Читать книгу A Roma sin amor - Marina Adair - Страница 5
Capítulo 2
ОглавлениеSi a Annie no se le ocurría un plan de huida, y ya mismo, iba a verse atrapada en un infierno nupcial. Un pensamiento ridículo, ahora que ya no era la novia de nadie. Pero, por lo visto, al universo eso le traía sin cuidado.
Se quitó los zapatos con un par de patadas y estiró el brazo para liberar otro corchete. O sus brazos eran demasiado cortos o el corchete estaba demasiado abajo, pero Annie se habría apostado la última porción de pizza de peperoni y aceite de oliva a que ni siquiera Houdini podría escapar de aquel vestido.
Sujetó la tela de seda y las copas de encaje con ambas manos y tiró del vestido hacia un lado. Ni se movió. Le dio un tirón mientras escondía la barriga, y después intentó dar un saltito.
—¡Mierda! —Con lo fácil que había sido ponerse el maldito vestido, ahora se temía que iba a tener que cortarlo para salir de él—. ¡Mierdamierdamierda!
Se había mudado lejos de sus seres queridos y de todo lo que conocía para alejarse de la boda de Clark. Para el horror de su madre, había convertido su larga cabellera negra en una melena corta y escalada que le enmarcaba la cara. Había trabajado turnos de treinta y seis horas para evitar responder al teléfono y tener que decirles a sus padres, una y otra vez, que estaba bien —y, a su madre, que no parecía un tío—. Era la manera de decirse a sí misma que estaba bien.
Y ahí estaba ahora, de todo menos bien, atrapada en la boda de otra persona.
Ni siquiera a mil kilómetros de su pasado había logrado cambiar la trayectoria de su futuro. Era como si siguiera en Hartford y no empezando de cero en Roma. En la Roma de Rhode Island, no de Italia. De ahí que el trayecto hubiera sido de cuatro mil kilómetros menos.
Por desgracia para ella, cuando la agencia de trabajo temporal le envió una oferta para ir a Roma, Annie estaba sumida en una fiesta privada con solo una invitada (ella), y organizada nada menos que por José Cuervo. Así pues, respondió un rotundo sí. Y así era como había llegado a aquella remota cabaña en la orilla de la bahía de Buzzards de la Roma histórica, en Rhode Island, en lugar de habitar una casita frente al río Tíber.
Pues sí, Annie vivía ahora en el único estado menos animado que Connecticut. Su exprometido quería su opinión acerca de la luz que haría que el primer beso fuera el más romántico. Y su vestido seguía adelante con una novia de repuesto.
—Supongo que, si la carrera médica no termina de irme bien, podría abrir mi propio negocio —le dijo a la cabeza de alce colgada por encima de la chimenea—. Pasaré de médica asociada a wedding planner asociada, y enseñaré a los hombres a ser buenos esposos.
Se forraría. Tenía una efectividad del cien por cien para juntar parejas de las que ella no formaba parte.
Se apartó el pelo de la cara, se inclinó hacia delante y tiró de la tela por encima de su cabeza mientras sacudía el torso. ¡Por fin! El vestido cayó al suelo, con un leve rasguño por el que Annie se sentiría culpable por los siglos de los siglos.
Sudada y acalorada, cerró los ojos y dejó que sus brazos cayeran inertes.
—¿Qué le pasa a mi suerte?
—Yo también me pregunto lo mismo. De hecho, te daré veinte pavos si me prometes que no vas a parar —dijo una voz masculina e inesperada… ¡desde el interior de su casa!
Se le formó un nudo de terror en la garganta al recordar todas las pelis de miedo que había visto.
Diciéndose a sí misma que era Clark quien le hablaba por el móvil, Annie abrió los ojos y chilló.
Detrás de ella, junto a la puerta de su dormitorio, se alzaba una silueta alta y robusta. Desde el punto de vista que le permitía su postura, doblada hacia delante y con la cabeza entre las piernas, a Annie le pareció un tío malvado y amenazador, y no le hubiera extrañado nada que de pronto blandiera un hacha.
Con el corazón latiendo a una velocidad como si fuera a resquebrajarse, Annie cogió uno de sus zapatos de tacón de aguja, se irguió y se giró. Como arma, dejaba mucho que desear, pero lo levantó con su mirada más intimidante. Una mirada que, según Clark, asustaría a los niños, repelería a los vampiros y lograría que hasta el más inquieto de los pacientes tomara asiento.
Obviamente, los asesinos con hachas eran inmunes. Al menos el suyo, porque levantó una ceja y ella tragó saliva.
Vaya. Simple, pero efectivo.
—¿Quién coño eres? —Annie vio que llevaba el torso desnudo, calzoncillos y el pelo alborotado. Ni rastro del hacha—. Y ¿qué haces durmiendo en mi cama?
El tío clavó los ojos en la vestimenta de Annie mientras esbozaba una sonrisa torcida.
—Yo iba a preguntarte lo mismo, Ricitos de Oro.