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CAPÍTULO VII

Religiosidad

Antes de la conclusión de la primera parte de nuestro recorrido, intentamos documentar la naturaleza de la religiosidad y mostrar que constituye la culminación de la experiencia humana.

Lo hacemos por medio de algunos textos de la literatura universal. El fenómeno artístico, que ya se ha asomado en algunas páginas anteriores, nos hace presentir que existe una consistencia más profunda de la realidad y que es urgente ir más allá de lo superficial, para interrogarse sobre el fin último de la existencia. Nos invita a penetrar en niveles de la realidad con los cuales estamos normalmente en contacto, pero que no sabemos realmente ver y reconocer. A pesar de que nuestros bien educados sentidos se reajusten constantemente a la dimensión rutinaria y acostumbrada de la vida, nos damos cuenta de que una visión superficial de la misma no nos satisface.

Muchas páginas literarias ponen de relieve la desproporción que existe entre la realidad cotidiana y una especie de “otra realidad”, como si nos introdujeran en otra “estructura” más real y verdadera.

El otro lado de la puerta

Dino Buzzati [1906-1972] describe frecuentemente lo cotidiano como una puerta que puede abrir el camino hacia una dimensión desconocida de la realidad. Algunos lugares geográficos adquieren en sus cuentos el valor de “metáforas del misterio”: el desierto, el mar y la montaña. En estos lugares el hombre aparece con su estatura más verdadera, la del guardián de la frontera, que vive en la espera130.

En el cuento “Los siete mensajeros”, Buzzati relata la historia de un rey que desafía la insensibilidad metafísica de la sociedad; deja la vida rutinaria de su ciudad y a pesar de las burlas de algunos de sus conciudadanos, empieza, con unos compañeros de camino, la búsqueda de una nueva frontera. El recorrido se extiende cada vez más adelante, sin descanso, hacia una posible frontera que nunca se alcanza. Quizás no exista… Sin embargo, en el protagonista del relato, la pregunta sobre esta extrema posibilidad no se agota131.

También Julio Cortázar, en el relato “El perseguidor”, haciendo homenaje a Charlie Parker [1920-1955], genio del jazz, se deja interrogar por la personalidad de este hombre alcohólico, drogadicto y que, sin embargo, sabe despertar en él una inquietante pregunta sobre la realidad, una especie de instancia metafísica: “Nadie puede saber qué es lo que persigue, pero es así, está ahí, nos denuncia a todos”132. El protagonista del cuento afirma: “Su manera de ver lo que yo no veo y en el fondo no quiero ver, envidio a Johnny [el músico norteamericano], a ese Johnny del otro lado, sin que nadie sepa qué es exactamente ese otro lado, obsesionado por algo que su pobre inteligencia no alcanza a entender, pero que flota lentamente en su música […] su genio musical encubre otra cosa y esa otra cosa es lo único que debería importarme”133. El autor no ignora que un hombre puede oponer resistencia a esta intuición: “Notaba en mí la resistencia casi demoníaca de un orden ya cerrado, que teme perder su comodidad y su rutina y se subleva ante la palabra nueva, ante la noticia”134. Sin embargo, no puede no atribuir al protagonista del relato estas palabras, que delatan el carácter inexorable de la búsqueda: “Toda mi vida he buscado en mi música que esa puerta se abriera al fin […] porque no puede ser que no haya otra cosa, no puede ser que estemos tan cerca, tan del otro lado de la puerta”135.

El nivel de ciertas preguntas

Hay poesías o páginas literarias en las cuales se asoma de forma sublime la inquietud propia de unas figuras humanas que buscan el sentido último de su existencia.

