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Capítulo 6

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Su madre solía decirle que era muy tozuda. A Annie le gustaba más describirse como decidida. Pero por más decidida que estaba a no perder ni un segundo de sueño por culpa del hombre de los calzoncillos que brillaban en la oscuridad, cuando el primer rayo de sol se coló por la ventana, tenía los ojos como platos.

Cada vez que los cerraba, su respiración se volvía ridículamente errática y sus pulsaciones se acercaban al nivel de infarto.

«Emmitt no es para tanto», se dijo, tumbada hasta que la suma de la colcha y sus cálidas espiraciones convirtió la cama en una sauna y Annie creyó ahogarse. «La madre que lo parió». Se destapó de repente.

Era imposible que pudiera enfrentarse a él. Nunca sería capaz de olvidar todo lo que había visto… Siempre que viera un anuncio de Calvin Klein experimentaría una descomposición visceral. Y de ninguna de las maneras, en ninguna circunstancia, Emmitt debía saber cuánto la había impactado.

No, ningún hombre tenía el poder de desbaratar su vida. Y el que se encontraba al otro lado de la puerta del dormitorio no iba a robarle ni un solo momento más de paz.

Se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño.

Como una zombi, se dio una larga ducha y dejó correr el agua caliente hasta vaciar la caldera. Eso no la ayudó demasiado. Todavía le picaban los ojos y el cerebro le funcionaba superlento, y terminó lavándose el pelo con espuma de afeitar. Y por eso cada vez que se olía el pelo se le endurecían los pezones.

Annie no sabía cómo, pero logró convencerse para no regresar a la cama con la agradable compañía de su querido vibrador. Se puso unos vaqueros y una camiseta, y entonces, temerosa de que Emmitt siguiera apostado junto a la puerta como la última vez que lo había comprobado, hizo lo que habría hecho cualquier mujer madura en su situación.

Sigilosa, salió por la ventana y corrió hacia su coche, dispuesta a darle varias veces al acelerador con el freno de mano puesto y a desearle los buenos días con un timbrazo largo y sonoro de claxon, por si acaso el muy canalla todavía dormía. Al alejarse del camino de entrada, sin embargo, un molesto pensamiento se adueñó de su cabeza. ¿Emmitt había sido más listo que ella o acaso Annie había caído en su juego?

Encaminarse a su puesto de trabajo sin que nadie la reconociera era una experiencia nueva para ella, y Annie disfrutaba de su anonimato en el Hospital General de Roma. Con el uniforme médico en el bolso y un ramillete de flores en la mano, no vestía como la médica asociada que era.

En Connecticut, de nada le habría servido. Ya antes de cruzar la puerta de entrada la habrían visto y abordado una docena de compañeros y pacientes. Le habrían hecho preguntas, muchísimas preguntas, sobre la boda, sus sentimientos, Clark, hasta que los curiosos llegarían a la que todo el mundo quería formularle: ¿por qué creía ella que Clark la había dejado?

De haber sabido la respuesta, Annie no habría tenido que mudarse en busca de perspectiva.

En Roma, Annie era una desconocida. Un rostro nuevo, que podía pasear por los pasillos de la UCI sin ser detectada por nadie y concentrarse en proporcionar el tipo de cuidados incondicionales que en su día la empujaron a estudiar Medicina. Quería demostrar a diario que todo el mundo merecía cariño y atención.

Ese día, la persona era Gloria, una conductora de autobús jubilada que necesitaba cuidados y mimos extras, y que agradecería contar con apoyo para superar el miedo que le daban los hospitales, al menos hasta que le dieran el alta de su operación de vesícula. Annie no había ido a leer el historial de Gloria ni a tomarle el pulso. Se había presentado en el hospital horas antes de que empezara su turno tan solo para cogerle la mano.

Nadie merecía sentirse solo.

En una UCI atípicamente silenciosa, Annie se dirigió a la habitación de Gloria. La mujer yacía en la cama más cercana a la ventana, con los ojos cerrados; aún no había salido de la anestesia. Sin hacer ruido, Annie fue hasta la ventana.

