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Capítulo 5

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Annie estaba de mal humor. Cualquier esperanza que hubiera abrigado acerca de que su nuevo compañero de piso no fuera más que una horrible pesadilla se esfumó cuando a las dos de la madrugada la despertó un portazo, que indicaba su regreso.

Si la madre de Emmitt le había enseñado modales, era obvio que los había olvidado hacía tiempo.

Emmitt encendió todas las luces de la casa, incluida la del recibidor, que iluminó el dormitorio de Annie como si de una llamarada solar se tratase. Y entonces, como para dejarle claro a ella que era a propósito, el tío se preparó un batido con tornillos de metal, esquirlas de vidrio y lamentos de pollitos.

Ni siquiera los tapones que se había puesto para aislarse de los ruidos le ahorraron el estruendo.

Mientras silbaba, Emmitt abrió y cerró varios armarios —siete, para ser exactos—, y después dio unos cuantos portazos más antes de tumbarse a dormir un rato. Por la explosión sónica de sus ronquidos, era obvio que la luz del recibidor no le molestaba en absoluto, porque se la había dejado encendida.

Y había sido él el que la había hecho sentirse culpable el día anterior por despertarlo a una hora en la que casi todo el mundo se estaría preparando ya la cena.

Mucho más que irritada por la hipocresía de la situación —otra cosa que añadir a su lista de Peor compañero de piso del mundo, justo entre «Humilde fanfarrón» y «Ladrón de cerveza»—, lanzó la sábana por los aires, salió de la habitación y se quedó inmóvil junto a la puerta, donde sus tripas dieron un repentino salto.

«Madre del amor hermoso». Con los pulmones hinchados, se sentía incapaz de soltar el aire, porque delante de ella, a un par de pasos, se encontraba el Romeo de aquella particular Roma. Despatarrado en el sillón, con la gorra sobre la cara, Emmitt y sus Calvin Klein estaban totalmente a la vista. Era evidente que el tío tenía algún problema con llevar pantalones.

O acaso quería marcar su territorio. Sacando la artillería pesada… a lo grande.

Annie a duras penas llegó a fijarse en que Emmitt había reclinado el sillón ciento ochenta grados, convirtiéndolo en una superficie plana, con el reposapiés alzado, y obstaculizándole así el paso cuando se hiciera de día. Porque su atención se dirigía a otro lugar.

Como la manta azul tan solo lo cubría parcialmente, Annie contempló el movimiento hipnótico de su pecho, un pecho muy definido, con la cantidad justa de vello y la cantidad justa de músculos.

La paz con que dormía la irritaba. Emmitt tenía un brazo sobre los ojos y un pie apoyado en el suelo; y si así era su erección a las dos de la madrugada —«buf»—, el cuerpo de Annie exhaló un «Dios santo» al pensar cómo sería por la mañana.

Se llevó una mano al pecho y se concedió cinco segundos para mirarlo embobada. Cinco segundos, y después se iría y Emmitt nunca lo sabría, porque era evidente que esa batalla la había ganado él. Tal como lo veía Annie, sus opciones eran:

1 Esperar que Emmitt se despertara antes de que ella tuviera que ir a trabajar y recolocara el sillón; una opción poco probable, porque el tío se había puesto cómodo para dormir hasta las tantas enfrente de la habitación.

2 Despertarlo y decirle que era un capullo; algo que implicaba admitir que empezaba a molestarla.

3 Cuando fuera de día, gatear por debajo del reposapiés; aunque no pensaba volver a menear el culo por ningún tío.

4 Subirse encima de él, semidesnudo; y anda que no se llevaría él un alegrón al verla allí y oír el tamborileo de su corazón.

Aunque había otro problema. Cuando dormía y no escupía gilipolleces, parecía casi humano.

Annie entendía a la perfección por qué tantas mujeres admiraban sus manos fuertes y capaces, y su tableta de chocolate. Era un hombre alto, fibrado, atractivo de una manera sofisticada, que ponía de manifiesto que había exprimido la vida al máximo.

Ay, a quién quería engañar. Emmitt era sexquisito.

