Читать книгу Escritos sobre la mesa - Mariano García - Страница 5

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Introducción

Se dice que la buena comida anula el tiempo. Por lo tanto no parece descabellado imaginar un gran banquete literario donde se encuentren reunidos autores de todas las épocas. De manera espontánea, a medida que se vaya sirviendo un menú en doce pasos, los temas de este intercambio imaginario girarán, de forma fragmentaria como en toda conversación, en torno a la comida: a su falta, señalada por el hambre, a las dietas y a los ritos a los que está asociada; se habla de recetas, de cocineros, de bebidas, de los modales en la mesa y de las buenas y malas compañías que un convite puede suponer; más tarde se reflexiona sobre extrañas ingestas y extraños comensales, sobre la abundancia y, para terminar, se departe acerca de las amables o inquietantes conjeturas sobre la comida del futuro. Así también ha sido organizado este libro.

La mesa imaginaria estará cubierta por un largo mantel; ciento doce comensales han sido convocados a su alrededor. Si fuera posible continuar con la imagen, diríamos que por limitaciones del comedor fueron invitados a esta celebración literaria sólo narradores de la tradición occidental, que pese a hablar lenguas distintas son capaces de entenderse gracias a la agradable atmósfera convivial. Como en toda reunión numerosa, algunos invitados esperados se excusaron, otros inesperados se colaron. El éxito de una comida, sin embargo, depende precisamente de esa mezcla de planificación y azar.

Como hay demoras en la cocina y la conversación se ve amenazada por la distracción del hambre, desde la cabecera de la mesa el anfitrión se pone de pie, levanta la copa, la hace tintinear con una cuchara e improvisa un discurso sin esperar a que sus invitados terminen de ubicarse.

Desde el famoso fruto prohibido del Génesis, pasando por el exuberante banquete que narra Petronio en su Satiricón hasta las páginas que necesita Proust para desarrollar una comida en casa de los Guermantes, el tratamiento dado por la cultura a la comida nunca perdió su lugar relevante, por el sencillo hecho de que la cocina y el acto de comer representan uno de los aspectos más evidentemente culturales en el hombre, como lo demostró Claude Lévi-Strauss en los cuatro tomos que articulan sus Mitológicas, recopilación y análisis de mitos americanos en los que uno de los factores recurrentes está constituido por elementos culinarios que se mueven en la tríada de lo crudo, lo cocido y lo podrido. Y si bien una “cocina de los antropólogos” es inevitable, no es menos cierto que la literatura está tan llena de comida como de alusiones a su escasez. James George Frazer tiene mucho para decir al respecto y su palabra está respaldada por su obra magna, La rama dorada, que a su manera establece las bases de la antropología moderna y que a la vez fue enormemente influyente en la literatura.

Para Feuerbach nada hay de casual en la relación entre comida y lenguaje. “Cuán vacío, cuán anémico y débil estaría el lenguaje en la construcción de palabras y conceptos”, sostiene, “si la boca fuera cómplice únicamente como órgano de respiración y del habla y no, al mismo tiempo, un órgano de la comida.” Mucho antes, una famosa anécdota sobre Esopo y un plato de lengua nos ilustra sobre lo habitual de esta asociación, típico ejemplo de los sentidos figurados y metafóricos que asume la comida en toda cultura. También el curioso gastrósofo Karl Friedrich von Rumohr equipara la historia del arte a la de la cocina en su libro El espíritu del arte culinario (1822) donde distingue tres períodos: el estilo severo, el estilo amable y el estilo hipócrita.

La cantidad de frases y proverbios relativos al alimento, así como su presencia capital en cualquier ciclo mítico, demuestra que, junto con las condiciones climáticas, la comida está en el centro de las preocupaciones cotidianas del ser humano. Muchas expresiones que aún perduran tienen algún motivo culinario o alimenticio de origen popular (“dar gato por liebre”) cuando no una base histórica (“comer como un heliogábalo”) o literaria (el adjetivo “pantagruélico”).

Dejando de lado algunos insectos, el hombre es el único animal que procesa previamente su alimento y que ha llegado a convertirlo en una disciplina que aspira a la categoría de arte. Sin embargo, los excesos mismos de la Nouvelle Cuisine, tan cómicamente profetizada por Anatole France, pueden sugerir una comida de la saciedad, del hartazgo, un juego para niños melindrosos, pese a que, como decía la velada amenaza de los padres en la mesa, “con la comida no se juega”.

