Читать книгу A Roma sin amor - Marina Adair - Страница 10
Capítulo 7
ОглавлениеEmmitt cruzó las puertas de cristal esmerilado de la Clínica Tanner, y el aire fresco le enfrió el sudor que le cubría la frente.
No sabía si los espasmos de su pecho, como si sufriera un ataque al corazón, se debían a una caminata de diez manzanas bajo los treinta grados que marcaba el termómetro, y la humedad correspondiente, o a que su cuerpo simplemente reaccionaba al dolor que le destrozaba la cabeza.
Emmitt había necesitado un lugar tranquilo en el que sentarse y cobijarse del sol —y, a poder ser, con aire acondicionado— antes de ponerse en ridículo en la calle principal del pueblo.
«Por Dios». ¿Qué dirían sus amigos de escalada si lo vieran ahora?
Dos años atrás, escaló el Everest con tan solo una mochila y la funda de la cámara, tras pasar diez días en el campo base. Hoy, no había andado más de medio kilómetro y la privación de oxígeno le hacía pensar que iba a estallarle el pecho.
Si le estallaba en la clínica de Gray, sería el más desgraciado del mundo y muy probablemente se pasaría las siguientes seis semanas inválido en el sofá. Y entonces se le ocurrió otro escenario, uno en el que aparecía una enfermera no enfermera muy sexy a la que, por suerte para él, le encantaba llevar ropa interior de encaje, y que poseía las manos más suaves con las que nadie le hubiera dado un empujón.
«Anda que no molaría». De repente, Emmitt estaba como unas castañuelas. Provocarla la noche anterior había sido divertido. Más que divertido, graciosísimo. También era una estupenda manera de distraerse de sus otros problemas. Sin embargo, ahora debía concentrarse y recuperar la forma física. O cuando menos que no pareciera que la potencia de una suave brisa de verano podía derribarlo.
Emmitt tenía un claro objetivo: convencer a Gray para que le diera el alta, y así poder volver al trabajo.
Porque, aunque Gray no aprobaba que los médicos falsearan los informes, Carmen le había dejado muy claro que no iba a arriesgarse a mandar a un periodista herido a ninguna cobertura de ninguno de los periódicos o revistas del grupo —que eran una auténtica basura— hasta que un doctor le diese el alta. Ni el encanto personal de Emmitt ni su estilo periodístico de Juan Sin Miedo iban a ayudarlo esta vez.
Emmitt había estado buscando un vacío legal que le permitiera seguir trabajando, sin ningún éxito. Por lo visto, a Carmen no le importaba contar con un periodista menos, uno que aceptaba cualquier tema que le propusieran por más extravagante que fuera. Emmitt se estaba volviendo loco al verse obligado a descansar mientras en el mundo no paraban de suceder cosas que él quería contar.
Quizá fuera por esa parte de él que ansiaba emoción, o quizá por aquel muchacho de diez años que necesitaba respuestas para unas preguntas imposibles, pero el fotoperiodismo corría por sus venas. No quería ser tan pretencioso como para decir que era su vocación, pero por más complejo que fuera el tema o por más peligroso que resultara el entorno, algo en su interior se negaba a dejarlo.
Todo el mundo merecía que alguien contara su historia. Emmitt las buscaba entre las gentes silenciadas, las ignoradas, las totalmente marginadas, cuyos problemas pasaban desapercibidos para el resto de la humanidad.
No había tiempo suficiente para narrar las historias de todos, pero Emmitt estaba comprometido a arrojar luz sobre la máxima cantidad posible. Por lo tanto, cada día que pasaba tumbado por culpa de un maldito informe médico era una oportunidad perdida para compartir la historia de alguien.
Gray no le daría el alta de ninguna de las maneras si supiera el alcance real del accidente y de sus heridas. El padrastro de su hija no era uno de esos hombres que uno pudiera sobornar, comprar o engatusar para que hiciera la vista gorda. Una cualidad que no debería tocarle tanto las narices a Emmitt, pero así era.
