Читать книгу A Roma sin amor - Marina Adair - Страница 7
Capítulo 4
ОглавлениеSeptiembre estaba que trinaba. El aire era tan denso que Emmitt se ahogó por la humedad con una sola inspiración. Lo interpretó como una señal de que la Madre Naturaleza estaba menopáusica y que su viaje de vuelta a casa iba a ser una sucesión de sofocos con sudores nocturnos intermitentes y arrebatos impredecibles.
Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y contempló la casa blanca y amarilla del otro lado de la calle. La casona de estilo Cape Cod era de lo más familiar, con un encantador porche delantero, bicicletas a juego, un buzón diminuto y un Subaru que desprendía tanta energía de coche de mamá que a cualquier soltero con amor propio le produciría urticaria. No tenía nada que ver con el bungaló que él había comprado unas manzanas más allá.
Era la clase de hogar que llevaba escrito «familia feliz» de los cimientos al tejado.
Emmitt jamás había sentido esa sensación de formar parte de algo hasta el día que conoció a Paisley.
Le bastó mirarla una sola vez para que todo su mundo cambiara por completo. Emmitt cambió. Convertirse en un papá de Instagram surtía ese efecto. Y cada día que pasaba iba cambiando más y más. Tan solo esperaba cambiar al ritmo que Paisley merecía.
En lugar de llamar a la puerta principal, se quedó plantado en la acera, sudando a mares debajo de una sudadera y una gorra, con pinta de acechador que estudiaba el terreno. Al día siguiente, su sigilosa vuelta a casa aparecería en la primera página del periódico matutino, y Emmitt quería que Paisley se enterara por él. Y por eso estaba allí y no forzando la puerta de su dormitorio y metiéndose en la cama con su respondona inquilina.
Emmitt ignoró el sudor que le empapaba las cejas, que nada tenía que ver con la Madre Naturaleza, y recorrió el caminito empedrado hacia la puerta de un rojo potente. En el centro lucía una guirnalda de girasoles, unas luces brillantes adornaban la barandilla del porche y forraban cada una de las columnas, y sobre la pared cubierta de madera una placa de bronce rezaba: «La familia Tanner».
Emmitt lo leyó; aunque habían pasado diez años, seguía sin asimilarlo.
Se llevó la palma de la mano hacia los ojos, ignoró cuánto le escocían e introdujo el código de la puerta. El cerrojo se abrió y le dio paso al interior. Valoró la posibilidad de colgar la chaqueta junto a las demás, alineadas impecablemente cada una en su gancho correspondiente del perchero. Y entonces recordó cómo irritaba a Gray que hubiera ropa de gente «de fuera» junto al tapizado del recibidor, y se le ocurrió una idea mejor.
Con una sonrisa, Emmitt lanzó la chaqueta al sofá y la gorra dio vueltas sobre su cabeza. No se quitó las zapatillas, pero dio una patada para que la hojita que se le había pegado al talón derecho fuera a parar de pleno al centro de la mesita del café. Satisfecho con su obra, caminó por el recibidor hacia las voces que salían de la cocina, resuelto a pisar con fuerza sobre el parqué, recién pulido.
En casa de los Tanner, los domingos se dedicaban al fútbol, a la barbacoa y, en cuanto Paisley se hubiera acostado, a unas cuantas partidas de póquer. Y aunque se hubiera perdido el banquete, las maldiciones y protestas que oía de la cocina le sugerían que había llegado justo a tiempo para jugar a las cartas.
Fieles a la tradición de los Tanner, sus amigos estaban inmersos en una partida de póquer con unas apuestas altísimas en la que, por lo visto, la masculinidad de alguien estaba en tela de juicio.
—Serán solo unas cuantas horas —dijo Gray con las cartas en la mano y haciendo un superesfuerzo para poner cara de póquer. Para ser un tío cuya profesión incluía dar noticias de vida o de muerte, tenía más tics que un paciente con TOC en unos lavabos públicos—. Ya sabes lo importante que es el comité del baile para Paisley.