La prohibición de jugar con la comida (pese a lo que ocurre en el delirante té de Alicia en el país de las maravillas) también nos habla de la estrechísima relación entre comida y tabú, pues lo religioso determina la manera de comer de una sociedad y de sus individuos, tal como reza el epigrama de Brillat-Savarin, “dime lo que comes y te diré quién eres”. Tan sólo con la tradición judeocristiana tenemos un arsenal difícil de agotar, que comienza con la ya mentada manzana del paraíso y su curiosa etimología motivada (malus en latín significa tanto “manzana” como “malo”), la confrontación entre ganadería y agricultura que dramatizan Caín y Abel, la borrachera de Noé tras el diluvio, las espigas de trigo y las vacas gordas y flacas del sueño de Faraón que interpreta José y un larguísimo etcétera que culmina en la Última Cena, amén de otros episodios no menos importantes de Cristo relacionados con los alimentos, entre los cuales el cordero pascual que lo simboliza.

Ha sido sin duda terrible para los seres humanos asumir que para alimentarse se deban sacrificar las vidas de otros seres. Fuera de las soluciones estoicas como las que menciona Séneca o hinduistas como la que, con humor y resignación, refiere J. R. Ackerley en su Vacación hindú, la instancia de violencia que esto significa se encuentra en el fondo de los terrores infantiles que expresan los cuentos populares con su profusión de ogros y otros monstruos antropófagos, si bien no es justo adjudicar estos temores sólo a los niños. El marqués de Sade presenta en su personaje del gigante Minski una versión racionalizada y sólo para adultos de aquellos atávicos personajes.

Estudiando la transición de la Edad Media al Renacimiento, el gran crítico ruso Mijaíl Bajtín encuentra en la actitud que resume la obra de Rabelais toda una filosofía de lo alimentario. El comer y el beber son dos de las manifestaciones más importantes de la vida del cuerpo grotesco en cuya tradición se inserta la obra rabelaisiana y que reaparece mucho más tarde en textos como los de Marosa di Giorgio. Este cuerpo perpetuamente abierto, inacabado y en interacción con el mundo, manifiesta a través del comer algunas particularidades de manera más tangible: el cuerpo se evade de sus límites; traga, engulle, desgarra el mundo, lo hace entrar en sí, se enriquece y crece a sus expensas. El encuentro del hombre con el mundo que se opera en la boca abierta que tritura, desgarra y masca es, como razona Bajtín, uno de los temas más antiguos y notables del pensamiento humano. El hombre degusta el mundo, siente el gusto del mundo, lo introduce en su cuerpo, lo hace una parte de sí mismo. También para Gilbert Durand la manducación es negación agresiva del alimento vegetal o animal, pero no con miras a una destrucción sino a una transubstanciación.

La filosofía y la teología, menos sensuales, frecuentan poco el tema pero no lo ignoran en absoluto. Prueba de ello es la paradoja del asno de Buridán: “un asno que tuviese ante sí, exactamente a la misma distancia, dos haces de heno exactamente iguales, no podría manifestar preferencia por uno más que por otro y, por lo tanto, moriría de hambre”, que acaso no sea un dechado de conocimiento sobre comportamiento animal, pero resulta eficaz para plantear la instancia del libre albedrío. Para Agustín de Hipona, la comida y la bebida representan una tentación que pone a prueba la temperancia y son motivo de una angustiosa reflexión sobre la debilidad humana. Asimismo el místico alemán Heinrich Seuse, “siervo de la eterna sabiduría”, aprovecha las comidas para poner en práctica sus costumbres piadosas, convidando en cada trago y cada bocado a Jesús. Friedrich Nietzsche, que tenía muy mala digestión a causa de sus calambres de estómago, defendió la dieta carnívora como necesaria para el desarrollo y productividad del intelecto, mientras que Walter Benjamin ha analizado los sentimientos que entran en juego durante el acto de la devoración, y cómo el placer bordea el asco.