El “Canto nocturno de un pastor errante de Asia” es una poesía escrita en 1830 por el poeta Giacomo Leopardi136. En la poesía podemos individualizar tres movimientos. En el primero el protagonista es la luna. El poeta instaura un paralelismo entre la vida del pastor y la de la luna. Se parecen, pero en realidad el curso de la luna es inmortal, mientras el vagar del pastor es breve. La luna refleja un destino enigmático que el hombre no logra comprender. En el segundo movimiento, frente al padecer de la existencia y al infinito andar del tiempo, sobresale la imagen del pastor. Es paradigma del hombre que se presenta como autoconciencia del cosmos, es decir, como el único punto del universo que toma conciencia de sí y de las cosas. Frente a la bóveda del cielo estrellado se expresa con estas palabras:

Cuando miro en el cielo arder las estrellas,

me digo, pensativo:

¿Para qué tantas luces?

¿Qué hace el aire sin fin, y esa profunda

infinita serenidad? ¿Qué significa esta

soledad inmensa? Y yo, ¿qué soy?137

En el tercer movimiento de la poesía, en cambio, el rebaño es el protagonista. Éste “descansa”, porque ignora. No tiene la molestia, es decir, el hastío, que caracterizan, en cambio, la vida consciente del pastor:

[Al rebaño] Si supieses hablar yo te preguntaría:

Dime, ¿por qué yaciendo

sin cuidado, ocioso,

se contenta todo animal,

y a mí el tedio me asalta sin reposo?138

La experiencia existencial descrita por la poesía de Leopardi a menudo se acompaña de una especie de resignación dolorosa, como si, a pesar de no poder negar la existencia de una inquietud profunda, el hombre tuviese que resignarse a la imposibilidad de una respuesta.

Así se expresa Luigi Pirandello [1867-1936] en esta página extraordinariamente expresiva del anhelo que alberga en el hombre y de su posible éxito nihilista: “En ciertos momentos de silencio interior, en los cuales nuestra ánima se despoja de todos los fingimientos habituales y nuestros ojos son más agudos y penetrantes, vemos a nosotros mismos en la vida y la vida en sí misma como una desnudez árida e inquietante. Lúcidamente entonces nuestra existencia cotidiana, casi colgada en el vacío de nuestro silencio interior, nos resulta sin un sentido. El vacío interior se amplía […] como si nuestro silencio interior ahondara en los abismos del misterio. Con un esfuerzo supremo intentamos reconquistar la conciencia normal de las cosas, conectar nuestras ideas […] Sin embargo, a esta conciencia normal, a estas ideas conectadas, ya no podemos creer, porque sabemos que son un truco para vivir y que abajo hay algo más, hacia el cual, sin embargo, el hombre no puede asomarse, sin correr el riesgo de morir o de enloquecer”139.

Acentos parecidos, matizados por rasgos de escepticismo, se encuentran en una poesía de Jorge Luis Borges [1899-1986] intitulada “De que nada se sabe”:

La luna ignora que es tranquila y clara

Y ni siquiera sabe que es la luna;

La arena, que es la arena. No habrá una

cosa que sepa que su forma es rara.

Las piezas de marfil son tan ajenas

al abstracto ajedrez como la mano

que las rige. Quizá el destino humano

de breves dichas y largas penas

es instrumento de otro. Lo ignoramos;

Darle nombre de Dios no nos ayuda.

Vanos también son el temor, la duda

y la trunca plegaria que iniciamos.

¿Qué arco habrá arrojado esta saeta

que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?140

Las preguntas contenidas en la poesía de Borges, encuentran a menudo en otros textos literarios una expresión emotivamente aún más conmovedora, porque es acompañada por la percepción aguda de la finitud de las cosas, como en esta poesía del poeta chileno Oscar Hahn [1938], cuyo título es “Meditación al atardecer”:

¿En qué piensa la última rosa del verano

mientras ve desfallecer su color

y evaporarse su perfume?

¿En qué piensa la última nieve del invierno

mientras mira esos rayos de sol

que se abren paso entre las nubes?

¿Y en qué piensa ese hombre

a la hora del crepúsculo

sentado en una roca frente al mar?