—¿Reconsiderando la oferta de la cucharita? —La voz grave y áspera le dejó claro que, mientras ella había estado observándolo a él, él también a ella—. Aquí hay espacio.

Se dio unos golpecitos en el regazo, a poquísimos centímetros de su impresionante paquete, y el corazón de Annie cogió la velocidad adecuada para competir en las 500 Millas de Indianápolis.

Annie clavó los ojos culpables y avergonzados en los de él, que no estaban para nada avergonzados. La falta de pantalones no parecía afectarlo ni un ápice; más bien le hacía esbozar una sonrisa encantadora y lucir una mirada divertida —en la que había, además, un destello mucho más peligroso—.

—Pues no. Estaba valorando nuestro sistema de educación pública. ¿Eres un analfabeto o solo un maleducado?

Emmitt le echó un vistazo al cartón vacío del suelo con una notita rosa chillón que decía: «De Anh, no beber».

—Habría sido muy feo por mi parte dejarlo en su sitio cuando queda un mísero trago.

Se movió en el sillón y el cambio de postura dio comienzo a un efecto dominó de ondas musculares que fueron de sus hombros a sus abdominales.

Sus pectorales se agitaron con sorna, y Annie desplazó la mirada hacia arriba y lo vio sonreír.

—¿Ahora quién es la maleducada? —Emmitt chasqueó la lengua—. Me estás cosificando, en la posición vulnerable en la que estoy.

—Por favor. —Annie bufó—. Sabías exactamente lo que hacías cuando has decidido repanchingarte en un sofá en pleno recibidor sin nada más que tus calzoncillos.

Emmitt cogió la manta y se tapó el abdomen como si el gesto supusiera un gran esfuerzo para él, cuando en realidad lo único que se cubrió fue el costado derecho, dejando su parte izquierda, y sus otras partes, bien a la vista. Acto seguido, reclinó el sillón más aún y se llevó las manos a la nuca en una posición tan masculina que las zonas femeninas de ella comenzaron a burbujear como cuando el champán entra en contacto con la lengua.

—¿Qué estoy haciendo, Anh?

—¡Intentas ponerme nerviosa!

—Es el efecto que causo en las mujeres. —Su voz estaba adormilada, como si se hubiera pasado buena parte de la noche dando unos besos largos, ardientes y narcóticos.

—Pues en esta no. A mí no me pones nada nerviosa —le mintió—. Lo siento mucho, pero tu gran plan para lograr que me largue no va a funcionar.

—De hecho, yo…

—¿Me dejas terminar?

—Adelante —dijo, con tanta calma que ella aún se puso más nerviosa.

—Te has comportado como un imbécil. Y mi noche ya era bastante terrible. Sabías que estaba frustrada y cansada y… y dolida. —La confesión la pilló con la guardia baja, pero decidió reafirmarse—. Sí, estaba dolida y avergonzada, y para más inri, descubro que un maleducado desconocido había puesto la oreja en una conversación muy difícil. Así que me he ido a la cama a lamerme las heridas en privado y a dormir porque… porque…

—Porque estás frustrada y cansada y dolida —le refrescó la memoria él.

—Frustrada y cansada, pero dolida ya no. Ahora estoy cabreada. ¡Contigo! —Levantó un dedo en su dirección.

—¿Conmigo? —preguntó Emmitt como si la situación se le antojara de lo más divertida.

—¡Sí, contigo! Tengo que ir al hospital muy pronto y tú has creído necesario volver y cerrar de un portazo todos los armarios de la cocina. Si querías armar un buen jaleo para despertarme, lo has logrado, Emmitt Bradley, lo has logrado. —Y terminó el discurso dando una lenta e irónica palmada.

—No pretendía despertarte. Y te pido perdón por eso. Y tampoco sabía que entrabas a trabajar tan temprano; si no, habría sido más silencioso.

Annie debía admitir que sus sinceras disculpas la habían desconcertado.

—No es que entre a trabajar temprano. A una de mis pacientes la operan mañana de la vesícula y todos sus familiares viven en la costa oeste, así que me ofrecí a estar allí cuando despertara de la intervención.

