Читать книгу A Roma sin amor - Marina Adair - Страница 4

Capítulo 1

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En el momento en que Anh Nhi Walsh se puso el vestido de novia y notó cómo la seda, que debía de tener unos ochenta años, bailoteaba sobre sus caderas, supo que había habido un error.

Un error tan terrible que ni todo el chocolate del mundo podría arreglarlo.

Annie acababa de terminar un turno de treinta y seis horas, por lo que su cerebro iba al ralentí, pero cuanto más tiempo pasaba sobre sus Jimmy Choo plateados y con el maquillaje del día anterior, más claro le quedaba que ni el mejor sujetador push-up iba a solucionar lo evidente.

Aquel no era su vestido.

—No me lo puedo creer —susurró tapándose la boca con las manos.

Cierto, el vestido había llegado hasta su puerta dentro de la caja a rayas de color crema y rojo, una entrega especial de Bliss, la boutique más exquisita de Hartford. Y sí, se trataba de la seda que la abuela Hannah había traído de Irlanda, y que ahora se bamboleaba sobre la cintura de Annie. Pero aquel no era el vestido de Annie, en absoluto.

El vestido de Annie era elegante y sofisticado, un sentido homenaje a su abuela, la única persona que Annie quería a su lado cuando por fin caminara hacia el altar. La abuela Hannah no iba a permitir que algo tan irrelevante como estar muerta le impidiera asistir a la boda de su única nieta. Pero Annie deseaba que su compañía fuera mucho más que algo espiritual.

Y por eso había encargado una actualización del vestido de boda de 1941, de corte griego con mangas casquillo y cola de sirena ornamentada, confeccionado con la misma tela que había llevado la mujer más importante de la vida de Annie en su día más especial.

Annie se bajó el corpiño del vestido con ganas llorar. El escote corazón, demasiado ancho y voluminoso, era el golpe bajo definitivo que necesitaba para pasar página.

Los seis años que llevaba trabajando como médica asociada de Urgencias le habían proporcionado una calma racional que le permitía actuar de manera rápida y eficaz en casi cualquier situación. Le habían enseñado a diferenciar entre lo mortal y lo dolorosamente incómodo. Con eso en mente, abrió la agenda del móvil.

—Añade «asesinar al prometido» a mi lista de tareas pendientes —ordenó.

—Añadido «asesinar al prometido» —respondió la voz femenina digital—. ¿Puedo ayudarte en algo más?

—Sí. —Porque Annie sabía que un asesinato no era una respuesta racional, y, además, el Dr. Clark Atwood ya no era su prometido. Ni su problema.

Según decía la letra elegante de la tarjetita de lino que los de Bliss habían enviado junto al vestido, esa responsabilidad recaía ahora en Molly-Leigh (con guion) May, la de las curvas de escándalo y escote pronunciado.

Anh Nhi (siempre mal pronunciado) Walsh, la de una figura aniñada y alegre pero con un pecho mucho más modesto, había pasado a otros asuntos más importantes. Y arreglar los desastres de su ex no estaba entre ellos.

Ya no.

—Llama al Dr. Capullo —dijo.

—Llamando al Dr. Capullo —repicó la voz de mujer. Annie se había desinstalado el locutor sexy con acento británico, a lo 007, el mismo día en que se enteró de la inminente boda de Clark. Pretendía cumplir a rajatabla con su nuevo estilo de vida libre de hombres.

Clark respondió al primer tono.

—Dios, Annie. Llevo semanas llamándote —dijo, como si ella fuera el único problema que tenía en su vida.

—He estado muy ocupada con el nuevo curro, decorando mi nuevo piso y pidiendo disculpas a mis familiares porque, por lo visto, que el novio se case con otra mujer no es motivo suficiente para que las aerolíneas reembolsen el dinero de los billetes.

Hacía ya tres meses que, un buen día, al despertarse, Annie se había encontrado con una cama vacía, un armario más vacío aún y un mensaje de texto esperándola en el móvil:

Lo siento, Anh-Bon, n puedo. Eres lo mejor q m ha pasado, y d haberlo intentado cn alguien, sería contigo, n lo dudes. N sé si lo d casarme va conmigo. Perdóname.

Annie tardó una semana en darse cuenta de que la boda, la romántica luna de miel en Roma con paseos junto al río Tíber y el futuro que llevaban años construyendo se habían esfumado.

