Читать книгу Escritos sobre la mesa - Mariano García - Страница 29
ОглавлениеErasmo de Rotterdam
Eso sí y eso no
Ofrecer tajadas medio comidas por ti a otro es costumbre poco honesta. El pan ya roído vuelto a sumir en la salsa es pueblerino; tampoco es elegante echar fuera de las fauces el alimento y volverlo a poner en el plato de uno; pues si acaso se ha tomado algo que no se deja tragar bien, apartándose a escondidas uno debe arrojarlo a algún sitio.
Volver a tomar una presa de la que ya se ha comido o unos huesos, una vez dejados en el plato propio, es considerado una falta.
Los huesos o cualquier otro resto que quede no los arrojes bajo la mesa, ensuciando el piso, ni los eches sobre el mantel de la mesa, ni los devuelvas a la fuente, sino apártalos a un rincón de tu plato o en el platillo que entre alguna gente se pone al lado para recoger los restos.
Arrojar comida a los perros ajenos es considerado necedad; más necio es andar sobándolos durante el convite.
Pelar la cáscara del huevo con las uñas de los dedos o con el pulgar es ridículo; hacer eso mismo metiendo la lengua, más ridículo aún; con un cuchillo se hace más decorosamente.
Roer los huesos con los dientes es perruno; limpiarlos con el cuchillo, urbano.
La marca de tres dedos impresa en el salero se dice en broma común que es la enseña de los pueblerinos; debe tomarse lo suficiente de sal con el cuchillo. Si el salero queda demasiado lejos, debe pedirse tendiendo el plato propio.
Lamer el propio plato o la bandeja donde ha quedado pegada azúcar o algo dulce es cosa de gatos, no de hombres.
La carne córtala antes en tu plato; luego, añadiendo a la vez pan, mastícala algún tiempo antes de hacerla pasar al estómago; esto no sólo toca a las buenas formas sino también a la buena salud.
Algunos devoran más que comen, de una manera que, como dicen, parece que se los fueran a llevar a la cárcel; propia de bandoleros es esa manera de tragar.
Algunos meten tanto a la vez en la boca que los carrillos se les hinchan por ambos lados como fuelles. Otros, al masticar, con el despegarse de los labios, hacen un ruido a la manera de los cerdos. No faltan quienes con el afán de tragar resuellan también por las narices, como si se fueran a ahogar. Con la boca llena, beber o hablar no es honesto ni sin riesgo.
Una alternancia de conversaciones debe romper la continuidad de la comida. Algunos, sin atenerse a interrupción, comen y beben no porque estén hambrientos o sedientos, sino porque no saben de otro modo moderar sus ademanes sin que se rasquen la cabeza o se escarben los dientes o se pongan a gesticular con las manos o a jugar con el cuchillo o a toser o a carraspear o a escupir. Tal usanza, nacida de un pudor pueblerino, no deja de tener algún atisbo de demencia. Al escuchar las charlas de otros debe disimularse lo que en ello haya de tedio, si no se ofrece oportunidad de hablar uno.
No es urbano sentarse a la mesa meditabundo; pero a algunos puedes verlos pasmados a tal punto, que ni oyen lo que otros dicen ni se dan cuenta de qué comen, y si los llamas por su nombre parece como que los sacaras de un sueño; a tal punto está su ánimo entero fijo en la vajilla.
No es civilizado, rondando con los ojos, andar atisbando qué es lo que cada cual come; ni es tampoco bueno mantener fijos los ojos mucho tiempo sobre uno cualquiera de los comensales; más inurbano todavía mirar de soslayo, como los machos cabríos en Virgilio, a los que se sientan al mismo lado de la mesa; lo más inurbano, contemplar, torciendo a la espalda el cuello, a ver qué asuntos se traen en la otra mesa.
Ponerse a cuchichear porque algo más libre de la cuenta se haya dicho o hecho a favor de brindis o bebida, para nadie es decoroso, cuanto menos para un niño.
Un muchacho, cuando se sienta con mayores de edad, no debe hablar nunca, si no es por fuerza de necesidad o bien porque alguien le invita a hacerlo. De las cosas graciosas que se digan se reirá moderadamente; de los dichos obscenos no se reirá en ningún caso, pero tampoco arrugará la frente, si es elevado en dignidad el que lo ha dicho, sino que compondrá la traza del rostro de modo que parezca que no ha oído o que por lo menos no ha entendido.
El silencio adorna a las mujeres, pero más a la niñez.
De la urbanidad en las maneras de los niños (1528)
Erasmo de Rotterdam (1466-1536). Gran intelectual del Renacimiento y primer editor del Nuevo Testamento, sus escritos fueron precursores en el viraje de la escolástica medieval al estudio de los clásicos griegos y latinos. Se lo considera uno de los primeros ideólogos del concepto de Europa y el modelo del humanista. Su obra más famosa es el Elogio de la locura.