Читать книгу Escritos sobre la mesa - Mariano García - Страница 19

Оглавление

Daniel Defoe

El pan sin los medios

Ocurrió después de cierto tiempo que, un día, habiendo hecho un gran fuego para asar carne, en el momento de apagarlo cuando había terminado, encontré un trozo de uno de mis cacharros de barro, quemado y duro como una piedra y rojo como una teja. Esto me sorprendió gratamente y me dije que bien podrían cocerse enteros, si lo habían hecho en trozos.

Esto me llevó a estudiar cómo disponer el fuego para cocer algunos cacharros de barro. No tenía idea de cómo fabricar un horno como los que usan los alfareros, ni de esmaltar los cacharros con plomo, aunque tenía algo de plomo para hacerlo. Apilé tres ollas grandes y dos cacharros, unos encima de los otros, y dispuse los leños alrededor, dejando un montón de brasas debajo. Alimenté el fuego con astillas, que coloqué en la parte de afuera y sobre la pila, hasta que los cacharros se pusieron al rojo vivo sin llegar a romperse. Cuando estuvieron bien rojos, los dejé en la lumbre durante cinco o seis horas, hasta que me di cuenta de que uno de ellos no se quebraba pero sí se derretía, porque la arena que había mezclado con el barro se fundía por la violencia del calor, y se habría convertido en vidrio de haberlo dejado allí. Disminuí gradualmente el fuego hasta que el rojo de los cacharros se volvió más tenue y me quedé observándolos toda la noche para que el fuego no se apagara demasiado aprisa. A la mañana siguiente, tenía tres buenas ollitas, si bien no muy hermosas, y dos vasijas, tan resistentes como podría desearse, una de las cuales estaba perfectamente esmaltada por la fundición de la arena.

No tengo que decir que después de este experimento, no volví a necesitar ningún cacharro de barro que no pudiera hacerme. Pero debo decir que en cuanto a la forma, no se diferenciaban mucho unos de otros, como es de suponerse, ya que los hacía del mismo modo que los niños hacen sus tortas de arcilla o que las mujeres, que nunca han aprendido a hacer masa, hornean sus tortas.

Jamás sentí alegría tan grande por algo tan insignificante, como cuando vi que había hecho un cacharro de arcilla resistente al fuego. Apenas tuve paciencia para esperar a que se enfriara y volví a colocarlo en el fuego lleno de agua para hervir un trozo de carne, lo que logré admirablemente. Luego, con un poco de cabra, me hice un caldo muy sabroso y sólo me habría hecho falta un poco de avena y algunos otros ingredientes para que quedara tan sabroso como lo hubiera deseado.

Mi siguiente preocupación era conseguirme un mortero de piedra para apisonar o triturar el grano ya que, tan sólo con un par de manos, no podía pensar en hacer un molino. Me encontraba muy poco preparado para satisfacer esta necesidad; si había un oficio en el mundo para el cual no estaba calificado era para el de picapedrero, y tampoco contaba con las herramientas necesarias para hacerlo. Pasé varios días buscando una piedra lo bastante grande como para ahuecarla y que sirviera para un mortero, pero no pude encontrar ninguna, excepto las que había en la roca pero no tenía forma de extraer ni cortarle ningún pedazo. Tampoco las rocas de la isla eran lo bastante duras, pues todas tenían una consistencia arenosa y se desmoronaban fácilmente, de manera que no habrían soportado los golpes de un mazo, ni habrían molido el grano sin llenarlo de arena. Después de perder mucho tiempo buscando una piedra adecuada, renuncié a este propósito y decidí buscar un buen bloque de madera sólida, lo que resultó mucho más sencillo. Agarré uno tan grande como mis fuerzas me permitieron levantar y le di forma redonda por fuera con el hacha. Luego, con la ayuda del fuego y una paciencia infinita, le hice una cavidad, del mismo modo en que los indios del Brasil construyen sus canoas. Después hice una pesada mano de mortero, de una madera que llaman palo de hierro; esto fue lo que preparé y guardé aparte hasta mi próxima cosecha, al cabo de la cual me proponía moler el grano, o más bien, machacarlo hasta convertirlo en harina para hacer pan.