Tardó una sola publicación de Instagram de su ex (del que hacía tan poco que se había separado que aún tenía el anillo de compromiso) en la que aparecía con una sonriente rubia y la descripción: «Por fin he encontrado a mi amor verdadero» en darse dos semanas de margen —que era más de lo que Clark le había dado— para encajar el golpe y solicitar una vacante temporal en el Hospital General de Roma.

En cuanto le llegó la oferta, hizo las maletas, dispuso el cambio de dirección, dejó el anillo y el resto de los regalos tras de sí para que se lo enviaran todo a Clark, y se prometió un futuro repleto de oportunidades emocionantes y destinos exóticos. Se había esforzado para ser una médica asociada internacional porque quería ver mundo. Los seis años de escala en Hartford habían terminado.

Aquel era su momento.

—Si estás tan ocupada, ¿cómo has tenido tiempo de meter «asesinar al prometido» en el puesto número uno de tu lista de pendientes? —le preguntó, y Annie cogió el móvil en busca de un micrófono oculto. Cuando estaba a punto de arrancar la batería, Clark añadió—: Sigo teniendo acceso a tu agenda.

—Que haya olvidado eliminarte no te da ningún derecho a leer mis cosas —lo acusó.

—Es difícil pasar por alto una amenaza de muerte o mi nota preferida, «tiempo a solas para consolarme». —Clark soltó un silbido—. Cinco veces a la semana. ¿Gastas muchas pilas o qué?

—No tantas como cuando estaba contigo. —La humillación le recorrió el cuerpo al pensar en los numerosos recordatorios que había incluido en su lista de tareas pendientes a lo largo de los últimos meses—. Y si has visto eso, también habrás visto que contacté con los de Bliss para cancelar los arreglos y que me devolvieran el vestido de mi abuela. Intacto. —Observó el reflejo que le devolvía el espejo—. Y no está intacto, Clark. Alguien lo ha tocado, y mucho.

—Ahora que lo dices… —Annie oyó el familiar sonido del cuero cuando Clark se reclinó en la silla de su despacho—. Supongo que ha habido una confusión con las indicaciones, y el vestido de tu abuela ha servido para hacer…, en fin, el vestido de Molly-Leigh.

Annie se sentó en el sofá y apoyó la cabeza sobre las rodillas.

—¿Qué hacía Molly-Leigh en Bliss? —quiso saber. La pregunta le provocó un dolor tan intenso que era como si reviviera la ruptura de nuevo. Porque Bliss no era la típica tienda de vestidos de novia de usar y tirar que visita todo el mundo. Era una boutique especializada en restaurar piezas antiguas, y tenía una lista de espera de un año.

Bliss no trabajaba con cualquier novia, y Annie no quería que una modista cualquiera se ocupara de su herencia familiar más preciada. Una herencia que ahora habían retocado para abarcar a Dolly Parton, la bola de Nochevieja de Times Square y los dos brazos de la justicia —que, por cierto, nunca se inclinaban a su favor—.

—Vio un esbozo de tu vestido en el diario de boda y se enamoró.

Annie levantó la cabeza y miró por la ventana hacia el porche trasero. Suspiró con alivio cuando vio su diario de boda. La neblina marina de la noche había aparecido enseguida y había dejado una ligera bruma de rocío, pero el diario seguía donde lo había arrojado, al lado de la piscina, debajo de la mesa de la terraza, en una caja con la etiqueta: «Ropa sucia, copos de avena y sueños rotos».

—¿Cómo ha podido ver mi diario de boda?

—Nuestro diario de boda —la corrigió él, y en la barriga de Annie comenzó a gestarse un mal presentimiento—. Le pedí a una de las enfermeras que hiciera una copia.

—Un uso muy inadecuado del personal y del material del hospital. Y ¿para qué? Si no ibas a casi ninguna de las citas.

—Fui a las que eran importantes.

—O sea, a una. A la única que te importaba a ti —lo corrigió—. Llegaste veinte minutos tarde a la prueba de la tarta. Y solo porque tenías entre ceja y ceja que fuera tarta de zanahoria. A nadie le gusta la tarta de zanahoria, Clark. A nadie.

—A mi madre sí. Y también a Molly-Leigh.

«Ay».

—Pues veo que has encontrado a tu pareja perfecta —susurró mientras alzaba la mano, cuyo dedo anular se veía desgarradoramente desnudo.