En la última rosa del verano

En la última nieve del invierno141.

También la experiencia de la soledad, con la percepción de impotencia que conlleva siempre, es un grito humano que la poesía y la literatura frecuentemente recogen en todo su carácter dramático142. En esta poesía de Emily Dickinson [1830-1886] el tema de la soledad se manifiesta claramente:

Tiene su propia soledad

el espacio,

su propia soledad el mar

y su propia soledad la muerte

–sin embargo todas estas

son muchedumbre si comparadas

con aquel punto más profundo y secreto

que es un alma

frente sí misma–

infinitud finita143.

Una desproporción estructural

Hay un autor que describe agudamente la espera que está inscrita en la estructura del hombre y la desproporción que existe entre la amplitud del deseo y la experiencia del límite. Es Albert Camus [1913-1960]. Él escribe en un periodo difícil, entre los años 1930 y 1960, que quizás hayan sido los más nihilistas y trágicos de la historia. Se opone decididamente a esta tendencia, en nombre de la experiencia humana. Escribe: “Tengo necesidad de sentir mi persona en la medida en que es sentimiento de lo que me sobrepasa. Tengo necesidad de escribir cosas que, en parte, se me escapan, pero que son la prueba precisamente de lo que en mí es más fuerte que yo mismo”144.

Siendo muy joven le diagnostican tuberculosis, por lo que el gobierno francés le niega poder alistarse para ir al frente de guerra en el año 1939. Le resulta muy difícil encontrar un trabajo estable. Predomina en Europa un clima de muerte y sinsentido, lo que se llamará sentimiento del absurdo. Pero para Camus el absurdo no es el simple sinsentido, sino la contradicción entre el deseo inextinguible de absoluto y el límite del mundo, entre lo que punza de la pregunta y lo que el mundo no revela: “Lo que resulta absurdo es la confrontación de ese deseo desenfrenado de claridad, cuyo llamamiento resuena en lo más profundo del mundo, con lo irracional del mundo. El absurdo es el divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, el universo disperso y la contradicción que lo encadena”145. También se expresa con estas palabras: “Levantarse, salir a la calle, cuatro horas en la oficina o en la fábrica, almorzar, tomar el tranvía, otras cuatro horas de trabajo, cenar, dormir, y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes… todo vivido al mismo ritmo… La mayor parte del tiempo es fácil seguir este camino, pero un buen día el porqué de todo ello nos sobrecoge y todo comienza a estar matizado por esa fatiga teñida de asombro”146.

En una serie de relatos, que Camus publicó bajo el título El exilio y el reino, los personajes viven una espera que él llama innominada, que los abre a un horizonte infinito: “Pero ella no podía separar la mirada del horizonte. Allá, más al sur todavía, en aquel punto en que el cielo y la tierra se juntaban en una línea pura, allá, le parecía de pronto que algo la esperara, algo que ella había ignorado hasta ese día y que, sin embargo, no había dejado de faltarle147”.

En el acto primero de la escena cuarta del drama Calígula, nuestro autor describe la postura diversa de dos personajes en relación a aquella espera que radica en lo profundo del corazón humano148. Helicón es sordo al reclamo de la realidad. Se parece al rebaño de la poesía de Leopardi. Se conforma con una visión muy superficial de la vida. En cambio, Calígula, tocado por la muerte de la persona amada, acepta el reto de la existencia, que lo empuja a buscar algo que va “más allá”, un “punto de fuga”, una especie de “fisura” hacia el significado último de la existencia. La realidad lo solicita a buscar algo que vaya más allá de lo que aparece. Calígula busca lo “imposible”, representado metafóricamente por la luna. Lo que él busca y espera es “imposible”, no por el hecho de que no exista o no se pueda conocer en absoluto, sino porque no está en sus manos alcanzarlo y comprenderlo.

Dos amigas frente al misterio

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