En lo que a su trabajo se refería, Emmitt había establecido un estricto código ético, del que jamás se apartaba. Eso no significaba que no estuviera dispuesto a manipular una situación para descubrir la verdad. Por desgracia para él, el buen doctor solo tenía una debilidad…, una jovencita a la que no iba a recurrir.
Emmitt se bañaría en una piscina de sanguijuelas y se enzarzaría en un combate a puñetazos con un oso pardo rabioso antes que meter a Paisley en eso. Con lo cual solo le quedaba una opción. No estaba especialmente orgulloso de su estrategia, pero sí desesperado. Y los hombres desesperados cometían actos desesperados. Como mentirle a un tío que podría sustraerle un riñón mientras él dormía tan tranquilo.
Después de respirar hondo unas cuantas veces, Emmitt se secó la frente y entró en la sala de espera de la clínica. Estaba animadísima, con numerosos pacientes, teléfonos que no paraban de sonar y avisos por megafonía. Detrás del mostrador se sentaba Rosalie, que se encargaba de la recepción con la eficiencia de un controlador aéreo.
Emmitt no sabía qué era más viejo, si el pueblo de Roma o Rosalie Kowalski. Por lo que le habían dicho, la mujer era la jefa de la recepción ya cuando el Dr. Tanner abuelo colgó la bata, allá por los años sesenta.
Casi todo el mundo había supuesto que, cuando Gray se licenciara en Medicina, volvería a Roma y formaría parte del personal de la clínica. Quien conociera a Gray, quien lo conociera de verdad, sabría que era el tipo de persona a la que le gusta ganarse los elogios; que siempre optaba por el camino correcto, aunque fuera el más difícil.
Emmitt lo respetaba. Y lo respetó todavía más cuando el abuelo de Gray sufrió un infarto y él dejó una cómoda posición en Boston para ayudar con la clínica hasta que encontrara a otro socio.
Fue entonces cuando conoció a Michelle y decidió que, al final, era en Roma donde quería quedarse. El amor es así de simpático.
—Vaya, a quién tenemos aquí —dijo Rosalie, que gestionaba dos teléfonos a la vez. A primera vista, su moño plateado y sus sempiternas gafas le daban un aire a la rechoncha profesora McGonagall de Hogwarts. Y aunque Rosalie hiciera de Mamá Noel en todos los desfiles navideños de Roma desde que el mundo era mundo, también era la líder de la Yayo Banda, un club motero para personas de más de cincuenta y cinco años—. El héroe de nuestro pueblo.
—No sé qué decirte.
—Apuesto lo que quieras a que las mujeres que sacaste del incendio estarían de acuerdo conmigo. —Rosalie se llevó una mano rolliza al corazón—. Pensar antes en sus vidas que en la tuya. No podríamos estar más orgullosos.
—¿Mujeres? —Emmitt se rascó la nuca.
—Sí, el grupo de Futuras Ingenieras del Mundo que visitaba la planta el día de la explosión. He oído que las salvaste a todas de una vez.
Emmitt se avergonzó. La única manera de no revelar su auténtico estado era hablar lo menos posible. Pero en lugar de poner fin a los rumores, la gente interpretaba su silencio como un permiso para llenar los vacíos que hubiera en su historia.
Como decían en el pueblo, eran unos mentirosos compulsivos.
—Qué no haría para que una mujer guapa me dé su número. —Los únicos números que recibió fueron los de su médico. El número de costillas fracturadas. El número de piezas de metralla extraídas. El número de días que había estado inconsciente. El número de meses que tardaría en recuperarse.
Y el número de veces que debería dar las gracias a la fortuna por seguir vivo. Veintidós mujeres, once hombres y nueve niños no podían decir lo mismo.
Emmitt había informado de un montón de desastres a lo largo de su carrera. Uno de los peores fue una historia que le tocó cubrir en Irak, cuando un camión bomba explotó en el muro adyacente de la base de la marina. Fueron necesarios setenta y tres soldados y dos semanas para localizar todo el ADN de los catorce marines, los veintiún constructores, los nueve trabajadores locales y los seis enfermos del hospital naval fallecidos en la explosión.