—El club de ciencias también era importante para ella, y por eso me pasé buena parte del año pasado tejiendo jerséis para los pingüinos de Nueva Zelanda. —El que había hablado era el cuñado de Grayson, Levi Rhodes. Un tipo honesto, una leyenda de los mares retirada que ahora era el propietario del puerto deportivo de Roma y del bar y el asador anexos, y también el mejor amigo de Emmitt. Y la razón por la cual él tenía a una mujer semidesnuda durmiendo en su cama—. Yo ya he cumplido. Te toca, chaval.
—Cuando me dijo que me había apuntado para ayudar con las decoraciones del baile, olvidé por completo que mañana es mi único día libre —dijo Gray, y Emmitt se habría ofrecido a ayudar a un amigo en apuros… Si alguno de los dos se hubiera molestado en recordarle que el baile en cuestión era este mes, claro. Vale, sí, estuvo varias semanas incomunicado, pero un correo electrónico habría sido un bonito detalle. Así que se quedó junto a la puerta de la cocina, a la espera de que se dieran cuenta de su presencia—. Tengo planes —añadió Gray.
El Dr. Grayson Tanner era tan solo unos años mayor que Emmitt, pero actuaba como si fuera el abuelo del grupo. Era un hombre equilibrado, tradicional y algo estirado, y luchaba para ganar el premio de Padrastro del Año. Le encantaba dar largos paseos por la playa, coleccionar conchas y elaborar detalladas listas de la compra con un código de colores en función de las categorías. Era un maldito héroe de la zona, y el bombón más deseado por todas las solteras del pueblo.
Aunque Gray no estaba para nada interesado en tener una cita: hacía cuatro meses que había perdido al amor de su vida. A Emmitt no le sorprendería si jamás volvía a posar la mirada en otra mujer.
—¿Con quién? ¿Con una botella de vino? —Levi separó dos cartas y las colocó boca abajo sobre la mesa antes de coger dos más del mazo.
—He quedado con tu madre, mi suegra.
Levi lo miró a los ojos por encima de las cartas.
—¿Va todo bien?
—Es para ponernos al día. —Gray se encogió de hombros—. No nos hemos visto desde…, en fin, desde el funeral de Michelle.
—¿Quieres que hable con ella?
—No necesito que me lleves de la manita —dijo Gray sin cambiar ni una sola carta—. Lo que necesito es que encuentres a alguien que te cubra en el bar para que vayas con Paisley a la reunión y después la traigas a casa.
—Que no puedo. —Levi se echó hacia atrás y se crujió los huesos del cuello de lado a otro. Era un auténtico armario, con más tatuajes que dedos. Y por su pelo rapado y su actitud de malote, la gente a menudo creía que era un boxeador y no un fabricante de barcos que construía lujosos veleros tallados a mano a partir de unos tablones de madera—. Mañana juegan los Patriots, y eso quiere decir que en la barra del Crow’s Nest no sobra nadie. Sé que es una noticia sorprendente, dada la gran cantidad de noches libres que tengo —añadió con condescendencia—, pero estaré currando en el bar y vigilando a mi nueva camarera. Es decir, que tú harás las decoraciones y de canguro.
—¿No te puede sustituir nadie? —Gray añadió tres fichas al montón—. Yo voy.
—¿Desde cuándo necesita canguro una chica de quince años? —dijo al fin Emmitt al entrar en la cocina.
Las dos miradas anonadadas se clavaron en él. La de Levi, acusadora; la de Gray, cabreada.
«Ay, hogar, dulce hogar».
—¿Qué coño haces ya aquí? —le preguntó Levi, al mismo tiempo que Gray decía:
—¿Llevas zapatos en mi casa? ¿Para qué crees que está el estante para zapatos de la entrada? Si hasta he puesto un cartelito encima para que no lo olvides.
