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Virgilio Piñera

Cena de narices

Como siempre sucede, la miseria nos había reunido y arrojado en el reducido espacio de los consabidos dos metros cuadrados. Allí vivíamos. Sabía que no comería esa noche, pero el alegre recuerdo del copioso almuerzo de la mañana impedía briosamente toda angustia intestinal. Tenía que hacer un largo camino, pues del Auxilio Nocturno –a donde había ido al filo de las siete a solicitar en vano la comida de esa noche– a nuestro cuarto mediaban más de cinco kilómetros. Pero confieso que los recorrí alegremente. Aunque ya nada tenía en el estómago del famoso almuerzo, me acometían a ratos los más deliciosos eructos que cabe imaginar. Verdad que se iban haciendo cada vez menos intensos, pero, con todo, me ayudarían a salvar aquella abominable distancia...

Por fin llegaba, y entré a tientas a causa de la oscuridad. Me creí solo, pero un ruido, que mezclaba a cierta música la sequedad propia de una descarga, me hizo retroceder. Comencé a alarmarme, pues no podía identificar aquel ruido, no tuve tiempo de ordenar mi oído: de los tres camastros alineados junto a la ventana surgieron otros tres espantosos. Uno era como el aire que se escapa de los tubos de un órgano cuando el que lo toca abre todas las llaves del mismo; el otro se parecía a ese chillido seco y prolongado que emite una mujer frente a una rata, y el tercero podía identificarse al cornetín que toca la diana en los campamentos. Hubo una pausa, y en seguida, un murmullo se elevó en el cuarto. No entendí bien en un principio, pero pronto escuché distintamente estas expresiones: “¡Carne con papas!”, “¡arroz con camarones!”, “¡rabanitos!”, al mismo tiempo que percibía ese aletear característico de narices que aspiraban un olor próximo a desvanecerse.

En efecto, eran las narices de mis compañeros de cuarto, que tendidos boca arriba en sus respectivos camastros aspiraban el delicioso olor de esos platos nacionales. Mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, podían distinguir claramente el óvalo de sus caras donde se destacaba cada nariz un punto más hacia adelante, como el general que marcha al frente de sus tropas. En verdad aquel olor excitaba el apetito provocándome a tenderme en mi yacija, pero todavía me detuve un instante para observar aquellas caras de una beatitud hace mucho tiempo desaparecida.

Un nuevo ruido me sacó de mi contemplación y corrí a mi camastro a fin de no perder el “plato” de turno. Esta vez no se escuchó ningún sonido pero algo flotó en el ambiente, anunciándolo. No pude contener mi alegría y grité, ahogándome: “¡Empanadillas, empanadillas...!”. Aquello era un festín romano: las bocas, cerradas fuertemente, semejaban ostras que hubiesen plegado sus valvas mientras cada nariz, dilatada hasta lo increíble, devoraba ávidamente empanadilla tras empanadilla. Pensé que no estábamos dejados, como se dice, de la mano de Dios, al ver cómo el cuerno de la abundancia se derramaba sobre nosotros. Pero no había tiempo que perder en reflexiones, pues a medida que el entusiasmo crecía los platos se iban multiplicando. Eran tantos, que casi resultaba imposible devorarlos cabalmente a todos. No bien habíamos puesto la nariz en una costilla clásicamente dorada cuando la aparición de un tamal en cazuela nos exigía que lo probásemos. Aquel banquete invisible tenía sus derechos. Y, además, hacía tanto tiempo que la abundancia no nos visitaba... Pero nuestras narices, manejadas sabiamente, atendían cumplidamente a cada visitante. Y el banquete no amenazaba concluir. Por el contrario, ahora eran tantos los ruidos que se escuchaban en nuestra humilde morada, que habrían tapado los de una orquesta con todos sus profesores. Por otra parte, cada nariz, creciendo gradualmente, prometía llegar al mismísimo techo. Pero no se reparaba en estas menudencias, y los platos eran devorados sin que nadie manifestase signos de hartura. Pronto la habitación fue nada más que un ruido y un olor que diez patéticas narices aspiraban acompasadamente. No importaban tales excesos; aquella noche, al menos, no pereceríamos de hambre.

“La cena”, en Cuentos fríos (1956)

Virgilio Piñera (1912-1979). Poeta, narrador y dramaturgo cubano, es autor de relatos que oscilan entre lo extraño y lo siniestro. Vivió en Buenos Aires unos diez años, donde formó parte del grupo de traductores del Ferdydurke de Gombrowicz. Entre sus novelas se destaca La carne de René; son numerosas sus colecciones de cuentos.

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