Fuera, el sol brillaba con fuerza e iluminaba unas cuantas nubes blancas algodonosas y el cielo azul. Una suave brisa mecía las lilas de las Indias que flanqueaban la Calle Mayor, formando así dos hileras idénticas de flores de un rosa intenso que se extendían hacia la playa, donde la espuma del Atlántico lamía la arena.

—¿Son nomeolvides? —preguntó una voz grave y adormilada.

Annie se giró y vio que Gloria volvía en sí, las mejillas ruborizadas por la tímida gratitud que sentía.

—Y unas lantanas. —Las manos de Annie acariciaron las flores con forma de paraguas e intensos rojos y naranjas.

—Mis preferidas. —Gloria carraspeó, Annie le sirvió un vaso de agua y se lo acercó a sus labios resecos—. ¿Cómo lo sabías?

—Delores, la de la floristería, me lo comentó.

—Son preciosas. —La sonrisa de Gloria desapareció al recorrer la habitación con la mirada—. No nos ve nadie, échale un vistazo al historial y dime cuándo crees que podré irme a casa. Si no pone que hoy, haz lo que debas hacer para cambiarlo.

—No voy a mirar en su historial porque no soy su doctora. —Además, las dos sabían que Gloria no se marcharía a casa ese día. La operación de vesícula solía ser un procedimiento ambulatorio, pero Gloria se quedaría dos días en observación porque en su casa no había nadie para cuidarla.

Y si había algo que el hecho de ser adoptada le había enseñado a Annie era que la familia tradicional no tenía el monopolio de los cuidados atentos y de corazón.

Annie dejó el jarrón de flores brillantes sobre la mesa vacía y se sentó al lado de la cama. No era solo la primera visita; sería también la única.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Annie a Gloria mientras le cogía una de sus frágiles manos.

La anciana le dedicó un amago de sonrisa y un cálido apretón de dedos.

—Ahora, mejor.

Gloria se la quedó mirando, sin decir nada, como si quisiera aferrarse a su compañía y disfrutar de la sensación de no caminar sola, pero sus párpados enseguida empezaron a caer, hasta que al final descansaron sobre sus mejillas.

Annie esperó a oír la respiración acompasada antes de salir al pasillo para llamar a las hermanas de Gloria, que vivían en Canadá. Ser la portadora de buenas noticias y dar tranquilidad a los seres queridos de sus pacientes era una de las mejores cosas de su trabajo. Presenciar el amor que se profesaban los miembros de una familia siempre resultaba fascinante, y las hermanas de Gloria no la decepcionaron. Ni siquiera los dos mil kilómetros y la frontera que las separaba habían reducido el profundo vínculo entre las tres ancianas.

A Annie, la conexión entre hermanos siempre le había interesado mucho, puesto que a ella la separaron de las suyas. Nació en Vietnam, la menor de tres hermanas, pero creció en los Estados Unidos como hija única. No recordaba a sus hermanas, pero en todo momento había sentido su ausencia, incluso antes de que le contaran la historia de su adopción.

Todos los adoptados tenían su propia historia, que se contaba hasta la saciedad durante la reunión familiar del Día de la Adopción. En casa de Annie, el Día de la Adopción era una celebración tan importante como los cumpleaños o el Día de Acción de Gracias. Y cuando su familia se acurrucaba en el sofá y su madre pasaba las páginas gastadas de su álbum de adopción, Annie contenía la respiración hasta que llegaban a la parte de sus hermanas.

No sabía cómo se llamaban ni cuántos años tenían, tan solo que eran tres. Todas con el pelo negro y con unos ojos vivos de color café, y las tres lucían los mismos hoyuelos al sonreír. Durante casi toda su vida, saber que estaban en algún lugar le proporcionaba el consuelo que necesitaba cuando de noche, en la cama, la embargaba la soledad.

¿El amor de un hermano era más potente que el de otra persona por el mero hecho de que venía predeterminado por el nacimiento? De ser así, ¿qué significado tenía eso para alguien como Annie, a la que unos desconocidos eligieron darle su amor?

Annie siempre había creído que el amor, tomara la forma que tomase, podía alimentarse hasta convertirse en la conexión irrompible que compartían Gloria y sus hermanas. Por eso se aferraba con tanta fuerza a las personas de su vida, porque, aunque el amor cambiara de forma, seguía siendo amor. ¿O no?