—Ah, es que no lo he olvidado. —Emmitt abrió la nevera y la luz del frigorífico le provocó un dolor agudo detrás de los ojos—. He pisoteado tu parterre al entrar.
—No llamas, no escribes, tan solo apareces por aquí y te bebes mi cerveza —dijo Gray.
Durante esos días, el agua había sido la única droga de Emmitt. Una cerveza fresquita no sonaba nada mal después de la mierda que había bebido en su casa, aunque resultaba incompatible con el analgésico para calmar a un elefante que se había tomado antes de salir de la cabaña. Le quitó el tapón a la botella de agua, la vació casi entera de un solo trago y volvió a dejarla en su sitio. Antes de cerrar la nevera, cogió una segunda.
Todavía sufría las consecuencias del jet lag. Un jet lag que, según los médicos chinos, duraría entre tres y un número indeterminado de semanas, en función de la suerte que tuviera. Su pasado más reciente sugería que la diosa fortuna era una guarra muy vengativa.
—Ahora en serio, ¿qué haces en casa? —insistió Gray.
—Yo también me alegro de verte. —Emmitt cogió una silla de la cocina y se sentó a la mesa—. China ha sido espectacular, por cierto. El viaje de vuelta ha resultado un pelín turbulento, pero aquí estoy, sano y salvo, gracias por preguntar. —Se giró hacia Levi—. Sigue apostando. Tiene una mano de mierda.
—Que me mires las cartas y luego se lo soples está muy mal. —Gray se levantó—. Por eso odio jugar con vosotros.
—Te encanta jugar con nosotros —dijo Emmitt—. Para tu información, cuando tengas una mano de mierda no te lo creas tanto. Si no, todos deducen que tienes una mano de mierda.
—Abandono. —Gray tiró las cartas sobre la mesa y se dirigió al horno. Regresó con una bandeja enorme con pollo y lo que olía a la receta de los macarrones con queso de Michelle.
El delicioso aroma a queso fundido hizo que a Emmitt le rugieran las tripas. En el viaje de vuelta no había comido más que unas bolsitas de cacahuetes y una barra de proteínas. Y de eso hacía ya treinta y pico horas.
—¿Hay más en el horno? —le preguntó Emmitt.
—No.
—¿Y otro tenedor?
Gray lo miró a los ojos. Ningún rastro de humor en su cara.
—Si hubieras llamado para decirnos que habías vuelto, habría preparado más.
—¿Y también me habrías recordado que el baile de padres e hijas era este mes? —Cuando los otros dos intercambiaron una mirada de culpabilidad, Emmitt añadió—: Recibí un mensaje de un vestido que cierta personita necesitaba sí o sí.
—¿Habría servido de algo que te lo dijera? —le preguntó Gray—. Seguro que en breve volverás a marcharte varios meses por algún otro tema de actualidad.
«Madre de Dios, ¿qué mosca le ha picado?».
—Joder, pues sí, claro que habría servido —dijo Emmitt—. Es el baile de padres e hijas. Yo soy su padre. Por lo tanto, tendría que haberlo sabido, porque soy yo el que la llevará.
Por algo se llamaba Paisley Rhodes-Bradley, por los clavos de Cristo. Emmitt conoció a la madre de Paisley cuando se mudó a Roma para ir al instituto. Tenía doce años, Michelle dieciséis y era la hermana de su mejor amigo. Pero no fue hasta que Emmitt volvió a casa tras la universidad cuando esos cuatro años ya no supusieron una diferencia tan grande. Michelle acababa de salir de una relación y quería recuperarse, y Emmitt quería vivir una de sus fantasías adolescentes.
Parecía el momento perfecto.
No necesitaron más que un beso para sellar sus destinos. Un beso que llevó a un sofocante fin de semana de verano que pasaron juntos en una playa desierta, durmiendo en una tienda de campaña y bañándose en el Atlántico. Los dos eran conscientes de que solo disponían de aquel fin de semana, así que lo aprovecharon de principio a fin.
