Читать книгу Duelos para la esperanza - Mateo Bautista García - Страница 11
Voy a dar la última vuelta en bicicleta
ОглавлениеFue el 28 de febrero de 2002. Esa noche, Pablo debía volver a casa después de un mes de vacaciones con su papá. Era sábado, año bisiesto, y el lunes comenzaban las clases; teníamos que preparar la mochila con los útiles y el guardapolvo. Era un día de mucho calor. A la tarde salió a dar una vuelta en bicicleta por la plaza, que quedaba a una cuadra de la casa del papá, pero antes de salir dijo: «Voy a dar la última vuelta en bici».
Me llamaron por teléfono avisándome de que el niño se había golpeado, que lo habían llevado al hospital, pero que estaba bien, que no me preocupara, que no era nada grave. Ya ni me acuerdo de quién me llamó. Cuando me acerqué al lugar, mi hijo se había ido para siempre. Se había ido dejando mis manos vacías, mi alma totalmente quebrada y sangrando; se fue y se llevó con él el futuro, el porvenir.
Llegué al hospital donde todos parecían esperarme: el papá, familiares, amigos; solo faltaba yo, ¡la mamá! Y aquí te repito lo que te conté al principio: cuando ocurre una tragedia, una desgracia o un accidente con un hijo, casi siempre la última en enterarse es la mamá. ¡Claro! Si lo pensamos juntas, hasta es lógico. ¿Quién querría dar semejante noticia? Pero no, no es lógico, porque la muerte de Pablo tampoco era lógica.
El médico de guardia me dijo: «Luchamos más de una hora: se iba y volvía; se iba y volvía, hasta que finalmente se fue. La caída sobre su bicicleta le produjo la rotura de la vena cava inferior, provocando un derrame interno». Y agregó: «Ocurre un caso en un millón».
Estaba desolada. Lo miraba y parecía dormido. Le preguntaba: «¡Hijo!, ¿qué pasó?». Pero nada, no había respuesta; el abismo de la muerte nos separaba. La muerte que un día llegó, sin aviso y como producto del azar, golpeó otra vez nuestra puerta; más que golpear la tiró abajo y sin darme tiempo a nada, ni a luchar junto a él, ni a despedirme, ni a abrazarlo, ni a estar a su lado. Se lo llevó sin preguntar nada, sin consultar, sin conceder tiempo para prepararme; llegó en un único y solo golpe certero con su bicicleta.
Tantas veces pensé en esas palabras del doctor: «¡Hasta que finalmente se fue!». ¿Lo decidió? ¿Debía ocurrir? ¿Era su tiempo? Te cuento, querido lector/a, que en el camino del duelo del Grupo Resurrección aprendemos a convivir con preguntas sin respuestas. Forman parte del misterio de la vida y la muerte. No te voy a mentir: no fue en absoluto nada simple para mí comprender y aceptar que ese sueño, que una vez se había hecho realidad, se desvaneciera, como si un espejo se rompiera en mil pedacitos imposibles de juntar.