Desde la noche anterior, cuando Emmitt la acusó de ser una pusilánime, Annie comenzó a preguntarse si estaba dispuesta a agarrarse a un amor a pesar de que ya no fuera sano. La conversación que mantuvo con Clark había sido de todo menos sana, y la dejó con la sensación de que la había utilizado y despreciado.

Y de nada le servía eso. A no ser que Annie colgara la bata del hospital para ser wedding planner. Nada más poner fin a la encantadora conversación telefónica con las hermanas de Gloria, Annie se dedicó a sí misma un discurso duro y motivacional, y llamó a otra persona…, esta vez para lograr su propia tranquilidad mental.

Fue Clark el que dijo que, por encima de todo, quería que siguieran siendo amigos. Bueno, pues iba a tener la oportunidad de demostrarlo. Y Annie iba a tener la oportunidad de demostrar que ser amiga de un ex no solo era posible, sino también saludable si se hacía bien.

Con miedo a echarse atrás, Annie entró en una consulta vacía y marcó el número de inmediato. Su corazón latía más rápido con cada tono, y se paró del todo cuando Clark contestó.

—Me alegro mucho de que me llames. —Tenía una voz alegre y radiante, como si la noche anterior hubiera dormido como un rey. Como si Annie hubiera sido una boba y lo sucedido en los últimos meses no hubiera cambiado nada entre los dos, algo que a ella le dolió y la confundió.

—¿Ah, sí? —Se había imaginado que la llamada sería diferente. De hecho, había elaborado una lista mental con aproximadamente diez mil cosas que hacer en lugar de llamar a Clark (como etiquetar las muestras del laboratorio, comprar dónuts para que algo le recordara a la calidez de su casa y arreglar el escape de la consulta número nueve), pero por lo visto no había sido necesario.

Annie estaba a punto de establecer unos cuantos límites, y Clark parecía estar dispuesto a escucharla.

—Pues claro. Quería disculparme por lo de anoche. Al colgar me sentí como un capullo. Tenía las emociones a flor de piel y no pensaba lo que decía. Y, como dijiste, no me esperaba ningún paciente. Solo evitaba lo inevitable.

—Creo que yo también —admitió Annie—. Lo de ayer fue una situación rara, y los dos podríamos haberla gestionado mejor. —Annie recordó lo que le había dicho Emmitt. Que fuera directa, al grano, sin margen para malentendidos—. Pero la única manera para que nos comportemos con normalidad el uno con el otro es aclarar las cosas.

Cuánta determinación, con qué confianza hablaba. Sin suavizar ni edulcorar el asunto, tan solo enunciando los hechos y verbalizando su estrategia.

—No te imaginas lo feliz que me haces —dijo Clark—. No solo me sentí como un capullo, sino que también pensé que te había decepcionado. Después de colgar, hablé con Molly-Leigh, y me aseguró que lo había gestionado fatal. Supe que debía hacer lo correcto. Así que esta mañana, de camino al trabajo, he parado en la oficina de correos.

—Ostras, Clark, qué guay. —Y qué fácil había sido—. Creía que me harías una transferencia con el dinero de las invitaciones y la fianza de la tarta, que por cierto me ha llegado hoy, muchas gracias. Pero si prefieres devolverme el resto con un cheque, a mí me parece estupendo.

Iba a necesitar un par de días más de lo previsto, y quizá el banco no procesara enseguida un cheque de una cantidad tan alta, pero el lunes mismo se tumbaría en el sofá con una botella de vino y una pizza de peperoni y aceitunas para ella solita.

—¿Un cheque? ¿A qué te refieres?

—A la fianza del salón de bodas. Me lo has mandado por correo, ¿no?

—Lo que te he enviado por correo es una invitación para la boda —le dijo, como si de repente Annie hubiera perdido la cabeza—. Lo de la fianza lo arreglamos ayer.

—En realidad, no. Dijiste que te iría mucho mejor esperar a que pasara la boda para pagarme. Yo te dije que a mí no me iba bien así. Y sigue sin irme bien. Necesito el dinero, y esta misma semana.

—Mira, a eso precisamente me refería. Tú y yo ya no somos los mismos que antes. Nunca te habías puesto así por una fianza o por un vestido. Es como si…, no sé…

—¿Como si hubiéramos roto?