Emmitt no volvió a saber nada de Michelle hasta seis años más tarde, cuando cubría un atentado con bomba en el metro de Berlín. Había sido madre. Y estaba casi segura de que Paisley era hija de él.
Cuando Paisley nació, Michelle creyó que el padre era el novio con el que lo había dejado justo antes de ese fin de semana mágico con Emmitt, así que decidió criar a su bebé como madre soltera. Sin embargo, cuando una prueba de paternidad confirmó que el padre de Paisley no era el que aparecía en el certificado de nacimiento, Michelle enseguida le mandó un correo a Emmitt. Él compró el primer billete disponible, con un anillo en el bolsillo, dispuesto a hacer lo correcto.
Pero Michelle ya mantenía una relación estable con otro hombre. El doctor bombón había entrado en escena unos años atrás y se había arrodillado antes que él.
Aunque eso no importaba. Emmitt solo tuvo que ver las cejas marrones y los hoyuelos adorables de Paisley para saber que no necesitaba los resultados de las pruebas. Sin lugar a dudas, el hada pequeñita con zapatillas de fútbol y una sonrisa capaz de sanar al mundo entero era cien por cien suya.
De un día para otro, Emmitt se había convertido en el papá de una chiquilla de cinco años.
Pero Paisley no venía sola. No se iría a ninguna parte sin su madre ni sin los dos hombres de su vida, el tío Levi y el padrastro Grayson, quienes ya habían reclamado con fuerza su porción del universo de la pequeña.
Como Emmitt había sido el último en llegar, seguía peleándose por el lugar que por derecho merecía en la familia y en la vida de Paisley.
—Siguiendo la misma lógica —le explicó Gray—, me gustaría que quedara constancia de que, ya que a mí me presenta como su padre y a ti como su papá, lo más lógico es que sea yo quien vaya con Paisley al baile de padres e hijas.
—¿Que quede constancia? —se rio Emmitt—. No es una autopsia, doctor. Es el baile de mi hija. Y mi nombre en el certificado de nacimiento manda tu lógica científica al garete.
—Pues queda la mía —interrumpió Levi—. Ha nacido y crecido siendo una Rhodes. Y también me gustaría puntualizar que yo estuve en su vida antes de que alguno de vosotros se dignara a aparecer.
Decir que la situación de la familia era complicada sería quedarse cortísimo.
—Levantad la mano si habéis cambiado un solo pañal —siguió Levi.
Gray empezó a levantar la mano, y Levi lo fulminó con la mirada.
—Pañales de Paisley. Los de tus pacientes no cuentan.
Grayson se cruzó de brazos.
—¿Quién conducía por todo el pueblo hasta que se dormía? —Levi miró a su alrededor. Solo él había alzado la mano—. ¿Nadie más? ¿Quién le dio el desayuno por la mañana y a quién le vomitó la leche de su hermana en toda la cara? ¿Quién le ha sonado los mocos con la ropa del trabajo? ¿A quién le ha dado una patada en los huevos?
Las tres manos se levantaron al oír la última pregunta.
Levi meneó la cabeza y soltó un bufido, para nada impresionado.
—Cuando os la dio ya caminaba. Vosotros veréis. —Levi bajó la mano—. Yo lo único que digo es que, si hay alguien con el derecho de llevar a Paisley al baile, ese soy yo.
—Y una mierda. —Gray se levantó, subiéndose a su tarima de creído—. Depende de la calidad, no de la cantidad. Yo soy el que la ayuda con los deberes, el que le da la mano cuando le ponen una vacuna, el que le seca las lágrimas, el que asiste a las reuniones del AMPA, el que la lleva en coche…
—Porque eres un pésimo jugador de póquer —observó Levi.
—Soy el que está todos los días en la trinchera. —Gray terminó con tal altanería que a Emmitt le sorprendió que no saltara encima de la mesa y soltara el micro.