—¿A todos tus pacientes les ofreces este servicio de compañía tan amable? —preguntó él con suavidad. Una pregunta sin provocación, sin sarcasmo y sin insinuaciones infantiles. Acompañada de una mirada de ternura que ella no le había visto antes.

—Solo a los especiales —dijo, y no se movió, de repente embargada por la timidez.

Emmitt dejó que el comentario de Annie flotara en el aire, y entonces le dedicó la más sutil de las sonrisas, una que la llevó a apartar la mirada.

—En cuanto a lo de los armarios, te vuelvo a pedir disculpas. He vuelto a casa con un dolor de cabeza horrible, y como todas mis cosas, calmantes incluidos, estaban en el dormitorio, he buscado mis reservas, que antes estaban sobre el fregadero. Imagina mi sorpresa cuando en su lugar he encontrado un pequeño arsenal de velas aromáticas. Por lo visto, alguien ha reorganizado mi cocina en mi ausencia.

—Ah —murmuró Annie, ahora consciente de cómo fruncía el ceño Emmitt al hablar o al moverse, como si se tensara anticipándose al dolor. ¿Quizá había malinterpretado la situación?—. Creía que hacías el imbécil y ya.

—Me sorprendes, Ricitos de Oro. —Ofendido, se colocó una mano en el pecho—. Te tomaba por alguien que antes de juzgar al otro va más allá de las apariencias.

Era la segunda vez que se refería a lo mismo, por lo que Annie pensó si, tal vez, se había precipitado al tacharlo de egocéntrico picaflor. La parte de picaflor era cierta, pero ¿la otra? Ya no estaba tan segura.

—¿En serio? Mírate, ahí sentado como el gran lobo malvado, obstaculizándome el camino e intentando intimidarme para que vaya directa hacia ti.

—Creo que estás mezclando cuentos —dijo, aunque la sonrisa amplia y malvada que lucía dejaba claro que le había gustado la comparación—. Temía que estuvieras cabreada por lo de antes —siguió— y decidieras jugar al escondite con mis cosas. Por eso me he apostado justo delante del dormitorio, por si acaso te daba por evitarme y cerrar la puerta antes de que pudiera recuperar mis pertenencias.

Annie se lo quedó mirando durante un buen rato y, aunque su polígrafo interno estuviera preparado y al acecho, no percibía ni rastro de engaño en las palabras de él. Y cuando se lo explicó así, con tanta sinceridad y racionalidad, Annie vio que la imbécil era ella.

—Debo admitir que he tenido una mala noche y es probable que en parte lo haya pagado contigo, así que lo siento. Pero que quede claro que no soy una de tus chifladas monísimas que se comportarían así —dijo, avergonzada por que Emmitt creyera que se rebajaba a absurdeces tan inmaduras—. Pero sí que te he guardado todas las cosas del dormitorio y te las he dejado junto a la puerta del garaje, para que al marcharte mañana las tuvieras cerca del coche. Hasta te he dejado una nota.

—Me apuesto lo que quieras a que sé lo que pone. —Cuando Annie respondió con una sonrisa, él se echó a reír—. Pues supongo que ha valido la pena.

—Supongo que sí —dijo Annie, y también se puso a reír. Fue entonces cuando tuvo otra revelación, esta más impactante. Ya no estaba molesta por la llamada de Clark. De hecho, le dolían las mejillas de tanto sonreír.

—Imagina lo bien que te sentará soltarle todo lo que piensas a un tío que de verdad se lo merezca, como, no sé, el cabrón con el que hablabas por teléfono. Pero permíteme una sugerencia: yo de ti consideraría la opción de relajar un poco esa sonrisa y quizá evitar una risita, y seguro que te envía el cheque raudo y veloz.

—¿Cuánto oíste de la conversación? —Annie se tapó la cara con las manos.

—Lo suficiente para saber que es evidente que tienes un lado muy dulce y que él se está aprovechando. —Habló con tono suave y con expresión pétrea, casi como si quisiera defenderla. A ella.

