Читать книгу A Roma sin amor - Marina Adair - Страница 6

Capítulo 3

Оглавление

Habían transcurrido solo dos días desde que Emmitt Bradley había dejado atrás las tres semanas de ingreso en la mejor UCI de Shenzhen, y ya empezaba a experimentar síntomas alarmantes. Las alucinaciones eran lo que más le preocupaban.

Sin lugar a dudas, esa chica era la alucinación más sexy que había visto jamás. La prefería a los insoportables dolores de cabeza. Hostia, ¿y si seguía en China y lo de despertarse y encontrar un vestido elegante y una piel bronceada dando vueltas por su casa no era más que un sueño húmedo inducido por la medicación?

No, recordaba la explosión, la fuerza arrolladora del estallido que lo había lanzado por los aires en aquel segundo sótano de la fábrica que centraba su reportaje periodístico. El trayecto hasta el hospital y las semanas siguientes le resultaban un poco borrosas, pero los sudores fríos y el dolor punzante que sintió cuando se presurizó la cabina del avión que lo llevaba a casa los tenía grabados a fuego en su memoria.

El doctor le había recomendado que no volara hasta estar preparado. Incluso le dio una lista estricta de las cosas que debía evitar en cuanto le dieran el alta:

El trabajo.

Los antojos.

El whisky.

Las mujeres.

Vale, el último punto lo había añadido él, porque si no fuera por las mujeres mandonas él no se habría quedado al margen, mientras otro acababa encargándose de la cobertura de su historia. Un tema del que no le apetecía hablar aún, y por eso había mantenido su regreso en secreto.

A lo mejor había ido a un bar y se había traído a casa a una borrachilla para comprobar si su cama era demasiado grande, demasiado pequeña o perfecta. En su estado, lo dudaba, pero no era una posibilidad que, de entrada, pudiera descartar.

La escaneó de arriba abajo de un solo vistazo. No, una mujer como ella seguro que no visitaba el Crow’s Nest en busca de rollos de una noche. Y los tíos como Emmitt nunca se abrían a algo más.

Volvió a pensar en la teoría del coma. Y si había algo que Emmitt supiera hacer mejor que nadie era poner a prueba una teoría.

—En otras circunstancias, te diría que cuantos más seamos, mejor. —Se pasó una mano por el pelo y, ¡joder!, hasta los folículos le dolían—. Pero hoy no me va demasiado bien.

El miedo que sentía Annie enseguida se transformó en desdén.

—Siento mucho interrumpir tu tranquilidad —le dijo antes de lanzarle el zapato a la cabeza—. Ahora, ¡largo!

—Dios. —Emmitt se agachó porque, alucinación o realidad, era un objeto de lo más peligroso. De un rojo intenso, con un tacón de aguja tan afilado que podría cortar el acero o, como comprobó al mirar hacia el punto de la pared en el que hacía dos segundos estaba su cabeza, clavarse en el pladur—. Ahora en serio, ¿quién lo ha organizado? —le preguntó.

—¿Cómo dices?

—Ha sido Levi, ¿a que sí? El muy santurrón… Me dijo que quedara con tías porque se me estaba a punto de acabar la suerte y terminaría saliendo con alguna chiflada monísima. —Se tomó unos instantes para observarla de nuevo, y se fijó especialmente en sus braguitas (si tenía que apostar, diría que brasileñas)—. No pareces una de esas. Pero no sería la primera vez que me equivoco.

—¿Una chiflada? —Annie agarró el mando a distancia de la mesa de centro.

—Jo, Ricitos de Oro, has pasado por alto la parte más importante y mona.

Annie se quedó donde estaba, en el umbral entre la retirada y la venganza, con el mando en alto y dispuesto a castrar al tío, y valorando su próximo movimiento.

Emmitt se le acercó, empequeñeciéndola con su altura, y entró en el combate con una mirada, en plan «ataca si tienes lo que hay que tener», que acojonaría a cualquier adulto.

Pero ella no estaba ni acojonada ni intimidada. Terca como una mula, entornó los ojos para mirarlo, y él se preguntó dónde había ido a parar el tono dócil y complaciente que había oído por teléfono. En la mujer que tenía delante no había nada de docilidad. Parecía una genia que acababa de liberarse de su lámpara. No una morena dispuesta a cumplir sus deseos. No, daba la impresión de que esta genia había acumulado rabia durante mil años y se preparaba para arrojarla sobre un pobre mortal.