—O sea, el típico soso al que nadie quiere invitar a un baile —bromeó Emmitt.
Gray no se rio. De hecho, estaba más serio de lo normal.
—Soy el que está con ella todos los días, pase lo que pase.
En opinión de Emmitt, Gray no había pretendido que sus palabras fueran tan incisivas, pero estaba claro que le habían dejado huella.
Cuando Emmitt estaba en Roma, se cargaba el equilibrio natural de las cosas. Sabía que por ahora lo habían aceptado en el redil. Tampoco era un secreto que, cuando se iba a cubrir algún suceso, las vidas de todo el mundo se volvían muchísimo menos complicadas. Paisley no debía elegir en qué casa dormir. No iba a tener que correr antes de entrar a clase porque se había dejado los deberes en casa de Gray. Y no era necesario que dividiera su atención entre sus tres padres.
Gray siempre le daba la lata con que renunciara a más propuestas de reportajes de las que aceptaba y para que pudiera estar más en casa. Qué fácil resultaba opinar cuando tu trabajo reducía tu radio de acción a una sola manzana.
Emmitt había renunciado a muchas cosas en los últimos años. Al morir Michelle, quiso renunciar a más aún. Incluso le había propuesto a Paisley que se mudase con él. Para su desilusión, el psicólogo de su hija coincidió con Gray en que lo mejor era que ella viviera en el único hogar que había conocido.
Otro sueño que Emmitt había enterrado aquel día. El padre a todas horas no iba a ser él. Aquel honor recaía sobre Gray. Por tanto, Emmitt recuperó su rol de papá enrollado, el que entrevistaba a estrellas, el que hacía regalos extravagantes e indulgentes, y volvía a casa fines de semana y vacaciones aleatorios.
Era una mierda. Una bien gorda. Pero Emmitt era incapaz de hacer algo que le arrebatara la felicidad a su pequeña, aunque eso implicase compartir su educación con un tipo que era el paradigma del Papá del Año. Y con un tío que se erigía como el modelo de padre con el que debía compararse todo proyecto de progenitor.
Cualquier chica debería sentirse afortunada al tener tantísimo amor a su alrededor.
—No me costaría tanto estar con ella si no te empeñaras en mantenerme alejado de todo lo que ocurre. ¿Un ejemplo? Pues veamos… El baile de padres e hijas.
—He estado un poco distraído. Hace solo cuatro meses que enterré al amor de mi vida, y es el primer gran acontecimiento sin Michelle —susurró Gray—. Déjamelo a mí. A Michelle le habría gustado así.
Un largo silencio se instaló sobre la mesa.
—¿Vas a jugar la carta del viudo? —dijo al fin Levi.
—¿Ha funcionado? —Gray esbozó una lenta sonrisa.
—Ni de coña —respondió Levi, y los tres se echaron a reír.
—A Michelle le habría encantado vernos —dijo Emmitt—. Como si fuéramos un grupito de viejas que discuten sobre su carné de baile.
—Sí, le habría encantado. —Gray recobró la seriedad, igual que los otros dos.
De repente, el duelo que experimentaba cada uno de ellos se adueñó de la situación y les pesó hasta el punto de dificultarles la respiración.
Michelle fue el último pensamiento de Emmitt cuando explotó la fábrica china que investigaba como periodista. Era el pegamento que los unía a todos, la fuerza amable de la familia, y la única persona que nunca ponía a parir a Emmitt por ser Emmitt y perseguir una historia.
Levi perdió a su hermana, Gray a su alma gemela y Emmitt a la única persona que jamás lo había juzgado.
Y ¿Paisley?
Dios, Paisley no había perdido solo a su madre. Había perdido a su mejor amiga, a su consejera, a su defensora. El amor más esencial de su vida, con el que los demás amores iban a tener que rivalizar. Era una pérdida profundamente espiritual y Emmitt empatizaba con ella. Por eso, cuando lo trasladaron al hospital, se juró que Paisley no iba a perder a dos padres el mismo año.