Los soldados acuden a zonas en guerra entrenados para evitar que ocurran atrocidades, pero también entrenados por si sucede lo peor. En China, fueron operarios de una planta de hormigón. Mamás y papás que se sentían tan seguros que la mayoría llevaba a sus hijos a la guardería ubicada justo a las puertas de la fábrica.
El nudo que tenía en el estómago se apretó con fuerza. Le ardieron los ojos y le latieron las sienes.
Rosalie se lo quedó mirando con creciente preocupación.
Emmitt estuvo tentado de decirle que no pasaba nada. Ya se preocupaba él por los dos. Y antes de que la mujer comprendiera que debía sentir lástima por Emmitt, este la deslumbró con una sonrisa de anuncio de dentífrico. Era una de esas semisonrisas que provocaban la aparición de esos hoyuelos que de pequeño detestaba y que empezaron a gustarle cuando comenzaron a gustarle las mujeres.
—Sigo esperando que me des tu número, Rosalie —le dijo, y su comentario, como no podía ser de otra manera, funcionó.
Emmitt preferiría estar en casa poniendo nerviosa a su nueva compañera de piso, pero Annie se había escabullido antes de que él viera qué bata vestía hoy. Y menuda pena.
—¿Por qué me adulas de esta manera, Emmitt?
—Si me lo preguntas es que hace tiempo que necesitas que te adulen y te piropeen. Llama a ese jefe tan estirado que tienes. Le voy a cantar las cuarenta.
—Mi jefe me trata bien. Y está demasiado ocupado como para que lo molestes.
—¿Puedes llamar al médico de guardia?
—Depende. ¿Tienes cita? —La sonrisa de Rosalie se esfumó.
—No, pero…
—Sin cita, sin visita. Ya conoces las normas.
A Emmitt le gustaba retorcer las normas siempre que se le presentaba la oportunidad, y si con ello alteraba el horario de Gray, mucho mejor.
—Solo será un minuto.
—El Dr. Tanner no tiene un minuto. ¿No ves cómo está la sala de espera? —Señaló con la mano a una sala atestada de pacientes—. Tiene una agenda muy apretada, una de las enfermeras está de baja y ha habido un caso de sarna en la escuela de primaria.
Al observar con detenimiento, Emmitt se dio cuenta de que la estancia estaba llena de madres e hijos. Hijos que se rascaban sin parar.
—Será muy rápido, en serio.
Emmitt había dormido en algunas de las peores condiciones que fuese posible imaginar, cenado grillos antes de que fueran una delicatessen y cubierto todas las pandemias, de la malaria al ébola, pasando por un reciente estallido de gripe porcina. Sin embargo, había algo en esos bichillos que horadan la piel que le ponía los pelos de punta.
—Que no. —Rosalie meneó la cabeza.
—Solo necesito un minuto.
—Ya te he oído la primera vez que lo has dicho. —Rosalie se cruzó de brazos, dispuesta a derribarlo si era preciso.
—Mira, vuestro niño bonito me ha dicho que me pasase hoy.
—Tengo dos doctorados —le dijo Gray desde el pasillo. Con las gafas puestas y la cara enterrada en un historial, daba la sensación de que se ocupaba de la sarna sin ayuda de nadie—. No soy ningún niño. Y ¿qué haces aquí? —Calló unos instantes—. Dios, no me digas que es porque no puedes ir a recoger a Paisley. No me dejes tirado cuando queda media hora.
—No te dejo tirado —dijo Emmitt, con un evidente tono de «que te den, capullo». Era probable que hubiera perdido la noción del tiempo, pero jamás dejaría tirada a su hija en el último momento. Y menos cuatro meses después de que Paisley perdiera a su madre—. Me dijiste que me pasara. Y aquí estoy.