La segunda dificultad con que me topé fue la de hacer un tamiz o cedazo para cernir la harina y separarla del salvado y de la cáscara, sin lo cual no hubiera creído posible hacer pan. Esta era una labor tan difícil que no me hallaba con valor ni para pensar en la forma de llevarla a cabo pues no tenía nada que me sirviera ni lejanamente; es decir, un lienzo o tejido con una trama lo bastante fina como para cernir la harina a través de esto. Durante muchos meses estuve paralizado, tampoco sabía exactamente qué hacer. No me quedaba más lienzo que algunos harapos; tenía pelos de cabra pero no sabía cómo hilarlos o tejerlos y, aunque lo hubiese sabido, no tenía instrumentos para hacerlo. La única solución que encontré, finalmente, fue al recordar que entre la ropa de los marineros que había rescatado del naufragio, había algunas muselinas de cuello y, con algunos pedazos hice tres tamices pequeños pero adecuados para la tarea. Con esto me las arreglé por algunos años, y qué hice después lo contaré más tarde.

Lo próximo que había que considerar era cómo cocer el pan, y cómo lo prepararía una vez que tuviera el grano pues, para empezar, no tenía levadura. Con respecto a este punto, no había forma de resolver mi necesidad, de modo que dejé de preocuparme por ello. Sin embargo, me afligía mucho no tener un horno. Con el tiempo descubrí con un experimento una forma de hacerlo, de la siguiente manera: fabriqué algunas vasijas de barro muy anchas pero poco profundas, es decir, de unos dos pies de diámetro y no más de nueve pulgadas de profundidad. Las quemé en el fuego, como había hecho con las otras y las dejé aparte; cuando quería hornear pan, hacía un gran fuego sobre el hogar, que había cubierto con unas losas cuadradas que yo mismo hice y cocí, aunque en verdad no puedo decir que fuesen perfectamente cuadradas.

Cuando la leña formaba un buen montón de brasas, las arrastraba hacia el hogar hasta cubrirlo entero y las dejaba ahí hasta que se calentaba bien. Luego retiraba las brasas, colocaba mi hogaza o mis hogazas y las tapaba con la vasija de barro, que rodeaba de carbones para mantener y avivar el fuego. De este modo, como en el mejor horno del mundo, horneaba mis hogazas de cebada y, en poco tiempo, me convertí en un auténtico maestro pastelero pues confeccionaba diversas tortas y budines de arroz, aunque no llegué a hacer tartas ya que no tenía con qué rellenarlas, si no era con carne de ave o de cabra.

No es de sorprender que todas estas labores me tomaran casi todo el tercer año en la isla, pues debe notarse que en el intervalo tenía que ocuparme de mi nueva cosecha y de la labranza. Cosechaba el grano en la época del año adecuada, lo transportaba a casa lo mejor que podía y lo colocaba en espiga en grandes canastas hasta que llegaba el momento de desgranarlo, pues no tenía trillo ni lugar donde trillar.

Y ahora que, en efecto, mi provisión de grano aumentaba, quise realmente agrandar los graneros. Busqué un lugar para almacenarlo porque la cosecha había sido tan abundante que tenía unas veinte fanegas de cebada y otras tantas, o más, de arroz. Tanto que decidí entonces usarlos libremente puesto que hacía tiempo que se me había acabado el pan. También decidí ver cuánto necesitaba para un año y, así, sembrar sólo una vez.

En total, descubrí que cuarenta fanegas de cebada y arroz eran más de lo que podía consumir en un año y por tanto, decidí sembrar al año siguiente la misma cantidad que en el anterior, con la esperanza de que me bastase para hacer pan y demás.

Mientras ocurría todo esto, pueden estar seguros de que, a menudo, mis pensamientos se perdían hacia la tierra que había visto desde el otro lado de la isla y no me faltaban deseos ocultos de estar allí, imaginando que, al ver el continente y una tierra poblada, encontraría la forma de salir adelante y finalmente daría con los medios para escapar.

Robinson Crusoe (1719)

Daniel Defoe (1660-1731). Escritor, periodista y emprendedor inglés, dejó una vasta obra sobre variados temas, entre sátiras y tratados de economía. A sus sesenta años descubrió una nueva forma de narrar ficción, y de esa pluma y en un corto período salieron novelas como Robinson Crusoe y la genial y tan moderna Moll Flanders.

Escritos sobre la mesa

Подняться наверх