—Soy la chica más dulce del mundo. Lo que pasa es que tú has sacado mi…

—¿Tu lado de chica mala? —Sonó esperanzado y todo.

—Iba a decir mi lado impaciente.

—Sea como sea, no estaría de más que, la próxima vez que el muy idiota te llame para pedirte consejos sobre su boda, canalizaras a la tía que no tiene ningún problema en mandarme a la mierda. De lo contrario, quizá debas decir adiós a la pasta.

—Que sea maja no me convierte en una pusilánime.

—Genial. —Emmitt se rascó el pecho como un oso que se preparara para el invierno—. Pues llámalo.

—¿Cómo?

—Venga —la provocó—. Llámalo y dile que no eres su Anh-Bon y que le exiges que te pague los diez mil dólares ya.

—Eh… Mi móvil se está cargando en el dormitorio.

Emmitt cogió el suyo del reposabrazos y se lo ofreció.

—Toma, usa el mío.

—No necesito llamarle delante de ti para demostrar que no soy una pusilánime. Me las apañaré yo solita.

—Me alegra saberlo —dijo, pero no parecía creerla.

Y lo que era peor, Annie empezó a dudar de si ella se creía a sí misma. No solo le había dado permiso a Clark para que le robara el sitio de la celebración y la fecha del aniversario de boda de sus abuelos, sino que además la llamada acabó antes de que le exigiera un día concreto para que le devolviera su dinero.

—Yo solo digo que no vengas a buscarme para que sea tu acompañante cuando te pida ser la dama de honor. Si me vieras con traje, darías codazos y empujones para coger el ramo.

—Ni lo sueñes.

—Bromas aparte, manda a todo el mundo a tomar por el culo y céntrate en ti —dijo Emmitt sin un solo rastro de provocación en la voz—. En serio. No le debes nada. Coño, es él el que te debe a ti, y no solo dinero. Te debe unas disculpas de cojones por haberte puesto en esa situación. Y después tiene que pedirles disculpas a tus amigos y a tu familia por lo del vestido y por haber robado la fecha de la boda de tus abuelos.

«Toma ya», no solo lo había oído casi todo, sino que había reflexionado largo y tendido, y tenía una opinión al respecto. A Annie le dio un vuelco el estómago.

Lo que la impresionó no fue lo que le había dicho Emmitt, ni tampoco cómo se lo había dicho. Era el hecho humillante de que fuera la primera persona en proferirle esas palabras, en animarla a defenderse. «¿Qué significaba que un perfecto desconocido fuera capaz de entender lo que sus mejores amigos y familiares habían dejado a un lado en pro de la cortesía? ¿En qué lugar la dejaba eso a ella por habérselo permitido?».

—¿Crees que todo eso cabrá en un pósit? —le preguntó.

La mirada de Emmitt la recorrió de arriba abajo con suma lentitud, y Annie sintió chispas al sentirse observada por él.

—A mí me pareces el tipo de mujer que, cuando ha tomado una decisión, no deja que nada la aparte de su camino.

La manera confiada en que se lo dijo le provocó una oleada de escalofríos que le recorrió el cuerpo más rápido que su madre comprando en las rebajas.

—Muy atrevido por tu parte sacar esa conclusión de alguien con quien has hablado solo dos veces.

—Qué quieres que te diga, han sido conversaciones profundas. Además, eres muy fácil de interpretar.

Annie resopló dos veces, porque era tan fácil de interpretar como una señal en una calle oscura para un paciente con glaucoma.

Nacida en Asia y criada por padres blancos, Annie llegó al mundo como un oxímoron con patas. De hecho, cuantas más personas la conocían, más prejuicios se tornaban erróneos. Annie era la prueba viviente de que no hay que juzgar un libro por la cubierta. De ahí que le diera vergüenza haber hecho eso mismo con Emmitt.

Ser misteriosa se consideraba interesante, pero ser una interminable caja de sorpresas resultaba muy poco atractivo. A la gente le gustaba confiar en su propio juicio, y a Annie a menudo la juzgaban mal.

—Tú, ríete, pero me juego lo que quieras a que te conozco mejor que un tío con el que hayas tenido seis citas.