«Las decisiones de los demás tienen que ver con ellos, no conmigo», se recordó.

Eran las palabras que le dijo su psicólogo cuando, de niña, empezó a tener ataques de pánico en aquellas situaciones que la hacían sentirse una inepta. A lo largo de la adolescencia, las blandía como si fueran un arma. Ya de adulta, le gustaba creer que eran más bien un mecanismo de defensa para cuando las inseguridades le hacían una desagradable visita.

—Todavía me debes la mitad de la fianza —le recordó.

—Esa es mi Anh-Bon —dijo Clark en voz baja. Tiempo atrás, que la llamara así hacía que revolotearan mariposas en su corazón. Hoy le provocaba ganas de vomitar—. Siempre recordándome mis errores. Sin ti, jamás habría abandonado mi fase egoísta.

Annie se echó a reír ante la ironía.

Al ser la hija adoptiva de dos célebres psicólogos, y la única que desentonaba en su entorno, Annie había adquirido la curiosa capacidad de identificar y mitigar los miedos de los demás. Encontraba una solución antes incluso de que la mayoría de la gente fuera consciente del problema. Por eso era tan buena en su trabajo. Y tan fácil que se abrieran con ella.

Las enfermeras del hospital la habían apodado «Dra. Freud».

Annie era una buena chica con un buen trabajo que lograba atraer a buenos chicos con opciones de ser algo más en lo que al amor se refería. Su existencia había sido una sucesión de hombres monógamos, todos con una tara terrible que les impedía encontrar al amor de sus vidas. Durante la mayoría del tiempo que estaban con Annie, creían que era ella. Al final, sin embargo, Annie los ayudaba con sus taras emocionales para que otras mujeres fueran muy felices con ellos.

En su ADN llevaba grabado «esposa en prácticas». Tenía el don de ayudar a sus novios a superar sus problemas. Cuatro de los cinco últimos habían conocido a sus mujeres al cabo de pocos meses de romper con Annie. El quinto se había casado con su amor del instituto, Robert.

Y entonces llegó Clark. Un caballero muy metódico con bata de quirófano, con una familia increíble, un plan de vida sólido y unos cimientos inamovibles. Fue el primero en ponerse de rodillas y decirle a Annie que, para él, la búsqueda había terminado.

Se lo creyó como una tonta.

Y cuando Clark se desdijo y le confesó que lo de casarse no iba con él, y que no era ella sino él, también se lo creyó. Hasta que a las pocas semanas de dar por zanjado su compromiso le puso un anillo en el dedo a Molly-Leigh, así, a lo Beyoncé.

—Muchas cosas tengo que recordarte. Empecemos por el dinero del vestido, que ahora me debes.

—¿Cuánto? —Clark suspiró, alto y claro.

—Cuatro millones de dólares.

—Venga ya, por el amor de Dios.

—No, Clark, por el amor del vestido de mi abuela. De mi abuela. —Se le rompió la voz, y también el corazón.

—Anh-Bon… —La empatía de Clark parecía sincera. Por desgracia, la condescendencia que traslucía también, maldito fuera.

—Cinco millones. ¡El precio acaba de subir! Y antes de que me vuelvas a llamar Anh-Bon, no te olvides de que también me debes la mitad del precio de la tarta, de las trescientas cincuenta invitaciones —de las que solo cincuenta eran para invitados de ella— y la fianza que adelanté para que nos reservaran el sitio. —Como era una novia muy independiente, Annie insistió en pagarlo ella. No quisiera Dios que diera la imagen de ser menos que él en su inminente unión—. Y como no he recibido nada del Hartford Club, deduzco que el cheque te lo han mandado a ti, ¿no?

Era la única razón que se le ocurría para explicar por qué su cuenta marcaba diez mil dólares en números rojos. Diez mil dólares que necesitaba desesperadamente.

—Reenvíame el cheque y punto —siguió—. Supongo que sabes cómo asaltar mi lista de contactos y encontrar mi nueva dirección, ¿verdad?

—No tengo que asaltar nada si la propietaria me da acceso —la pinchó Clark. Annie no rio—. Vamos, Annie, no seas así. Ahora mismo te mando por PayPal la mitad de la tarta y después de la boda te devuelvo la fianza del sitio.