Con un matiz pesadillesco, el famoso suplicio de Tántalo, que en el infierno tenía una sed ardiente en medio de un lago cuya agua se alejaba de él al querer tomarla, plantea por otra parte la idea del hambre o la sed antes que su ocurrencia física. “¿Acaso temes morirte por la falta de agua?”, le dice Menipo a Tántalo en el diálogo de Luciano. “Yo no veo otro Infierno después de este”, prosigue, “ni creo que una segunda muerte nos lleve de aquí a otro lugar.” A lo que Tántalo responde: “Tienes razón; pero sin duda también es parte de mi condena desear beber sin tener necesidad”.

La relación entre lenguaje y comida comienza desde el momento en que, gracias a la escritura, se conservan noticias de cómo se comía en la antigüedad: los egipcios, cuenta Heródoto, eran aficionados a la cerveza; los griegos, para quienes la décima musa era Gasterea, que presidía los placeres del gusto, eran capaces de robar con tal de conseguir un buen esturión para el almuerzo, y eso sin entrar en los detallados excesos de los emperadores romanos, apoteosis no superada de delirio culinario, aunque basada en la cantidad y el exotismo antes que en el sabor exquisito, si nos atenemos a las lenguas de flamenco cuya dudosa degustación Suetonio atribuye al glotón emperador Vitelio.

Lo cierto es que la alimentación, al menos tal como se nos transmite a través de escritores e historiadores, parece alcanzar una complejidad absurda con el Imperio Romano para caer en las sombras de monasterios y abadías durante siglos en los que se comen toscos manjares fuertemente sazonados. Sólo con la llegada de Catalina de Médici a la corte francesa comienza una nueva era. Las sucesivas cortes francesas –entre las que sobresale el singular episodio del nervioso Vatel, cuya muerte inmortalizó en carta a su hija la observadora Madame de Sévigné– se dedicaron a perfeccionar y afinar todo lo que tuviera que ver con la comida, desarrollo que alcanzará su momento más formidable con el legendario Carême, cocinero de los Rothschild y amigo del goloso Rossini. En el caso de Luis XIV, llama la atención que sus médicos se dedicaran a tomar nota no sólo de lo que comía sino también de cómo lo expulsaba.

Aunque parezca que sólo los franceses comen (o más bien sus cortes, si recordamos la famosa frase que se atribuye a María Antonieta cuando le reclamaron pan para el pueblo: “¿No tienen pan? ¡Que coman brioche!”), fueron ellos los que hicieron de la comida una marca registrada y los que pueden jactarse de contar con los primeros restaurantes de la historia: el Café Anglais y la Maison Dorée son puntos clave en textos de Flaubert, Balzac, Villiers de L’Isle Adam, entre muchos otros escritores. Ya en una muy citada carta de Diderot a Sophie Volland aparece una de las primeras referencias a restaurantes franceses, y como de costumbre, es Brillat-Savarin en su meditación XXVIII el que más se explaya sobre el genio de quien inventó el concepto de restaurant, las grandes ventajas que ofrece esta nueva manera de comer, mucho más conveniente que las anteriores tables d’hôte o lo que tenían para ofrecer las tabernas, pero también desventajas, como el egoísmo que genera el acto de comer solo, de lo que bastante saben pícaros como el Buscón de Quevedo. Para Brillat-Savarin el más notable de los restauradores parisinos fue Beauvilliers, que estableció su local en 1782 y brilló durante quince años.

Baudelaire, fastidiado por la comida belga, sugirió que a falta de restaurantes había que consolarse con buenos libros de cocina. ¿Cuáles son esos buenos libros? El Ars magirica de Apicio; Le Grand Cuisinier de toute cuisine (1350), impreso en el XVI por Pierre Pidoux, un cocinero; Le Ménagier de Paris, traité de morale et d’économie domestique, de la última década del XIV, libro de economía doméstica. Le Viandier, de Taillevent (Guillaume Tirel) aparece en 1490. Con la imprenta se popularizan los recetarios y comienza la idea de progreso en la cocina: no hay que imitar, hay que avanzar. Así se plantean, pues, los siguientes libros de cocina: Le Cuisinier françois (1651) de François de La Varenne, Les Dons de Comus ou Les Délices de la table (1739) de François Marin, Le Cuisinier parisien ou L’Art de la cuisine française du XIXe siècle (1828) de Marie-Antoine Carême, Le Guide culinaire (1921) de Auguste Escoffier y por último los artículos de Henri Gault y Christian Millau sobre la Nouvelle Cuisine que comienzan a aparecer en la revista Le Nouveau guide a partir de 1969. Sin embargo, la tradición de “pasar recetas” no ha sido ajena al gusto de los escritores, como lo demuestra tanto Juana Manuela Gorriti, que las recogió entre sus amigas americanas, o Alexandre Dumas con la compilación de su imponente y póstumo Diccionario de cocina; en tanto que ya en el plano de la ficción las incluye la literatura realista o naturalista de un Pérez Galdós o un Émile Zola, que dedica todo un episodio de su saga de los Rougon Macquart al tema de la comida y su producción.