Sabía lo desolador y lo doloroso que era perder a un padre. Su madre murió cuando él era un poco más joven que Paisley. Su padre se volvió introvertido, taciturno, y casi nunca soltaba la botella el tiempo suficiente como para comprobar que Emmitt estuviera bien…, y mucho menos para llenar la nevera ni llevarlo a clase en coche. El día que se colocó delante del agujero del cementerio, Emmitt enterró a su madre y a su infancia a la vez.
Cuando perdieron a Michelle, pues, se prometió hacer lo imposible para que Paisley no tuviera que crecer más rápido de lo necesario.
—¿El tajo que tienes en el brazo está relacionado con tu inesperado regreso? —Gray señaló el pedazo de piel arrugada por unos puntos recientes que asomaba bajo el puño de la camisa de Emmitt.
Él se bajó la manga.
—En la fábrica que estaba investigando hubo un pequeño incidente y me quedé atrapado entre varias planchas extraviadas de hormigón.
Reprimió el instinto de bajarse la visera de la gorra. Lo último que quería era que se fijaran en el corte que tenía en la cabeza. No si lo que deseaba era que el siempre prudente Dr. Grayson le diera el alta, la última condición que Emmitt necesitaba para que Carmen lo mandara de vuelta al campo de batalla. Gray no tenía por qué saber nada acerca del bloque de hormigón del tamaño de un meteorito que le hizo perder el conocimiento.
—Según la CNN, ese «pequeño incidente» derribó la fábrica entera —lo corrigió Gray.
—Ya sabes cómo exageramos los periodistas para ganar audiencia.
—Es lo que me dijo Carmen. —Mientras hablaba, los ojos de Gray no se apartaron de Emmitt ni un solo segundo—. Cuando no supimos nada de ti, llamé a tu trabajo. Según tu editora, por fin habías conseguido lo que merecías. Según Paisley, estabas disfrutando del viaje.
—Ay, si te importo y todo —bromeó Emmitt, sorprendido por lo mucho que le había afectado que Gray hubiera llamado para saber de él. Al despertarse en el hospital, vio que tenía varios mensajes de Paisley, pero ninguno de Levi ni de Gray. Emmitt no había contactado con ellos. El bienestar mental de Paisley le impidió avisar a los suyos.
Normalmente, a su pequeña ya le costaba dormir. No necesitaba visualizarlo a él maltrecho en una cama de hospital cuando cerrara los ojos. De ahí que mantuviera un hilo de mensajes con ella —con memes divertidos, fotos de China, los últimos vídeos del gato Maru—, sin mencionar en ningún momento la gravedad de sus heridas.
—Le dije a P que no eran más que…
—Arañazos y rasguños —lo interrumpieron los dos al unísono. Y entonces Gray añadió—: Eso comentó.
—Un arañazo. —Emmitt se señaló un brazo, antes de enseñarles el otro codo—. Y un rasguño. Lo demás quería contárselo en persona. ¿Está durmiendo?
—Está pasando la noche en casa de Owen —dijo Levi, refiriéndose al mejor amigo de Paisley.
—¿Entre semana? —quiso aclarar Emmitt. O sea, que los tres estaban preocupados por que una chica de quince años se quedara unas horas sola en casa después de clase, pero no había ningún problema con que pasara la noche en casa de un chico…, y entre semana, ni más ni menos.
¿Acaso era el único de los tres al que le inquietaba que el mejor amigo de su hija fuera un chico? Sí, sabía de sobra que Owen era el mejor amigo de Paisley desde que ambos llevaban pañal. También sabía que la madre de Owen había sido la mejor amiga de Michelle y que protegería a Paisley como si fuera su propia hija.