—Me llamo Anh Nhi Walsh. O Annie, si es que es un nombre demasiado cosmopolita para ti.

Emmitt estaba a punto de decirle que en su pasaporte había más sellos que en casa de un filatelista, cuando Annie decidió que el pobre mortal iba a ser él.

Aferrando el mando a distancia con toda su fuerza, dio un paso atrás y sonrió. Emmitt conocía bien esa sonrisa. La había inventado él.

De hecho, era el puto amo de las sonrisas, con esos dos hoyuelos que de niño detestaba y que de mayor no paraba de explotar.

Emmitt Bradley era un camaleón titulado capaz de tranquilizar, intimidar o seducir con un simple movimiento de labios. Y la sonrisa de ella era una promesa de guerra…, dolorosa y sangrienta.

Así pues, Emmitt le regaló una de las suyas, de oreja a oreja, idéntica a la del gato de Cheshire, con la cantidad justa de amabilidad impostada para que Annie se estuviera quieta, y aprovechó la ocasión. Sin darle tiempo a reaccionar, hizo una rápida maniobra y la apretó contra la pared adyacente, las manos sujetas por encima de su cabeza.

Con un jadeo de desconcierto, Annie lo fulminó con unos ojos del tono de marrón más oscuro que Emmitt había visto.

—Suéltame —gritó, con la respiración entrecortada. Cada vez que inspiraba aire, el encaje del corsé interior de ella le rozaba el pecho a él, recordándole así que entre ambos llevaban la cantidad de tela exacta para usarla como hilo dental.

—¿Ya has acabado? —replicó Emmitt. Cuando Annie volvió a entornar los ojos, Emmitt le arrebató el mando y lo lanzó sobre una silla. Le apretó la muñeca como última advertencia—. ¿Estamos en paz?

Annie asintió.

—Te tomo la palabra. —Emmitt estudió la arruguita de tozudez de la barbilla de Annie, sus labios carnosos y esos ojos peligrosamente oscuros, sugerentes y tentadores por los que un hombre perdería el juicio. Annie significaba problemas. Y, ¡madre mía!, cuánto le gustaban a él los problemas…, casi tanto como las mujeres—. Como traiciones mi confianza e intentes lanzarme algo que no sean tus braguitas, te voy a aplastar contra el suelo. ¿Queda claro, Anh Nhi Walsh?

Ella se quedó helada al oírlo pronunciar su nombre. Y sí, a él le había encantado. Salió de sus labios más como una promesa que como la amenaza que pretendía. Pero bueno, no hay mal que por bien no venga. Lo que sus calzoncillos ocultaban le pedía que repensara su idea de alejarse de las mujeres.

—Con Annie basta. Y mis braguitas no se van a ninguna parte.

Emmitt se quedó mirándola durante un largo minuto antes de soltarle las muñecas. Pero no se movió. Podría aplastarla contra el suelo, pero estaba casi seguro de que tenía una tienda de campaña entre las piernas y no quería que se le notara más aún.

Annie debió de darse cuenta, porque sus mejillas adoptaron un rubor muy sexy.

—Pues Annie. —Emmitt miró hacia la alarma de su casa. La luz roja parpadeaba. Estaba activada—. Y ahora, ¿me vas a decir cómo has pasado por el sistema de seguridad?

Ella abrió la boca para volver a gritar —a Emmitt no le cabía ninguna duda—, así que le puso un dedo sobre los labios. Una palabra más y los martillos neumáticos que ocupaban su cabeza se abrirían paso por todo su cráneo.

—Bajito. Dímelo bajito.

—Pues he metido el código de seguridad —masculló ella entre dientes—. Tu turno. ¿Cómo has entrado tú?

—Abriendo la puerta que puse cuando compré la casa. —Hizo un gesto con la barbilla hacia la llave que colgaba de la cerradura, y fue entonces cuando reparó en el cielo estrellado que enmarcaban las ventanas. Estaba tan oscuro como cuando había cerrado los ojos hacía un rato—. ¿Qué hora es?

—Las ocho y media.

