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Francis Ponge

El vaso

El vaso de agua en nuestra lengua es masculino (botella de agua es femenino; jarro de agua, masculino). Sin embargo, es muy perceptible que un vaso de agua no es ni masculino, ni femenino (ni neutro tampoco, ¡ah, Dios no, Sol no!). Es un tanto superior a eso. ¿Por qué “superior”? ¿Por qué no es más bien “anterior” o “posterior”? Quiero decir que no depende de ellos, que se burla de ello: no tiene preocupaciones de ese orden, no sufre (ni goza) de limitaciones de ese orden. No piensa en absoluto, no pierde su tiempo, no desperdicia sus fuerzas con ello, no muere lentamente por ello, no morirá por ello (no morirá). ¿Diremos que es hermafrodita? ¿Que le falta ser sexuado? No, no: no le falta nada. Da la impresión de estar satisfecho con lo que es. O al menos de haber sobrepasado tanto la satisfacción como la insatisfacción, sobrepasado su absurdo, de haber decidido simplemente querer hacerlo. Se afirma como tal, sin más. Sin complacencia por otra parte, lo que no quiere decir sin orgullo. Pero ciertamente sin vanidad. Vanidad está demasiado cerca de vacuidad. Pero un vaso de agua, por definición, no está vacío, ni cerca del vacío en lo más mínimo. Estás más de la mitad lleno. Eso basta para hacer un vaso de agua, que esté lleno más de la mitad. Pero, ¿de qué está lleno más de la mitad? De sí mismo.

Por lo tanto, más de la mitad lleno de sí mismo.

Hay algo denso, perturbador, meditativo sobre su propia suerte, hay una especie de trabajo interior en el vaso de vino, una modificación constante, que no existe, que en todo caso es muy poco perceptible en el vaso de agua.

Lo que se nota además fácilmente a la larga, por la manera en que cada cual envejece.

El vaso de vino se agria, se cubre con cierto brillo debajo del cual está agrio.

El vaso de leche, pues bien, lo veremos una vez más: se divide curiosamente en dos partes. Una tiende a volverse sólida (sin lograrlo completamente, precisará ayuda para ello); la otra es el suero, más fluido que la misma leche y amarillento, herrumbrado, con cualidades y defectos propios. La leche se divide pues en esas dos capas muy distintas, superpuestas horizontalmente a causa de su diferencia de densidad. Pero lo que resulta curioso es que lo sólido se sitúa por encima.

Pero no hago más que indicar esto, a modo de conjeturas (que contienen ciertos errores); no quiero demorarme en ello. Volvamos a nuestro tema.

¿Cómo envejece el vaso de agua? Es decir, ¿cómo podemos verificar a la larga lo que expusimos sobre su falta de sentimientos? Pues bien, no vamos a verificarlo totalmente. Ya no vamos a poder sostener, a la larga, nuestra idea de una perfecta indiferencia, impasibilidad.

¿Qué vemos en efecto? Pues bien, vemos que en el vaso de agua, a la larga, aparecen gotas de aire, burbujas. Signos de cierta vida (vida íntima), de cierta modificación, que no podemos dejar de tener en cuenta. El pasado entonces le resulta perceptible. Lo afecta, ligeramente.

Interpretemos que el vaso de agua se muestra ligeramente afectado.

¿Por qué sentimiento? Digamos que solamente por la pena de no haber sido bebido.

No se muestra completamente impasible.

Pasa (al pasado definido, definido por esas burbujas): por cierto, sin ninguna mancha, pero no sin cierta pena, muy discretamente expresada, cierto humor (gaseoso), cierta transpiración (oxigenada o carbónica) significativa de un fuerte sentimiento contenido.

Es todo lo que podemos decir, pero podemos decirlo con certeza.

Esa afirmación (como su deseo) es legítima: un vaso de agua debe ser bebido. Y debe serlo en un plazo bastante corto.

¿Por qué nos privaríamos de beberlo? Una vez o dos, no digo que no: para experimentar justamente esas burbujas. Para someterlo a esa prueba, para enseñarle a vivir, para hacerle sentir esa aventura (que puede ocurrirle) de envejecer, de ser olvidado o despreciado, considerado como una cosa nula o una bebida sin interés. Sí, una vez o dos, para conocerlo mejor y que él se conozca mejor a sí mismo. No todas las veces, no por regla general.

Un vaso de agua debe ser bebido.

O si no, tirado, cuando ha envejecido aunque sólo fuera un poco; tirado y reemplazado por otro, más puro, más joven, que no ha perdido ninguna de sus cualidades.

Tiremos entonces este. Y llenemos otro.

Es lo que le ocurre al vaso de agua contemplado por demasiado tiempo. Por no haber sido bebido, nunca lo será.

Este ya no será bebido.

(Podríamos además discurrir ampliamente todavía acerca de esas burbujas. Volveremos sobre ello si llega el caso, si resulta útil).

Señalemos que es casi lo mismo que le ocurre al que se calentara, al que hayamos hecho hervir. ¿Ebullición? Desoxigenación. De lo cual resulta, una vez terminada la operación, cierta banalidad y domesticidad que ya no incita a beberlo. El vaso de agua hervida sirve más bien para lavados o gárgaras. Es un remedio, un tanto repugnante. Es expulsado, escupido con cierto asco. Ya no implica riesgos. Ya no vale la pena. Mucho menos salvaje, mucho menos interesante.

Nos gusta cierto salvajismo en la naturaleza, sin exageración.

Así la contemplación equivale a la cocción. Es incluso peor. Hay domesticación sin esterilización. Con un poco más de tiempo, tal vez se pudra, se corrompa. Así conocen los individuos domesticados a la vez la banalidad y el veneno. Adquieren banalidad y conservan sus microbios, su veneno. Incluso estos últimos se exageran.

Y tal vez en el vaso de agua joven, salvaje, haya una compensación entre la oxigenación y la microbicidad. Es sabido que un agua fuertemente oxigenada se vuelve antiséptica. Esto lo confirma. Un agua razonablemente oxigenada puede no ser más que razonablemente microbiana y peligrosa.

Un agua excesivamente oxigenada es antiséptica pero no potable: se vuelve peligrosa para beber.

Resulta pues útil en todo una determinada medida.

Agradezcámosle al vaso de agua natural que generalmente contenga ese equilibrio, esa medida (que lo torna sabroso).

“El vaso de agua”, Métodos (1961)

Francis Ponge (1899-1988). Poeta y ensayista francés, su mirada precisa y rigurosa sobre los pequeños objetos cotidianos identifica toda su obra poética. Formó parte de la resistencia francesa, militó por un tiempo en el comunismo, vivió en Argelia. Le parti pris des choses y Proêmes son sus libros más conocidos.

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