Pero muchas cosas habían cambiado entre ellos. La más importante, el tóxico nivel de sus hormonas, que arrastraría hasta al adolescente más centrado a perder la cabeza… y la ropa. Ahora estaban obligados a dormir en habitaciones separadas, así que a Emmitt no le importaba. Pero en cuanto Owen empezara a ver a Paisley como una chica, iban a tener que organizar una reunión de emergencia sobre la abstinencia, con Owen en primera fila.
—Mañana entran más tarde. Hay una especie de reunión de los profesores del distrito —le contó Gray, como si ese detalle fuera a mejorar la situación—. ¿Quieres que la llame y le diga que estás aquí?
—No, si quisiera que alguien la llamara, lo haría yo —dijo Emmitt, preguntándose cuán desconectado creían los otros dos que estaba de los asuntos que concernían a su hija—. Mañana le daré una sorpresa.
—Se pondrá triste porque no la has avisado —dijo Gray—. Pero tú decides.
Él decidía, sí. Y decidió esperar a que desapareciera la sensación de que la cabeza se le iba a partir por la mitad. Y a no ser él el causante de que la noche entre «amigos» acabase antes de tiempo.
—Un placer, chavales. —Emmitt se levantó y quiso estirarse, pero se detuvo cuando un dolor desgarrador le recorrió el costado derecho. Disimuló el jadeo con un bostezo y añadió—: Me voy a casa a dormir unas cuantas horas más.
—¡Hostia! —Levi también se incorporó—. Que te vas a casa. A casa, a tu casa. ¿Cuándo has llegado? Anda, dime que has venido directamente hacia aquí.
A Emmitt se le escapó una carcajada. Al recordar al bellezón de ojos marrón salvaje que dormía en su cama, supo a ciencia cierta por qué su amigo estaba buscando entre los contactos de su móvil con tanta ansiedad.
—No. Antes he conocido a mi compi de litera.
—Me cago en todo. —Levi se llevó las manos a la cabeza y los dedos a las sienes. Apretó con fuerza sobre las profundas marcas de cansancio de su rostro—. De verdad que quería mandarte un correo, pero estos días han sido una locura. Entre que procuraba que el puerto funcionara a tope y me aseguraba de que el bar siguiera abierto, no he tenido ni un segundo libre. Y cuando Gray me contó que había preaprobado a una inquilina para tu casa, la acepté. Es que no he tenido tiempo de ponerme con mi barco desde…, bueno, desde lo de Michelle.
La mezcla de complicados sentimientos que llevaban unos cuantos meses macerándose en el estómago de Emmitt se intensificó y se expandió hasta que el mero hecho de respirar fue un doloroso recordatorio de que los agujeros que había dejado la ausencia de Michelle iban mucho más allá de las simples emociones. Y todos procuraban llenar el vacío a su manera.
—Inquilina —afirmó Gray con rotundidad—. A no ser que hayas comprado una litera, no es tu compañera de litera, ni de cama, ni siquiera de piso. Y que te quede bien clarito que es una persona a la que jamás debes ver desnuda. ¿Entendido?
Emmitt se quedó pensativo, y sonrió.
—¿Y ella a mí?
—¡No! —saltaron los dos al mismo tiempo.
—Pues la cosa va a ser más difícil de lo que parecía… —Emmitt se golpeó la barbilla con un dedo, con la esperanza de relajar el ambiente—. Pero me gustan los retos. Me obligan a ser creativo.
—No, no, no —dijo Gray—. Annie es zona prohibida para ti.
—¿Desde cuándo te has convertido en un poli del amor? ¿Ahora me vas a decir dónde mear?
—Si así evito que mees encima de mis planes, sí —respondió Gray, muy firme—. Como ya has oído, Levi está ocupado y yo he estado hasta arriba con nuevos pacientes desde que se jubiló el Dr. Smith, por no hablar de la ayuda que presto en Urgencias. Annie es mi médica asociada temporal y, hasta que Denise vuelva de la baja de maternidad, es el único motivo por el que puedo ir a recoger a Paisley al instituto.