—¿Que me la devuelves? —El agarre de Annie se relajó y el vestido de seda estuvo a punto de caerse al suelo, pero lo cogió justo a tiempo—. ¿Qué me tienes que devolver? La organizadora me dijo explícitamente que, si otra pareja reservaba ese mismo sitio, nos enviaría un reembolso. Y lo reservaron hace más o menos un mes. ¿Dónde está el reembolso, Clark?

—Es que Molls y yo quedamos allí para comer con mis padres. Es que es un sitio tan bonito... —Hablaba con nostalgia—. Histórico pero con todas las modernidades. Íntimo pero lo bastante grande para que quepa todo el mundo. Elegante pero no demasiado caro.

«Perfecto pero no para mí», pensó Annie.

—Al grano. El reembolso.

—Es que cubría todas nuestras necesidades, incluso más. Cuando mi madre les preguntó por la disponibilidad, nos dijeron que para ese fin de semana seguía reservado para nosotros.

—Imposible. Mi madre me dijo que canceló la reserva. —Su afirmación precedió el silencio—. No la canceló, ¿a que no? Por eso el vestido de mi abuela seguía en Bliss.

—Me dijo que tenía la esperanza de que lo solucionáramos. —Las palabras de Clark dieron paso a una larguísima pausa que hizo que las entrañas de Annie hirvieran de vergüenza. «No puede ser». Una reacción que a menudo acompañaba los intentos de su madre por encontrarle pareja—. Creí que, en estas circunstancias, sería una pena desperdiciar la reserva de un sitio tan bonito.

El presentimiento se había movido de su barriga, había ascendido por su pecho y ahora se había enroscado en su garganta.

—Lo que es una pena es que me pasara dos años esperando ir a ese sitio. Que la mitad de mi presupuesto para la boda lo invirtiera en reservar ese sitio. —Su mano aferró con fuerza la seda que le cubría la cintura y la presión arrugó la tela—. Clark, por favor, dime que no le has prometido mi sitio a Molly-Leigh.

—No sabía qué hacer. Es que miró por los ventanales y dijo que la luz del sol de media tarde iluminaba el recibidor como si de mil velas se tratara. ¿Qué querías que le dijera?

—Que gracias pero no, que habías plantado a tu otra novia y que ese sitio estaba prohibido.

—Lo intenté, pero me dijo que, después de vivir en primera persona la magia del Hartford Club, no se imaginaba un lugar mejor donde casarse.

La frustración le ardía en la garganta y la rabia se extendió, ocupándolo todo a su paso e impidiéndole respirar. Annie temió que fuera a desmayarse. Se llevó las manos a la espalda y desató dos corchetes del corsé para que sus pulmones se expandieran lo suficiente para hincharse de aire.

Como no lo consiguió, desató un tercer corchete.

—Coge papel y lápiz —le ordenó, la voz teñida por la furia que sentía—. Porque se me ocurren mil lugares donde casarse. ¿Estás preparado? Genial. Pues apunta. «Cualquier lugar que no sea el lugar con el que te ibas a casar con otra mujer». O qué tal esto: «Buscar un lugar que no implique que mi ex me haga de banco». Es mi colchón para emergencias, Clark —enfatizó—. Lo necesito.

—Seguro que encuentras un colchón de segunda mano, pero te prometo que te lo devolveré después de la boda. Así será más fácil y menos confuso.

—¿Para quién? —preguntó ella.

Clark se quedó en silencio. Su completa indiferencia despejó a Annie.

—Es el día que se casaron mis abuelos.

—Lo sé —dijo él en voz baja—. Por eso llevo días intentando hablar contigo. Quería conocer tu opinión antes de que nos comprometiéramos a nada.

—Lo del vestido no es discutible. Punto. —Reajustarlo otra vez sería una desgracia, quizá incluso imposible, pero de ninguna de las maneras el vestido de su abuela iba a servir para que se casara una mujer que no fuera una Walsh.

—Claro que no —respondió él, escondiendo muy pero que muy mal su decepción—. Me refería más bien al día de la boda.

Annie había trabajado con Clark durante seis años y vivido con él tres de esos seis, así que lo conocía de cabo a rabo. Por las pausas largas que separaban sus palabras, supo que el célebre cirujano Clark Atwood no le ofrecía opciones. Solo le revelaba su diagnóstico.