No es casual entonces que se coma mucho en las novelas de un francés como Flaubert. Como lo ha estudiado Jean-Pierre Richard, hay pocos cuadros tan familiares en su obra como el de la mesa provista sobre la que se amontonan los alimentos y a cuyo alrededor se abren los apetitos. La mesa flaubertiana, dice Richard, se pone entre los hombres como un lugar de encuentro, casi de comunión, en el que la comida aparece incluso como un rito religioso. Flaubert se muestra ante las cosas como un gigante sentado a la mesa. Si en Las tentaciones de San Antonio el apetito se vuelve histérico, descontrolado, Bouvard y Pécuchet representan la parodia de esta hambre de inteligencia que poseía su creador: para ellos, instruirse es tragar el saber.

La situación fuera de Francia, desde luego, es otra. España hace de su escasez un género literario, la picaresca. También la comida puede ser un fuerte indicador social. En épocas de persecución de los “marranos”, un signo de cristiano viejo era comer cerdo, y algunos hidalgos de la estirpe de Don Quijote comulgaban diariamente para tener algo en el estómago. No obstante, España se puede jactar de haber revolucionado la cocina europea gracias al descubrimiento de América y a todo lo que –además del oro– trajo aparejado: papas, batatas, cacao, maíz, vainilla, tomate, zapallo.

Pese a la legendaria abundancia digna del “país de Jauja” imaginada por los primeros viajeros llegados a las costas americanas, los relatos de la conquista revelan algunas de las páginas más escalofriantes en lo que hace a la privación de alimentos, como el célebre episodio narrado por Ulrico Schmidl. Al mismo tiempo, hay náufragos que ostentan la habilidad, la paciencia y el espíritu colonizador de que hace gala el Robinson Crusoe imaginado por Defoe a partir de los relatos de Pedro Serrano y Alexander Selkirk. Otra realidad no menos inquietante con la que habrían de encontrarse era la de los caníbales, realidad sobre la que Montaigne reflexiona en un célebre ensayo del que se hará eco Shakespeare para crear a Calibán, el impredecible personaje de La tempestad. Mucho más tarde Freud se extendería sobre los efectos psíquicos de la idea de la antropofagia en Tótem y tabú. Lo cierto es que las costumbres gastronómicas de los indios americanos fascinaron por bastante tiempo a los viajeros europeos o locales, como lo describe el francés Guinnard y también, en tono menos trágico, Lucio V. Mansilla. La dieta de los gauchos, no menos llamativa, fue objeto de innumerables comentarios, entre ellos el de Concolorcorvo, aunque hoy forma parte insustituible en la vida de los argentinos. Cierta violencia latente en el resultado final del “asadito” es bien captada por Sara Gallardo en su primera novela, mientras que Esteban Echeverría, alejado de las truculencias de su “Matadero”, supo exaltar las virtudes de un corte típico como el matambre.

Como bien lo sabía Norah Lange, generosa y eufórica a la hora de pronunciar discursos, no es conveniente abusar de la buena predisposición del público. Tampoco lo permitirían las buenas costumbres de mesa que ayudaron a definir hombres como Erasmo y La Salle. Es conveniente dejar que fluya la conversación entre nuestros notables invitados, que encontrarán, así lo esperamos, dignos interlocutores en sus vecinos de mesa, ya que no hay nada peor que comer en mala compañía, como nos lo pueden asegurar desde Thomas Malory hasta Elena Garro. En este banquete los invitados son amables, algunos quizá levemente inquietantes, otros demasiado tímidos, pero todos están dispuestos a aprovechar una pausa en la conversación para introducir su anécdota brillante, evitar el silencio y compartir su punto de vista sobre ese fenómeno complejo y a la vez cotidiano, diverso y a la vez siempre el mismo, íntimo o extraño, que se produce, siempre renovado en la mirada del escritor, en torno a una mesa.

Escritos sobre la mesa

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