—Te dije que te pasaras por la mañana. —Gray se señaló el reloj con un dedo—. No sé cómo funciona el tiempo en tu mundo, pero para el resto de los mortales, la mañana va del alba a la hora de comer. Vuelve mañana. Por la mañana.
Emmitt no tenía un hermano mayor. En su casa, estaban sus padres y él. Si hubiera tenido un hermano, imaginaba que habría sido tan pesado como Gray.
—No puedo. Y no quiero llegar tarde a recoger a Paisley. Eso sería…, ¿qué fue lo que dijisteis? Ah, sí, ir por un mal camino como padre. —Le escoció recordar el comentario, casi tanto como le había escocido oírselo decir a ellos—. Más vale que no perdamos el tiempo, doctor.
Se miraron a los ojos. Ninguno de los dos cedía.
Gray se cruzó de brazos. Emmitt lo imitó. Lo mismo ocurrió con las miradas. Pero cuando al niño de la mancha de kétchup sobre el labio superior —que se había estado rascando los huevos hasta hacía unos segundos— se le cayó el coche de juguete, que empezó a avanzar hacia Emmitt, este señaló el reloj de Gray.
—Tic, tac. —Se dio unos golpecitos con un dedo.
—Vale. —Gray le dio una montaña de historiales a Rosalie—. Retrasa cinco minutos la cita de Tommy Harper. Y si los cinco pasan a ser seis, entra y finge que me llaman para que pueda echar a este de una patada.
—Estoy aquí —dijo «este», ofendido.
Gray lo ignoró y empezó a caminar hacia su despacho.
—Cinco minutos. Los voy a cronometrar con mi reloj —le dijo Rosalie a Emmitt.
Él le lanzó un saludo militar respetuoso antes de echar a andar por el pasillo, y se sorprendió al ver que Gray se detenía en una consulta y no en su despacho.
Emmitt dejó atrás la camilla, que estaba lista para hacer un chequeo concienzudo, y se sentó en la silla que normalmente se reservaba para el acompañante del paciente.
Reclinado hacia atrás, apoyó la cabeza en la pared, estiró las piernas al máximo, dispuesto a abarcar todo el territorio posible. Aunque esa postura lo ayudara con los mareos y le aliviase un tanto el dolor, tuvo que admitir que ver cómo Gray pululaba nervioso alrededor de sus piernas fue lo mejor de todo.
Emmit se permitió el lujo de arrugar, de vez en cuando, la bata del buen doctor, que colgaba del perchero.
—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó Gray.
—¿Acaso necesito un motivo para visitar a mi compañero de piso?
—No vivimos juntos, así que no somos compañeros de piso. —Gray cogió el aparato con velcro de la pared y le rodeó el brazo, apretándoselo mucho.
Emmitt abrió la boca para protestar… y Gray le metió el termómetro.
El doctor presionó la muñeca de Emmitt con el dedo y observó su reloj en silencio. Sonreía, como si experimentara un cierto placer al hacer que Emmitt siguiera las normas.
—¿Qué tal mi pulso? —preguntó con el termómetro en la boca.
Gray arqueó una ceja y compuso su expresión de tío serio.
—¿Has vuelto nadando de China?
—No.
—Pues entonces, mal.
—Cuanto más me acerco a un imbécil, más se me acelera.
El termómetro hizo un pitido.
—37,2. —Gray se enrolló el estetoscopio en el cuello y se sentó—. ¿Qué ocurrió en China? Y antes de que me des una respuesta a medias, como anoche, recuerda que, si quiero y creo que me estás haciendo perder el tiempo, te mando a hacer un porrón de pruebas sin ton ni son.
Las agujas y sentir que alguien lo controlaba eran los dos puntos débiles de Emmitt. Las agujas, porque había visto morir a uno de sus padres; sentirse controlado, porque así fue como reaccionó su otro progenitor para intentar sobrevivir en su reciente viudedad.
—Pues ya os lo conté más o menos todo —empezó Emmitt, escogiendo las palabras con cuidado. Debía proporcionarle a Gray la suficiente información para que le diera el alta, pero no tanta como para que comenzara a formularle más preguntas—. Uno de los silos falló, el sistema de alarma también falló, y catapún. —Hizo una bomba con las manos y fuegos artificiales con los dedos.