A duras penas había dormido unas pocas horas. Normal que estuviera hecho un desastre. Tenía sed, estaba cansado y necesitaba mear. Había llegado el momento de decirle a Ricitos de Oro que empezara a buscarse otra cama, porque la suya, a pesar de ser estupenda, no admitiría a nadie en todo el verano.

—Oye, ha sido muy divertido —dijo mientras se recorría la cara con una mano. Al llegar a su mandíbula, se detuvo. Volvió a tocársela y notó la barba descuidada que le pinchaba la palma—. ¿Qué día es hoy?

—Miércoles.

—Dios. —Había dormido veinte horas, no dos, y perdido un día entero.

A paso lento, se dirigió a la cocina, abrió la nevera y cogió una cerveza.

—¿Emmitt Bradley eres tú?

—Es la primera vez que oigo mi nombre como si fuera una acusación, pero sí. —Abrió la botella, le pegó un buen trago y a punto estuvo de escupir el líquido en el interior.

Deberían despedir al que hubiera pensado que (leyó la etiqueta) el kiwi combinaba bien con el lúpulo. Con una mueca, bajó la botella y se encontró delante de Annie, que se había tapado el conjunto de antes con una bata azul de médico.

—Emmitt el de «hola, Emmitt, soy Tiffany» —dijo ella con un tono de perfecta embriaguez formado por tres partes de helio y una parte de telefonista de línea erótica—. «Más te vale que me llames cuando vuelvas. Me ha tenido que soplar Levi que te fuiste sin darme más que un besito». —Annie puso los ojos en blanco y recuperó la voz grave y rasposa que a él le gustaba más—. Tiffany con y griega. No la confundas con Tiffani con i latina, que no volverá hasta que caigan las hojas de los árboles, pero quería que supieras que piensa en ti.

Reprimiendo una sonrisa, Emmitt se secó la boca con una mano y dejó la botella en la isla de la cocina.

—¿Cómo sabes tú eso?

Los pies descalzos de ella se acercaron al teléfono. Junto al aparato había una pila de pósits. Annie rebuscó un poco y levantó uno.

—Esta es Tiffany con y griega. —Se aproximó a Emmitt y le estampó la nota en el pecho desnudo—. Esta, Tiffany con i latina. —Otro golpe—. Y luego están Shea, Lauren y Jasmine.

Pam, pam, pam.

—Rachelle y Rochelle.

—Solo me has dado un golpe. —Le dedicó una sonrisa—. ¿Quién era? ¿Rachelle o Rochelle?

—Las dos —le espetó Annie—. Cuando se te llenó el buzón de voz, se presentaron aquí. Las dos juntas. —A medida que la sonrisa de él se ensanchaba, los labios de ella se apretaban para formar una fina línea—. Por no hablar de Chanelle, Amber, Ashley, Nicole, la dulce P y Diana. —Lo miró a los ojos—. Que me hizo prometer que apuntaría «Diana la salvaje». Me dijo que sabrías a qué se refería. —Esta última provocó un gran golpe.

—Au —murmuró él, pero no parecía demasiado preocupado.

—Toma. —Le dio las notas de la pila restantes.

Emmitt las fue pasando una a una para dar con el único mensaje que le importaba. En cuanto perdía el interés en ellas, las tiraba al suelo. Cuanto más avanzaba, más empeoraba su dolor de cabeza, hasta que incluso con los ojos entrecerrados se le hacía insoportable.

—¿Podrías buscar la de la dulce P? —Le devolvió las notas.

—No soy tu secretaria.

—Anda, pues esa es otra faceta de Annie que me gustaría ver. Con gafas y falda de tubo. —Soltó un silbidito, a lo que ella respondió cruzándose de brazos.

El movimiento ahora le tapaba el pecho, pero dejaba a la vista de Emmitt mucha piel más abajo. Era un conjunto bastante menos transparente que el que vestía hacía un minuto, pero casi le gustó tanto el disfraz de enfermera calentorra como el de estríper.

Casi.

—Pero es que me conformo con el mensaje de la dulce P. —Le puso en la mano los pósits que quedaban. Cuando vio que ella no los cogía, suspiró—. En serio, ¿cuánto tiempo llevas viviendo en mi casa? —Miró a su alrededor para admirar el nidito coqueto que se había montado Annie—. ¿Seis meses?