—Pues me impresionas, porque dudo que tú hayas tenido seis citas consecutivas en los últimos seis años. —Cuando Emmitt abrió la boca para protestar, ella añadió—: ¿Con la misma mujer?

—Soy tan observador que no necesito ni la mitad de tiempo que los demás para saber si algo va a durar para siempre o no —aseguró. Algo que la sorprendió porque, cuando pronunció «para siempre», no parecía que fuera a vomitar ni a salirle urticaria.

—¿Me quieres decir que estás abierto al compromiso?

—¿Si se presenta la persona adecuada? —Emmitt se encogió de hombros—. ¿Por qué no? Pero no necesito engatusar a nadie para saber si es adecuado para mí. A las personas que están en mi vida no les propongo jueguecitos ni las hago pasar por el aro para descubrir qué lugar ocupan. No, eso es inmaduro y bastante mierder, en mi opinión.

Annie vio un reflejo de dolor reciente cruzar el rostro de Emmitt y reparó en que, debajo de su confiada arrogancia, latía una inseguridad que la atraía. Su instinto le decía que alguien en quien él confiaba y a quien quería lo había engañado. Y a tenor de la nueva tristeza que teñía las palabras de Emmitt, alguien le había hecho muchísimo daño. Y recientemente.

La cuidadora que Annie llevaba dentro quería preguntarle si estaba bien, pero su lado pragmático llegó a la conclusión de que más valía no indagar. Cuanto más lo conociera, más humano se volvería a sus ojos, y más duro le resultaría echarlo de su propia casa.

Después de una noche como aquella, una chica lista cortaría por lo sano y se iría a la cama. Pero Annie estaba cansada de hacerse la lista, así que, en lugar de desearle buenas noches, dijo:

—Vale, pues deslúmbrame con tus habilidades de observación.

Si iba a tener que huir de mujeriegos encantadores, había llegado el momento de aprender a reconocer las señales.

—Ah, pues te voy a deslumbrar —dijo, y ella puso los ojos en blanco—. ¿No me crees? Pues démosle un poquito más de emoción al asunto. Si consigo deslumbrarte con mis magistrales habilidades de observación, mañana me quedo la cama.

Por lo que a Annie respectaba, mañana Emmitt no iba a compartir morada con ella. ¿Qué podía perder, pues?

—Deslúmbrame.

—Qué bien me lo voy a pasar. —Se frotó las manos como un niño en una tienda de chucherías—. Tienes debilidad por los misterios ingleses, por Shemar Moore y por los realities de citas.

—Saber lo que hay en mi cuenta de Hulu no te convierte en un observador, sino en un cotilla.

—Al principio del juego no hemos establecido normas sobre cómo recopilar la información. Pero dejaré a un lado tu pésimo gusto televisivo y volveré a lo romántica que eres.

—Pues claro que soy una romántica —lo rebatió—. Si hasta hace nada estaba preparando mi boda. Siento decírtelo, Emmitt, pero no eres más que otro tío cuyos talentos hacen que me pregunte por qué me molesto.

—Es evidente que te has rodeado de los tíos equivocados —la pinchó—. Iba a decir que tu romanticismo va mucho más allá de una boda de ensueño, Ricitos de Oro. La mayoría de las mujeres se abalanzaría sobre la oportunidad de gastar miles de dólares en un vestido nuevo, y tú fuiste a buscar a la modista perfecta para arreglar el de tu abuela. También querías casarte el mismo día que ella, un detalle que me hace pensar que no solo es la persona más importante de tu vida, sino que con ella nunca tuviste que preguntarte qué lugar ocupabas en su vida.

Emmitt se quedó en silencio y la contempló con tal intensidad que Annie se removió, inquieta.

Ya estaba a punto de ponerse a saltar cuando él añadió finalmente:

—Supongo que, sin ella, te has sentido un poco perdida en todo este embrollo.

—Pues claro que la echo de menos. Para eso no hace falta ser vidente.

—¿Cómo se llamaba? —quiso saber Emmitt, y la pregunta le provocó a ella una ola de calidez que inundó su cuerpo.