—Lo que leo en internet no es tan simple como lo pintas.
—No lo fue. Murieron casi sesenta personas —añadió Emmitt, incapaz de apartar la mirada de su regazo—. Parecía una zona en guerra, tío. —Aún oía los gritos de las personas atrapadas en el interior, las cuales, si no tuvieron la suerte de desmayarse por el humo tóxico, murieron quemadas vivas. Emmitt se despertaba todas las noches y percibía el penetrante olor de cenizas ardientes—. Pero mis heridas son superficiales porque yo estaba muy lejos del epicentro de la explosión, a mí me pilló en la otra punta de la fábrica. Fui un afortunado.
Por el sonido que hizo Gray, era evidente que no estaba de acuerdo con él.
—¿Has hablado con alguien de lo que pasó? Este tipo de traumas…
—Sí, con la Dra. Phil. En el hospital tenían psiquiatras y nos hicieron hablar con uno. —Emmitt se pasó buena parte del tiempo inconsciente, y para librarse de la terapia se dedicó a piropear a la mujer. Contarlo de nuevo no iba a serle de ayuda. En lo único en lo que pensaba era en llegar a casa y abrazar a su hija. Ese abrazo haría que se sintiera mejor que cualquier medicación que le hubiera recetado un loquero.
—Estupendo. Yo empecé a ver a uno cuando Michelle… —Gray carraspeó—. Me ayudó. Mucho. —Antes de que Emmitt le preguntara qué tal lo llevaba, el médico volvió a la medicina—. ¿Algún trozo de metralla te golpeó en la cabeza?
Emmitt lo miró fijamente a los ojos sin titubear. Una técnica convincente que había aprendido del ejército norteamericano con el que estuvo en Faluya. Cuando alguien miente, tiende a apartar la mirada. Tener contacto visual era una manera sencilla de convencer a alguien de que se decía la verdad…, aunque fuera una mentira.
—A todos nos golpearon partículas pequeñas, pero más allá de unos cuantos cortes por el hormigón y varios rasguños, nada grave. —No mentía. Los traumatismos más graves se los provocó el techo, que se derrumbó encima de él.
—¿Me vas a contar entonces por qué anoche no te podías sentar derecho? Si ni siquiera estabas atento al juego, joder. Y no me vengas con lo de tu culo.
Pues sí, Emmitt había sido lo bastante tonto para mencionar la vergonzosa metralla que le alcanzó el trasero. Levi le había preguntado por sus heridas, Emmitt se puso nervioso y se le ocurrió contar lo único que los otros dos jamás dejarían de sacar a colación.
Aunque mejor eso que decir la verdad. Paisley lo estaba pasando muy mal sin su madre, y revelar todos los detalles no haría más que preocuparla innecesariamente.
—Cuesta concentrarse en el juego cuando los jugadores refunfuñan como si fueran un par de viejas.
—Eso no explica por qué estás de tan mala hostia. Además, tienes muy mala cara. ¿Cómo has estado durmiendo?
—Pues lo mejor que puede alguien que se ve obligado a dormir en su sillón reclinable —respondió Emmitt, y Gray tuvo los santos cojones de sonreír, como si imaginárselo en esa situación le resultara de lo más divertido—. Gracias por el papel que tuviste en eso, por cierto.
—Si tienes algún problema, habla con tu agente inmobiliario.
—Puede que Levi estuviera de acuerdo, pero sé perfectamente que fue porque tú lo presionaste —dijo Emmitt—. Habría sido genial que me avisarais.
—Si hubieras estado en contacto con nosotros, te habría advertido. —Gray cogió el bolígrafo y la libretita que siempre llevaba encima, como si nadie lo hubiera informado de la revolución informática—. Veamos, esto irá de la siguiente manera. ¿Quieres que te dé el alta? Pues sé del todo sincero conmigo.