—Seis semanas.

—¿Has hecho todo esto en seis semanas?

Su cabaña, un espacio sobrio, estaba decorada con muebles minimalistas, con emoción minimalista y con esfuerzo minimalista. Solo quería vivir en una calle tranquila con vistas directas a la naturaleza. Era el único lugar del planeta en el que se relajaba y encontraba paz y equilibrio.

Y ahora no había ni rastro de esa paz. Todas las superficies estaban ocupadas por marcos de fotos o por montañas de libros viejos. Su colección de jarras de cerveza estaba escondida detrás de unas brillantes copas de vino. Y al habitual aroma a cedro lo había sustituido algún tipo de vela floral. Seguro que eran las violetas que ardían en la repisa de la chimenea, debajo de su cabeza de alce.

Emmitt parpadeó. Dos veces.

—¿Desde cuándo tengo una repisa?

Annie se encogió de hombros.

Por no hablar de su sofá, de un cuero muy masculino, hecho para ver partidos de hockey y las aventuras del superviviente Bear Grylls; ahora su sofá estaba casi oculto debajo de 137 cojines decorativos y una manta azul a juego.

Y no se trataba de un azul oscuro masculino, no. Ni de un azul de superhéroe. Qué va, la gigantesca y mullida atrocidad era del mismo azul clarito que las cajitas de las joyas por las que las mujeres se vuelven locas. Y que nadie le preguntara sobre las luces titilantes que pendían de las astas de Toro.

Como apenas había caminado erguido desde que había llegado del aeropuerto, Emmitt no había visto los cambios. Pero ahora lo asaltaban con tanta violencia que la migraña lo estaba acechando.

—No es permanente. Cuando me largue, todo se largará conmigo.

Por lo menos era sincera con los crímenes que había cometido. Otra gente, gente a la que él había conocido de primera mano, haría casi lo imposible por disimularlos.

—Pues leerme un mensaje es lo mínimo que puedes hacer por haber castrado a Toro —señaló al alce— y violado la intimidad de mis mensajes.

—Por lo visto, tu buzón de voz está lleno, de ahí que empezaran a llamar aquí. El teléfono no paraba de sonar y sonar a cualquier hora de la noche, así que me puse a anotar los mensajes. Y lo castraste tú cuando pegaste su cabeza en la pared como un trofeo. —Annie cogió el montón de pósits y buscó, sin dejar de resoplar en todo momento. Al final, le entregó una nota—. Toma. La dulce P.

—Toro no es de verdad, y fue un regalo. ¿Me lo podrías leer en voz alta? —La arruguita de tozudez de su barbilla reapareció—. No llevo las lentillas y no sé dónde he puesto las gafas —le mintió.

Con un suspiro de exasperación, Annie agarró la nota.

—Te ha llamado un millón de veces (sus palabras, no las mías) sobre el vestido que necesita sí o sí. También sus palabras, no las mías. —Para alivio de Emmitt, Annie no se había puesto a interpretar a una telefonista de línea erótica—. Te reserva el primer baile para ti. Qué mona. —Levantó la mirada—. Pero me apuesto lo que quieras a que a Tiffani no le hará ninguna gracia ser la segunda.

«Mierda». Llevaba mucho tiempo esperando con ganas el baile, y le daría mucha rabia habérselo perdido.

—¿Te dijo cuándo era el baile?

—No. Oye, ¿algo más? ¿O también quieres que te cante su número?

—Ya me lo sé.

—¿Te sabes el número de todas? —Annie lo miró fijamente.

—No. —Emmitt sonrió—. Solo el de la dulce P.

El de Paisley era el único que le importaba.

—Quizá deberías decírselo a las demás, para que dejen de llamar. La ambigüedad lleva a malentendidos —dijo Annie, con tono pretencioso.

—Los prejuicios, también —le respondió sin mayor explicación, impresionado por su habilidad para poner una mueca acusadora y arrepentida al mismo tiempo.

No era culpa de él que Annie hubiera sacado sus propias conclusiones. Emmitt se había esforzado muchísimo para asegurarse de que, en lo que a la persona más importante de su vida se refería, jamás hubiera ni un solo malentendido: Paisley Rhodes-Bradley era su mundo. Una maravillosa sorpresa en forma de hija que le había robado el corazón.

