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Fiódor Mijáilovich Dostoievski

Hambruna

–En nuestra patria, al igual que en Europa, las hambrunas generalizadas, extendidas y terribles últimamente suelen visitar a la humanidad, por cuanto puede calcularse y por lo que puedo recordar, como mucho una vez cada cuarto de siglo. En otras palabras, una vez cada veinticinco años. No discuto sobre la cifra exacta, pero, en comparación, muy raramente.

–¿En comparación con qué?

–Con el siglo XII y con los siglos inmediatamente anteriores y posteriores a él. Puesto que entonces, según escriben y afirman los escritores, las hambrunas generalizadas visitaban al hombre una vez cada dos, con suerte cada tres años, de modo que ante semejante estado de cosas, el hombre recurría incluso a la antropofagia, aunque mantenía el secreto al respecto. Uno de estos parásitos, al acercarse a la vejez, anunció por sí solo y sin que nadie lo obligara, que él a lo largo de su extensa e insignificante vida había dado muerte y se había comido personalmente y en el más profundo secreto a sesenta monjes y a varios niños laicos, unas seis unidades, no más; o sea, extraordinariamente poco en comparación con la cantidad de religiosidad consumida. A los adultos seglares, según resultó, nunca se había acercado con tales fines.

–¡Eso no puede ser! –gritó el propio presidente, el general, con voz casi de ofendido–. A menudo reflexiono con él, señores, y discuto, siempre sobre los mismos temas; pero la mayoría de las veces expone tales insensateces que los oídos se me pudren, ¡ni una pizca de verosimilitud!

–General, ¿recuerda usted el sitio de Kars? Y ustedes, señores, sepan que mi anécdota es pura verdad. Por mi parte señalaré que casi cualquier realidad tiene sus leyes indeclinables, pero que casi siempre es increíble e inverosímil. Y que cuanto más real es, a veces tanto más inverosímil se torna.

–¿Pero acaso es posible comerse a sesenta monjes? –se rieron alrededor.

–Aunque se los haya comido no de golpe, lo que es evidente, sino, quizás, a lo largo de quince o veinte años, lo que ya es completamente comprensible y natural...

–¿Natural?

–Sí, ¡natural! –con pedante insistencia espetó Liébedev–. Y aparte de todo, el monje católico ya por su propia naturaleza es débil y curioso, y es muy fácil atraerlo por engaño a un bosque o a cualquier lugar apartado, y allí actuar sobre él de acuerdo con lo antes expuesto. Pero de cualquier modo, no discuto que la cantidad de sujetos comidos resulte extraordinaria, incluso exagerada.

–Tal vez eso sea cierto, señores –señaló de pronto el príncipe. Hasta ese momento había escuchado en silencio a los que discutían y no había participado en la conversación; con frecuencia se reía de corazón ante los estallidos de risa generales. Se notaba que estaba terriblemente contento de que hubiera tanta alegría y bullicio, y hasta de que estuvieran bebiendo tanto. Era probable que no pronunciara ni una sola palabra en toda la noche, pero de pronto se le ocurrió hablar. Y lo hizo con extraordinaria seriedad, de tal modo que todos se dirigieron a él con curiosidad.

–Yo, señores, acerca de que las hambrunas eran tan frecuentes... había escuchado sobre ello, aunque no conozco bien la historia. Pero, al parecer, así mismo debió ser. Cuando fui a dar a las montañas suizas, me sorprendieron sobremanera las ruinas de los viejos castillos medievales, construidos en las laderas, sobre abruptos riscos, y por lo menos a media versta de distancia en sentido vertical (lo que significa varias verstas por senderos). Se sabe lo que es un castillo: toda una montaña de piedra, ¡un trabajo terrible, imposible! Y eso, claramente, lo construyeron todo esos pobres hombres, los vasallos. Además, ellos debían pagar todo tipo de impuestos y mantener a la Iglesia. ¿Cómo podían alimentarse a sí mismos y trabajar la tierra? En aquella época eran pocos, es probable que murieran de hambre y que no hubiera literalmente nada que comer. A veces incluso he pensado: “¿Cómo es posible que ese pueblo no se extinguiera y no pasara algo con ellos, que pudiera resistir y sobrevivir?”. Que eran antropófagos, y, quizás, mucho, en eso sin duda tiene razón Liébedev. Sólo que no sé por qué mezcló precisamente aquí a los monjes y qué quiere decir con eso.

–Tal vez, que en el siglo XII monjes era lo único que podía comerse, puesto que sólo los monjes eran rollizos –señaló Gavrila Ardaliónovich.

El idiota (1869)

Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881). Escritor ruso, epítome de la novela realista y trágica del siglo diecinueve. Tuvo una vida ardua; pasó cuatro años preso en Siberia, que más tarde retrató en su Recuerdos de la casa de los muertos. En sus obras, como en Crimen y castigo y Los hermanos Karamázov, hay un especial interés por el delito y la libertad.

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