Читать книгу Escritos sobre la mesa - Mariano García - Страница 15
ОглавлениеJ.M.G. Le Clézio
En lata y en polvo
Conozco el hambre, la sentí. De niño, al final de la guerra, estaba entre los que corrían por la carretera al lado de los camiones de los estadounidenses y tendía las manos para atrapar las barras de chicle, el chocolate, los paquetes de pan que los soldados tiraban al voleo. De niño tenía tal necesidad de grasa que tomaba el aceite de las latas de sardinas y lamía con delicia la cuchara de aceite de hígado de bacalao que mi abuela me daba para fortalecerme. Tenía tal necesidad de sal que, en la cocina, comía del frasco, a dos manos, los cristales de sal gris.
De niño, probé por primera vez el pan blanco. No era la hogaza del panadero, ese pan negruzco más que parduzco, hecho con harina pasada y aserrín que estuvo a punto de matarme cuando tenía tres años. Era un pan cuadrado, hecho en un molde con harina enriquecida, liviano, oloroso, de miga tan blanca como el papel en el que escribo. Y al escribirlo siento que se me hace agua la boca, como si no hubiera pasado el tiempo y estuviera directamente unido a mi infancia. La rebanada de pan que se deshace, nebulosa, que hundo en mi boca y que, apenas trago, pido más, más, y si mi abuela no lo pusiera en el armario cerrado con llave, podría terminarlo en un momento, hasta sentirme mal. Sin duda, nada me ha satisfecho igual, nada saboreé después que me haya calmado a tal punto el hambre, que me haya saciado hasta ese punto.
Como el Spam estadounidense. Mucho tiempo después aún conservaba las latas de metal cortadas con abrelatas para hacer con ellas navíos de guerra que pintaba cuidadosamente de gris. La pasta rosada que contenían, envuelta en gelatina, de gusto un poco jabonoso, me llenaba de felicidad. Su olor a carne fresca, la fina película de grasa que la pasta dejaba en mi lengua y que cubría el fondo de mi garganta. Más tarde, para los otros, para los que no conocieron el hambre, esa pasta debió ser sinónimo de horror, de comida para pobres. Volví a encontrarlo veinticinco años más tarde en México, en Belice, en los negocios de Chetumal, de Felipe Carrillo Puerto, y de Orange Walk. Allí se llamaba carne del diablo. El mismo Spam en su lata azul adornada con una imagen que muestra la carne en rodajas sobre una hoja de ensalada verde.
También la leche Carnation. Sin duda, distribuida en los centros de la Cruz Roja, en grandes latas cilíndricas decoradas con un clavel rojo. Para mí, durante mucho tiempo fue la dulzura misma, la dulzura y la riqueza. Saco el polvo blanco a cucharadas y lo lamo hasta ahogarme. También en esto puedo hablar de felicidad. Después, ninguna crema, ningún postre me hizo más feliz. Era cálido, compacto, apenas salado, rechinaba en mis dientes y mis encías, corría como un líquido espeso por mi garganta.
Esa hambre está en mí. No puedo olvidarla. Pone una luz aguda que me impide olvidar mi infancia. Sin duda, sin ella no habría conservado ninguna memoria de esa época, de esos años tan largos, donde faltaba de todo. Ser feliz es no tener que recordar. ¿Fui desdichado? No lo sé. Simplemente recuerdo que un día me desperté y conocí por fin la maravilla de las sensaciones saciadas. Con ese pan demasiado blanco, demasiado dulce, con olor demasiado rico, ese aceite de pescado que corre por mi garganta, esas cucharadas de leche en polvo que forman una pasta en el fondo de mi boca, contra mi lengua, fue cuando comencé a vivir. Salí de los años grises y entré en la luz. Era libre. Existía.
La música del hambre (2008)
J.M.G. Le Clézio (1940). Escritor francés, reciente ganador del Premio Nobel, es originario de una familia de Bretaña emigrada a la isla de Mauricio, en el Océano Índico, hacia el siglo XVIII. Le Clézio es un gran viajero; su sensible obra cuenta con más de treinta volúmenes, entre ellos, El africano y el aquí citado La música del hambre.