—Hannah —susurró. Le extrañaba por qué el mero hecho de decirle el nombre de su abuela le resultaba tan íntimo—. Y muchas mujeres escogen llevar el vestido de sus abuelas. Es una tradición bastante común.

—No comentaste que tu madre lo hubiera llevado, así que no creo que sea una tradición. Creo que querías llevarlo porque deseabas que Hannah estuviera contigo, y era lo que más se le acercaba —dijo, y el estómago de Annie se estrujó de la inseguridad, porque el tío lo estaba clavando—. Pero es evidente que hablar de la boda no te deslumbra, sino que te incomoda.

—No me incomoda —mintió, negándose a mostrarle lo difícil que todavía era para ella hablar de su abuela—. Es que estoy cansada.

—Pues te lo cuento rápido. Prefieres bañarte, pero te duchas para ahorrar tiempo. Sientes predilección por combinaciones extrañas, como peperoni y aceitunas, chocolate y mermelada, y camisetas extragrandes y braguitas diminutas. Eres una maniática de la limpieza, pero me juego lo que quieras a que hay un lugar en el que te desmelenas y dejas que todo campe a sus anchas, desordenado.

El rostro de Annie debió de reflejar sorpresa, porque Emmitt se echó a reír.

—¿El interior de tu bolso? O quizá sea tu coche, repleto de envoltorios, botellas de agua vacías, y seguramente también haya unas cuantas galletas madeleine para casos de emergencia. Sea donde sea, fijo que es un auténtico desastre. Eres tan romántica como complaciente. No te lo piensas dos veces antes de sacrificar lo que quieres para así facilitarle las cosas a alguien, y por eso no te importa que te llamen Annie, cuando en realidad prefieres Anh.

Una cruda y familiar vulnerabilidad la embargó, le llenó el corazón y se derramó por todos lados antes de arder como el ácido sobre el metal. O bien Emmitt era superintuitivo o en el mundo de ella todos estaban ciegos. Y no sabía cuál de las dos opciones la cabreaba más.

—Me estás mirando fijamente —le soltó él con brusquedad.

—Solo intento descifrarte a ti, pero como eso sería más largo que terminar un máster, y como me toca madrugar, creo que por hoy ya basta.

—Supongo que hasta los corazones heridos necesitan dormir.

—Supongo que sí. —Y antes de cometer una estupidez, como sentarse en el regazo de él y pedirle que le contara un cuento, Annie apretó el interruptor y sumió la estancia en la oscuridad.

«Ay, madre», una malísima decisión.

Tendría que haber dejado que Emmitt apagara la luz una vez ella se encontrara ya en el dormitorio, a salvo al otro lado de la pared. Así no se habría fijado en que sus Calvin Klein eran más brillantes —y más grandes— cada segundo que pasaba. Tal vez sus ojos solamente estaban adaptándose, y dilatándose para absorber el máximo de luz.

O quizá su suerte por fin había tocado fondo, porque no había duda de que los calzoncillos de él resplandecían. Cuanto más se acostumbraban sus ojos a la negrura, más confundida estaba ella, hasta que no pudo contener más tiempo la carcajada. Emmitt Bradley, el ser superior e intuitivo, llevaba calzoncillos que brillaban en la oscuridad.

Annie rio a medida que se revelaban las formas.

—¿Estás de coña? ¿Gatitos y arcoíris?

—Dime, Ricitos de Oro. —Ese día, su sonrisa se había ensanchado varios centímetros—. ¿Es demasiado grande o tiene el tamaño ideal?

Annie repasó las opciones que había barajado con anterioridad y optó por una quinta. Una retirada total y humillante.

Se giró, echó a correr como si la persiguieran unos sabuesos hambrientos y entró en el dormitorio a toda prisa. Cerró de un portazo antes de lanzarse sobre la cama. Tan ridícula y avergonzada se sentía que se tapó la cabeza con la sábana y cerró los ojos en busca de una protección extra.

—¿Es por los gatitos? —le gritó él desde la puerta.

A Roma sin amor

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