo mundialmente reconocidos hasta hoy.

Escritos sobre la mesa

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