—Desde que te mudaste —Clark la ignoró—, creo que ya no conectamos. Y sabes lo mucho que odio que no compartamos la misma sintonía. O sea, los dos vibramos, eso es así.

De pronto, Annie lo entendió. Ella hablaba de solucionar las cosas, de que le pagara lo que le debía para seguir con su vida, y él empleaba la primera persona del plural y palabras como vibrar, cuando entre ambos hacía meses que no había un nosotros.

—No hay ninguna sintonía, Clark. Cuando cambiaste de emisora y pasaste de Onda Todavía a Onda Melancolía, nosotros dejamos de vibrar, y por eso me molesta que no me hayas devuelto el dinero. Ya han pasado cinco semanas. Cinco semanas. Y no me pongo de ninguna manera, solo paso página. Así que invitarme a tu boda es totalmente inapropiado.

—¿Inapropiado? —Clark, por todos los santos, sonó hasta dolido—. En los últimos seis años tú has sido la persona más importante de mi vida. Eso nada lo va a cambiar.

—El anillo en el dedo de Molly-Leigh sugiere otra cosa.

—Me voy a casar. ¿Y qué? Molls sabe lo mucho que me importas —dijo, y Annie se preguntó cómo era posible que antes no lo viera tan adulador—. Algún día tú también te casarás… Eso no quiere decir que yo deje de ser tu pilar y tú el mío.

—Eso es exactamente lo que quiere decir.

—Mira, no te he cogido el teléfono para discutir. Quería decirte que ayer la cagué por no hacerte llegar la invitación como Dios manda. Nada me haría más feliz que que aceptaras compartir ese día tan especial con nosotros —dijo.

—Le has entregado tu futura felicidad a otra mujer, Clark. Lo que sientas ya no es responsabilidad mía.

—Pero has puesto tanto empeño en esta boda, Annie —siguió como si ella no hubiera dicho nada—. Te mereces disfrutar de los resultados de tanto esfuerzo. He invitado a tus padres, y creía que sabrías que esa invitación era extensible a toda tu familia, pero quería asegurarme de que quedaba claro. Te queremos en la boda, Anh-Bon.

—¿Que has invitado a mis padres? —Annie sintió vergüenza.

—Pues claro. ¿Cómo no? Maura es como una segunda madre para mí.

La traición de él le rodeaba las costillas y empujaba contra su esternón.

—Porque es mi madre. Si la invitas, ¿sabes que se verá obligada a decir que sí?

—Debería decirme que sí, y tú también. Hasta Molly-Leigh espera que vengas. Me dijo que te anunciara que te ha reservado una silla en nuestra mesa para el ensayo de la cena, y así nos pondremos al día. Te he echado de menos.

Annie cerró los ojos para que el dolor no se vertiera al exterior. La única razón por la que una mujer aceptaría que la reciente exprometida de su novio asistiera a una versión actualizada de su boda era que supiera a ciencia cierta que la ex no suponía amenaza alguna. Y aunque Annie ya no tuviera ningún interés sentimental en Clark, era doloroso saber que el amor de él había sido tan superficial que ya era insignificante.

Qué devastador que una sola palabra resumiera seis años de su vida. La relación sentimental más importante de toda su existencia era insignificante.

Intentó enfadarse, intentó visualizar a Emmitt entregándole el pósit, pero esa palabra parecía arrebatarle el ímpetu. Deseó ser la mujer que mandara a la mierda a Clark, pero de qué iba a servir cuando el amor que había sentido por él no había sido más que una parada en el camino de la vida del hombre con el que creía que iba a casarse.

Y por eso, y para pasar página, Annie decidió agachar la cabeza y escoger qué batallas librar. Estaba a punto de cumplir los treinta y no había encontrado aún la batalla adecuada. Pero sabía, sin lugar a dudas, que no era esa.

—Te deseo lo mejor, Clark, de verdad que sí, pero no pienso asistir a tu boda. Y ya no voy a ser la persona a la que recurrir para todo. Sé que duele, y mientras sigas teniendo el poder para hacerme daño, esto no va a funcionar —dijo. Se inclinó hacia delante y apoyó la frente en la mesa de la consulta—. Necesito espacio. Pasar un tiempo lejos de ti, de la boda, de mis padres, para aclararme.