—¿Qué más quieres saber? —Emmitt se encogió de hombros, sin confirmar ni desmentir nada.
—¿Hubo complicaciones por la explosión que no me estás contando?
—¿Complicaciones que afecten a mi capacidad para leer y escribir? —Cuando Gray esperó a que Emmitt respondiera a su propia pregunta, este se incorporó en la silla, y el movimiento repentino hizo que las palpitaciones se colocaran justo detrás de sus ojos—. No, Gray, leo y escribo sin problemas.
—Da igual. Cuando sufres un accidente en el trabajo, debes estar recuperado por completo antes de volver… Ya lo sabes.
—Has hablado con Carmen.
—Hice un juramento —Gray cerró la libreta— y por eso voy a tener que echarle un vistazo al historial del hospital de China antes de que sigamos.
—No tengo historial. —Y era verdad—. Me dieron el alta. Volví a casa. El único papel que me dieron fue el recibo de mi compañía de seguros. Y aunque tuviera los papeles médicos del hospital, que no tengo, estarían en mandarín.
—Pues vas a tener que llamar al hospital en el que te trataron. Cuando me hayan enviado sus conclusiones por correo electrónico, programaremos una cita para hacerte un chequeo en condiciones.
—¿Hablas en serio? —le espetó Emmitt—. ¿Tiene esto algo que ver con que reclame mi derecho a llevar a Paisley al baile de padres e hijas?
Gray arqueó una ceja reprobatoria.
Vale, lo había dicho con más rabia de lo que planeaba, pero ¡madre de Dios! ¿Por qué Gray tenía que ser siempre un boy scout? Emmitt no pedía que le diera el alta para largarse a una plataforma en llamas a trescientos metros de altura. Lo único que quería era terminar el reportaje que había empezado, necesitaba hacer más entrevistas y más fotos.
Su cámara y su ordenador habían vuelto a Roma, pero la mayoría de las notas que tomó y las grabaciones digitales que recopiló para la historia llegaron por accidente a la sede central de Nueva York, y Carmen las tenía secuestradas.
—¿Y si hacemos un trato? —Los latidos de su cabeza se habían asentado con fuerza detrás de sus ojos—. Tú le mandas un correo a Carmen para decirle que estoy bien y yo te prometo que no aceptaré nuevos encargos hasta que haya pasado el baile.
—¿Que le mienta a Carmen Lowell? —se rio Gray—. Con esa mujer no te irás de rositas hasta que le pidas disculpas por todos los errores que has cometido desde que la conociste.
—Y por eso necesito la aprobación de un doctor. Así no dependería de ella. Entrarían en escena los de Recursos Humanos y Carmen tendría que dejarme acabar la historia.
—¿Se te ha ocurrido pensar que a lo mejor la orden procedía de RR. HH. y Carmen no era más que la mensajera?
No, no se le había ocurrido. Emmitt había estado tan frustrado por la situación que había supuesto que era otra de carmenazas de Carmen.
—¿Te acuerdas de cuando me mandó a Moscú por un suceso de última hora? Me compró el billete de un avión que aterrizó a las tres de la madrugada en pleno mes de enero, y resultó que la persona a la que debía entrevistar vivía en Moscú, Kansas.
—Y seguro que ni siquiera ibas a cubrir tú la historia. —Gray tuvo el coraje de reírse—. Ya te advertí que no mezclaras trabajo y placer, Em. Qué quieres que te diga, tú solito te lo buscaste… No es problema mío que a ella le dé rabia que ya no le des otras cosas. Pero echar por los suelos una historia y verse obligada a maquetar de nuevo toda la revista me parece un pelín exagerado, incluso para Carmen.
—Yo no pondría la mano en el fuego. —Pero si Carmen no estaba detrás de eso, quería decir que la decisión la tomaron los jefazos, así que iba a necesitar a Gray a bordo más que nunca.
—Sea como sea, ya ves por qué tengo que seguir las normas al pie de la letra. Si te doy el alta y vuelves a herirte durante el trabajo, mi hospital y yo podríamos enfrentarnos a una denuncia.
