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Como en un túnel, al principio oscuro, con agua en los pies...

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El psicólogo que me acompañaba en este proceso me dijo que, cuanto antes aceptara entrar en el camino del duelo, sería mejor para mí. No lo entendí. Creía que yo ya no tenía salida, que nunca jamás volvería a sonreír, que de ahora en adelante sería un sobrevivir con pena, ¡pero había salida! Me lo explicó con una metáfora que quiero compartir contigo: es como entrar en un túnel, que al principio es oscuro y tiene un poco de agua; de a poco sientes que se te mojan los pies. Aún está oscuro, el agua sigue subiendo y por el momento no se ve claridad, pero no te ahogas, porque en determinado momento y casi sin darte cuenta comienza la claridad y llega el tiempo en que pisas en seco. Claro que esto no es magia; es un proceso lento que necesita de ayuda, para que las heridas sanen desde lo profundo hasta la superficie. Al principio duele pero, a medida que se trabaja sobre la muerte del ser amado, el dolor se vuelve más calmo. Siempre duele, pero cada vez con más serenidad, hasta que un día aprendes a resignificar la vida, a darle un nuevo sentido.

En el camino del duelo te vas encontrando con personas que están dispuestas a ayudarte incondicionalmente, pero que muchas veces no saben cómo hacerlo. En este sentido yo tuve una gracia inmensa: formar parte del Grupo Resurrección. Participar en un grupo de mutua ayuda te da contención y te confronta con tus pares. El grupo te hace salir del ensimismamiento, te da una perspectiva más amplia del sufrimiento y del duelo, te hace ver la realidad desde dos orillas, te plantea el camino del duelo desde ti y desde el ser querido fallecido. El grupo, como es Resurrección, te da alas más grandes para el cultivo de la espiritualidad, de la fe, de la relación personal con Dios que también pasó por el sufrimiento y el duelo, ¡su principal mensaje y lenguaje! Son herramientas a nuestra disposición que debes hacer trabajar.

También el grupo entrega preciosas observaciones, útiles para una misma y para tratar a los demás. Sí, y lo digo con humildad: a los demás les tenemos que enseñar. Yo hice docencia con mis amigas, con aquellas que decidieron quedarse, porque ya verás que no todos se quedan. Algunos están un tiempo, otros deciden no estar, otros llegan para quedarse. En todos estos años, pero sobre todo al principio, yo les decía lo que necesitaba: si hablar, si estar en silencio, un abrazo infinito, compañía, comida y salidas compartidas, ir al cementerio, hacer algún ritual en fechas claves. Ellas fueron aprendiendo a conocer mis necesidades y formamos una red, como me gusta llamarla a mí, una red de hilos fuertes, donde puedo aflojarme y dejarme caer, sabiendo que allí están. Es tan antinatural que se nos muera un hijo, es tan terrible, es tan increíble, que no existe una palabra para definirnos. Nunca más volvemos a ser los mismos que éramos. Cuando la muerte te arrebata un hijo, o dos o más, te secuestra el porvenir, pero está en nosotros resignificar la vida.

Duelos para la esperanza

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