—Ya iré a recogerla yo. ¿Qué pasa? —dijo Emmitt al ver la mueca de incredulidad de sus amigos—. Sale a las tres…
—A las dos.
—A las dos. Y estoy aquí. Si puedo llegar un poco antes y todo… Y hablar con alguna mami del AMPA buenorra mientras espero. No será tan duro, ¿no?
—Las mamis del AMPA buenorras son un mal camino para un padre —dijo Levi—. Hazme caso, no quieras meterte en ese berenjenal.
—Vale, pues evito a las madres y llevo a Paisley a casa. Ya que estoy aquí, puedo encargarme de eso y todavía me sobrará un montón de tiempo para seguir conociendo a Anh. —Emmitt se obligó a sonar más relajado de lo que se sentía. Le encantaría pasarse las tardes ayudando a Paisley con los deberes, preparando la merienda para después de clase, dando pataditas al balón de fútbol. Conocer a Anh tampoco iba a ser un trabajo demasiado duro, aunque lo había añadido básicamente para tocarle las narices a Gray.
—¿Durante cuánto tiempo? —Cuando Emmitt empezó a argumentar, Gray lo hizo callar levantando la mano—. Ahora estás aquí, y eso es genial. Pero dentro de unas cuantas semanas, cuando te aburras o te asignen un nuevo trabajo y te vayas a Siberia, nos quedaremos sin nadie que recoja a Paisley en el instituto. Porque te irás, y Annie se habrá largado aunque le digas a las bravas que no quieres nada serio. Porque los tres sabemos que, en lo que a mujeres se refiere, todas creen que serán la que te haga pasar de trotamundos a esposo. Y no lo hará. Le romperás el corazón y se marchará. Yo me quedaré sin médica asociada y sin tiempo, y la que sufrirá las consecuencias será Paisley.
—Annie está pasando una mala racha —añadió Levi—. Ha venido aquí a juntar las piezas de su vida. No a que le pisotee el corazón un tío que solo está de visita.
—¿De visita? —bufó Emmitt—. Que tengo una casa aquí, joder.
—Una casa en la que paso yo más tiempo enseñándola a posibles inquilinos que tú durmiendo —puntualizó Levi—. Para andar sobre seguro, ¿por qué no te quedas en mi barco?
—¿Y oír tus ronquidos toda la noche? —Emmitt sacudió la cabeza—. Gracias, pero no eres mi tipo.
—Annie tampoco, y los dos lo sabemos —dijo Gray, dando fe de lo poco que conocía a Emmitt.
Annie estaba total y absolutamente en forma, y tenía una lengua afilada y unos labios suavecitos; su tipo, en definitiva. Y por eso él procuraba mantenerse alejado de mujeres como ella. No era culpa suya que el destino tuviera un sentido del humor tan retorcido.
No sabía a ciencia cierta qué le ocurría a la vida sentimental de Annie, pero, por lo que había oído, podía imaginárselo. Y le tocaba los huevos que sus dos mejores amigos lo compararan con un tío como Clark. Emmitt nunca había engañado a ninguna mujer. Era claro y directo con lo que buscaba y con lo que podía dar.
Las mujeres conocían el marcador antes de que él iniciara la segunda ronda.
—Sé que lo que Annie y yo hagamos no es asunto tuyo —dijo Emmitt, y le encantó que Gray se crispara—. También sé que es una mujer capaz de tomar decisiones por sí misma, aunque tú pienses lo contrario. Y estaré encantado de contarle cuánto te preocupa su capacidad para navegar por el mundo sentimental, doctor.
—Déjala en paz. Vete con cualquiera del pueblo, pero no con Annie —dijo Gray, y Levi meneó la cabeza—. ¿Qué pasa?
—Tío, que acabas de plantearle un reto —dijo Levi.
—Reto que acepto. Recogeré a Paisley a las dos.