—Los dos sabemos que yo nunca te denunciaría —bufó Emmitt—. Te lo estás inventando porque controlar mi vida te la pone dura.
—La vida no siempre gira alrededor de ti y de tus necesidades, Em —dijo Gray con una calma zen que irritó todavía más a Emmitt—. Cuando mi clínica se fusionó con el Hospital General de Roma, tuve que adoptar una lista enorme de normas y una dirección ante la que responder. No todos podemos ir por el mundo inventándonos las reglas sobre la marcha.
Entre tantos golpes directos y certeros, ese último hundió su armada invencible.
Emmitt no era un trotamundos por amor al arte. Tenía facturas que pagar y una cuenta para la universidad a la que contribuir. Su trabajo le permitía la posibilidad de llevarse a Paisley a unos viajes maravillosos por el mundo y explorar lugares que de otra manera su hija jamás habría conocido. Paisley no era lo bastante mayor para sacarse el carné de conducir, pero en su pasaporte tenía sellos de cuatro de los siete continentes. El regalo para cuando en breve se graduara —visitar a los pingüinos de la Antártida— la haría alcanzar el increíble número cinco.
Desde el momento en que Paisley entró en la vida de Emmitt, Gray siempre se las había apañado para llevarle ventaja. De él dependía qué findes y vacaciones iba a pasar Emmitt con su propia hija, e incluso quería controlar la manera de criar a Paisley. Si hasta tenía el valor de educar a Emmitt acerca de los regalos que se consideraban «demasiado extravagantes».
Sí, Gray había formado parte de la vida de Paisley desde antes de que ella lo recordara. Y sí, Emmitt daba las gracias a diario por que Michelle hubiera tenido a alguien que la ayudara con Paisley. Pero solo porque Gray se hubiera presentado antes a la carrera, una carrera a la que Emmitt no sabía que estaba inscrito hasta que la pequeña cumplió cinco años, eso no lo convertía en un mejor padre.
—Tienes razón, yo no sigo las normas. Qué curioso que, cuando es en tu beneficio, como cuando no reclamé la custodia cuando murió Michelle, es algo noble. Pero cuando no puedes sacar nada de provecho, estoy siendo egoísta.
Gray se quedó tan inmóvil que ni siquiera respiró. Impertérrito, daba la sensación de que intentaba asimilar lo que le había dicho Emmitt. Cuando habló, no fue más que un susurro:
—¿Pensaste en reclamar la custodia?
—Pues claro que sí. Es mi hija.
—Y mía también —dijo Gray, y Emmitt vio cómo la verdad se aposentaba sobre el doctor como si de un bloque de hormigón se tratara—. ¿Todavía lo piensas? Lo de pedir la custodia.
—No lo sé. —Era una respuesta sincera a una pregunta complicada con la que se peleaba desde que Paisley lo había llamado, presa de un histérico llanto, para contarle el accidente de Michelle. Por aquel entonces, supo que dejarla en la casa donde había crecido era lo correcto.
Habían pasado muchas cosas desde aquel día, sin embargo, y Emmitt había empezado a cuestionar su decisión.
—Paisley es mi vida —dijo Gray—. El día que le pedí a Michelle que se casara conmigo, también le pregunté a Paisley si podría ser su padrastro. Y el día del accidente, cuando fui a ver a Michelle, le prometí que cuidaría de Paisley.
—Es que de eso se trata, tío —dijo Emmitt, y se levantó para mirar a Gray de frente—. Siempre asumes que eres el único capaz de cuidar de ella. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que Paisley tiene un padre que le puede dar seguridad y secarle las lágrimas? ¿Que me tiene a mí? —Emmitt se llevó una mano al corazón, como si el mero acto lo sanara todo.
—¿Cómo no? Nunca dejas que lo olvide —lo acusó Gray—. Pero siempre acabas olvidando que soy yo el que la crio desde que era una niña.