Un tiempo para saber por qué no paraba de elegir a gente que no la elegía a ella. Para saber cómo había pasado de futura novia a wedding planner.

Y lo más importante: era vital que comprendiera la importante lección de vida que debía aprender para evitar volver a encontrarse en una situación parecida.

Annie rememoró la casa de sus abuelos. Y la fotografía de boda que presidía la chimenea de la sala de estar.

De niña, Annie solía esperar a que todos se fueran a dormir para entrar en la sala de puntillas y contemplar la imagen, maravillada. Creía que lo que la cautivaba era el vestido de su abuela. Con los años, Annie reparó en que era la mirada que se intercambiaban sus abuelos lo que bien valía el peligro de escabullirse de la cama.

A pesar de la antigüedad de la fotografía, la conexión irrompible entre sus abuelos seguía muy visible. Se trataba de un amor deslumbrante. Estaban hechos el uno para el otro.

Clark nunca la había mirado así. Y, siendo sincera, ella tampoco lo había mirado así jamás. A Annie le dio miedo haberse dejado envolver por la fantasía de lo que significarían para ella el matrimonio y la promesa de un futuro felices comiendo perdices.

Ya era demasiado mayor para creer en fantasías y cuentos de hadas.

Sobre todo después de haber llegado, por accidente, al perfil de Instagram de Clark, donde lo vio observar a Molly-Leigh con la misma adoración que sus abuelos en aquella fotografía. Era la prueba de que una imagen valía más que mil palabras.

O al menos cuantas necesitaba Annie para cerrar todas las puertas que la conducían a él.

En su vida ya había cerrado un montón. Para variar, le gustaría encontrarse al otro lado de una de esas puertas, cogida de la mano de alguien cuando sonase el portazo. Alguien que la mirara como el abuelo Cleve siempre miró a la abuela Hannah.

Ni Annie ni Clark dijeron nada durante un buen rato; se limitaron a escuchar la respiración del otro. El silencio no era incómodo ni tan tenso como Annie se había imaginado. Y el dolor que siempre la ataba como si de una correa se tratara, y que tiraba de ella cuando le venía en gana, se había esfumado. De hecho, no se había sentido tan liviana desde el día que Clark se arrodilló y ella le dijo que sí.

—¿Puedes dármelo? —le preguntó.

—¿Tiempo? Te doy todo el tiempo que necesites —dijo Clark con una energía renovada en la voz—. Pero no te tomes mucho. La boda está a la vuelta de la esquina y…

—Ya te he dicho que no.

—… la invitación te llegará en breve.

—Me da igual. Me has dicho que esperabas mi respuesta. Y mi respuesta, a no ser que la invitación vaya a acompañada de diez mil pavos, es un no rotundo.

—Te veré en la boda, Anh-Bon.

—Va a ser que no. —Silencio—. ¿Clark? —Pero el tío le ya había colgado—. ¡Me cago en todo!

Annie también colgó, pero de inmediato volvió a marcar su número. Le salió el buzón de voz. Cuando acabó el mensajito grabado, Annie echaba espumarajos por la boca.

—Los amigos no les piden a sus amigos que asistan a bodas robadas, Clark. Así que no, no pienso ir a la tuya. Y necesito que me devuelvas la fianza ahora. No el mes que viene, no en la boda que me has robado, ni siquiera cuando el sol ilumine el recibidor como si de mil velas se tratara. Necesito que me devuelvas el dinero esta semana, o si no…

Su móvil le anunció con un pitido que un nuevo evento se había añadido a su agenda. Annie se quedó mirando la pantalla y soltó un taco.

Boda de Clark y Molly-Leigh.

Con el ceño fruncido, Annie abrió la agenda del día siguiente y sus dedos acuñaron un nuevo evento en la pantalla.

Enviar 10 000 dólares a Annie. O llamará a tu madre.

Al poco de añadir a Clark al evento, este desapareció. Y reapareció el mismo día de la boda, con un recordatorio destinado a ella. No tuvo tiempo de chillar antes de leer el texto.

A tu suegra le encantará hablar contigo. Dale recuerdos de mi parte, Anh-Bon.

—¡No es mi suegra! ¡Y deja de llamarme Anh-Bon!

A Roma sin amor

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