—¿La mujer que ha secuestrado un vestido de boda me va a juzgar a mí?

—¡Es. Mi. Vestido! —Volvió a estamparle el mensaje en el pecho.

—Eso has dicho antes. Pero no creo que Clark lo haya pillado. —Cogió un pósit en blanco y se lo pegó en la clavícula—. A lo mejor se lo tendrías que escribir.

Annie se quedó observando la nota antes de mirarlo a los ojos con las cejas arqueadas. Ninguno de los dos cedió un milímetro, hasta que la tensión entre ambos se volvió feroz. Y entonces ella sonrió, una sonrisa en plan «que te den» que, curiosamente, era muy excitante.

—Muy buen consejo, Emmitt. —Cogió un bolígrafo, garabateó unas palabras y le enseñó la nota.

—¿«Vete a la mierda»? —leyó con una risilla—. Sencillo, directo, sin ninguna posibilidad de malentendidos. Te lo apruebo. ¿Necesitas un sobre y un sello?

—Te lo he escrito a ti. —Intentó pegárselo en la frente, pero era demasiado bajita, así que se conformó con estampárselo en el mentón. La barbita descuidada de él era un rival demasiado poderoso para el pegamento, y los dos vieron cómo la nota aleteaba hasta el suelo—. Eso no se lo diría nunca a un amigo.

—Pues deberías probarlo. Porque a mí me da la impresión de que muy buen amigo no es.

—Solo porque resulta que no es para mí no significa que sea mal tío —dijo para intentar defender algo que, para Emmitt, era indefendible. Pero él había aprendido a base de palos, y ella iba a tener que llegar a esa conclusión por su cuenta.

—Yo solo digo que es imposible ser amigo de un ex.

—¿Y qué me dices de todas esas? —Annie señaló la montaña de pósits—. A mí me han parecido de lo más amigables.

—No son ex. Son amigas. —Levantó una ceja y ella le golpeó en la mano, tirando al suelo las notas que él tenía en la mano.

—Y ¿por qué no llamas a una de ellas y le preguntas si quiere compartir su cama contigo? Porque yo no quiero, y la tuya venía incluida en el contrato de alquiler.

Emmitt se ahogó con las burbujas residuales que le atestaban la garganta.

—¿Cómo?

—Oh, sí —ronroneó Annie—. Si quieres, te escribo qué día vence el contrato. Así sabrás cuántas amiguitas necesitas haciendo cola. Te lo leo en voz alta y todo.

Emmitt casi nunca estaba más de unas pocas semanas en Roma. De hecho, desde que compró la casa, una década atrás, había pasado más tiempo viajando por trabajo que en su cabaña. Por eso a veces la alquilaba como destino rural en Airbnb, y dividía los beneficios con su amigo Levi, que se ocupaba de todo mientras él estaba fuera.

—¿Cuántos días de vacaciones te quedan? Unos cuantos arrumacos por las mañanas no estarían nada mal. Incluso te dejo que seas la cuchara grande.

Annie avanzó hasta casi pegarse al cuerpo de él, piel con piel.

—Seguro que a Tiffany no le importa hacer la cucharita contigo. Pero ten cuidado. A ver si se convierte en una chiflada monísima.

—Me voy dentro de unas semanas. —En cuanto consiguiera que un médico le diera el alta para volver al trabajo. Su editora estaba resuelta a seguir las instrucciones al pie de la letra. Sin la autorización de un médico no le asignaría nuevos reportajes. Y tampoco podría retomar ese durante cuya investigación terminó herido.

Carmen era el ejemplo perfecto de por qué los ex nunca debían seguir siendo amigos. Ya habían pasado tres años y todavía le echaba en cara que él hubiera pasado página más rápido de lo que la Guía para romper con una novia consideraba respetuoso.

—Que tengas una feliz estancia en Roma. —Annie cogió la botella de cerveza de la cocina—. A mi contrato aún le quedan cuatro meses y no pienso marcharme.

Dicho lo cual, paseó el culo hasta el dormitorio.

—Me lo he pasado muy bien —exclamó antes de dar un portazo, y Emmitt oyó cómo cerraba la puerta con pestillo.

A Roma sin amor

Подняться наверх