—No fue elección mía. Si hubiera sabido que tenía una hija, habría estado con ella desde el día uno.
—Lo sé. —Gray se sentó y apoyó la frente en la palma de su mano—. Michelle me dijo que era de lo que más se arrepentía. Pero también dejó claro que quería que Paisley viviera conmigo.
Emmitt también se sentó. O quizá sus piernas habían cedido a la creciente inseguridad que le había provocado esa píldora de información.
—Lo sé.
—La estabilidad y la rutina son importantísimas para un niño que ha sufrido una pérdida. Mezclar ahora las cosas podría tener unas repercusiones terribles.
—Lo sé. No tienes que soltarme un sermón.
—A ver, es que mi casa es el único hogar que conoce.
—Lo sé, Gray. Y por eso no reclamé nada. —Por eso y porque Paisley le dijo en el funeral que quería vivir con Gray. No fue una conversación agradable; de hecho, hizo que Emmitt se preguntara en qué se estaba equivocando. Por lo visto, cuanto más se quedaba en Roma, más problemática se volvía su presencia, hasta que cada paso que daba hacia su familia parecía complicar la rutina de los demás. Algo que era vital para que la vida de Paisley no se desmoronara más.
Después del funeral, la tensión estaba por las nubes, y Paisley consiguió no perder el norte, pasando más y más tiempo fuera de casa para evitar hablar de sus sentimientos. Lo último que necesitaba la pobre era que otro padre le preguntara cómo lo llevaba.
Al final, Emmitt se sintió tan eficaz como una palanca de una máquina de pinball. Lo único que quería era ser el pilar de su hija durante esa época dolorosa. Terminó convirtiéndose en otro parachoques contra el que ella se estampaba, por lo que aceptó una cobertura muy lejos para sentirse útil…, y así Paisley tendría una persona menos de la que preocuparse.
—Paisley es mi mundo. Sobre todo ahora que Michelle se ha ido. —La voz de Gray se apagó con la última palabra—. Es tan hija mía como si fuera su padre biológico. Querer más a alguien es prácticamente imposible.
Y cuando lo miró a los ojos, una punzada de dolor se instaló en el centro del pecho de Emmit; un dolor tan auténtico como el amor que Gray le profesaba a Paisley. Era lo que siempre lo había mantenido en jaque, que en el mundo hubiera otro hombre que quisiera a su hija exactamente con la misma intensidad que él.
La noche anterior, Annie había sugerido que él ponía nerviosos a los demás para divertirse, y Emmitt enseguida lo descartó con una carcajada. Al escuchar ahora a Gray, tenía pocas ganas de reír.
—No te preocupes —le dijo—. No va a irse a ninguna parte en el futuro inmediato. Donde quiera vivir es decisión suya. No me gusta que sea en tu casa, pero nunca la pondría en una situación en la que tuviera que elegir entre tú y yo. Y nunca me interpondré en su camino hacia la felicidad.
—Lo mismo digo —asintió Gray con una risilla, en busca de una tregua.
A Emmitt le gustaba arrugar la bata del doctorcito de vez en cuando y devolverlo al suelo. Michelle siempre había dejado que ellos se picaran entre sí —porque eran unos idiotas—, pero ahora habían perdido a su amortiguador.
Habían perdido el núcleo de su familia de retazos. Y todos acusaban su ausencia. La pérdida de su amor.
—Paisley te quiere, Em. Te quiere cuando estás aquí, y cuando te vas no para de hablar de ti. Eres el papá divertido, el papá del que presume. El amor que siente por mí no le resta valor a su manera de quererte.
La calidez que solía experimentar Emmitt al hablar de su hija tardaba en llegar. Esa vez estaba oculta detrás de la ligera nostalgia que había nacido en su interior a lo largo de los últimos meses.
Dios, cuánta morriña sentía. Sin embargo, por alguna inexplicable razón no creía haber vuelto a casa aún. Al cabo de una media hora iba a ver a su hija por primera vez en varios meses, y se sintió tan inseguro como el día que la conoció.