Las esperanzas que hubiera albergado Annie acerca de las posibles consecuencias de esa conversación se habían desvanecido. Clark había sopesado los distintos escenarios, había tomado una decisión y nada iba a interponerse en su boda. Todo seguía en marcha, a pesar de los pesares.

Una persona racional les habría espetado un sonoro «que te den» al universo, a Clark, al inventor de la tarta de zanahoria y —mientras desataba otro corchete del corsé— a todos los malditos ángeles de Victoria’s Secret. Pero la rabia era un lujo que Annie jamás se permitía.

—Clark, qué más da lo que yo piense o diga. Es tu vida, has decidido y yo ya no soy la novia.

Su corazón dio un doloroso e inesperado vuelco, seguido por una cantidad de latidos erráticos que preocuparían a cualquiera. No era resentimiento, ni celos. Ni siquiera ira. Annie había aprendido hacía mucho tiempo que el resentimiento hacia la felicidad ajena no la acercaba a su propia felicidad.

No, el dolor familiar que le recorría los huesos y que estaba afianzándose en ellos era la resignación. La resignación de haber perdido a alguien que en realidad nunca había sido suyo.

Harta de sujetarlo, Annie soltó el vestido y la seda se deslizó por sus caderas, dejándola solo con el bodi, los tacones y con una agobiante sensación de aceptación, acompañada de una aguda soledad.

—Lo sé —respondió él con calma—, pero sigues siendo mi amiga. Cuando rompimos, prometimos que haríamos lo que fuera para mantener nuestra amistad. No quiero perderla.

—Me convenciste de que no estabas preparado para casarte, y al cabo de poco menos de un mes, le escribías a otra mujer sonetos de amor por Instagram.

—La verdad es que fui muy inoportuno. Tendría que haberlo gestionado mejor. —Exhaló un suspiro y Annie estuvo a punto de visualizarlo con la palma de la mano sobre la frente—. Ni siquiera sé cómo explicar lo que pasó. Conocer a Molly-Leigh fue inesperado y emocionante, y sé que parece una auténtica locura, pero… de pronto todo tuvo sentido, las piezas encajaron a la perfección y no quise esperar ni un solo segundo para empezar mi vida.

Annie soltó un suspiro de incredulidad, que hizo retroceder a Clark.

—Ay, Dios, Annie, no quería decirlo así. Pero cuando se trata de la persona adecuada, lo sabes. Y sientes la urgencia de agarrarla y apretarla con fuerza. Pase lo que pase.

Así fue precisamente como la abuela Hannah describía el día que conoció a Cleve. Una sola vuelta por el salón de baile y ¡pum!, se habían enamorado.

—Y cuando decías que me querías, ¿qué? ¿Era mentira?

—No. Era de verdad, y lo sigue siendo. Pero con el tiempo vi con claridad que funcionábamos mejor como amigos. Los dos lo sabemos.

Sí, Annie lo sabía, pero el rechazo todavía escocía. Su mejor amigo ahora era de otra. Y eso era lo que le dolía más.

—Pues me alegro —dijo—. Porque espero que me transfieras todo mi dinero mañana mismo.

—Veré qué puedo hacer —respondió Clark, y acto seguido se tapó el móvil con una mano mientras hablaba con una enfermera—. ¿El qué? Vale, ahora mismo voy. Preparad el quirófano número…

—Siete. —Ella terminó la frase, y él se quedó en silencio—. ¿No recuerdas que estabas conmigo cuando te inventaste la excusa del quirófano siete para colgar a tu ex?

—Por eso nunca sería tan tonto como para usarla contigo. De verdad que me necesitan en el quirófano —mintió—. Me tengo que ir.

—Ni se te ocurra… colgarme —exclamó, aunque la última palabra se la dijo a sí misma, porque Clark ya había colgado.

Annie lanzó el móvil sobre el sofá y se preguntó —y aquella no era la primera vez— cuándo iba a encontrar a alguien con quien encajar. No era avariciosa. Le bastaba con una sola persona.

Sus abuelos se encontraron el uno al otro. Sus padres se volcaban con sus pacientes. De ahí que Annie hubiera sido tan comprensiva con el horario intempestivo de Clark y la dedicación a su trabajo. Porque en ese mundo ella sabía dónde encajaba. Ahora se veía a sí misma en caída libre, dando vueltas sin control, y sin saber adónde iba a aterrizar.

A Roma sin amor

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