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EL RACISMO CONTEMPORÁNEO, UNA MUTACIÓN DEL RACISMO COLONIAL
ОглавлениеAh, escúchame bien, si te cruzas con “jóvenes” o no tan jóvenes de los barrios pobres, diles de parte mía que si hay algo que me enseñó este movimiento, es a reconsiderar completamente la mirada que yo tenía sobre esta “escoria” y su supuesta violencia. Hace un mes y medio que estoy ligando todas las semanas, y ya estoy harto, así que no puedo imaginar la furia que pueden tener en ellos por sufrir lo que sufren o dicen sufrir. En resumen, creo que esta es la primera vez que me siento cerca de ellos, y me digo casi todos los días que era un estúpido, con mi mirada de blanco promedio privilegiado.
UN CHALECO AMARILLO
El fascismo histórico no constituye la primera actualización de las técnicas de poder represivas, destructivas y genocidas. Mucho antes de él, fueron la modalidad de control y regulación del sujeto colonial. La “regulación” de las poblaciones por medio de la esclavitud tiene su auge mucho antes del despliegue del biopoder europeo y mucho antes de su actualización en la Alemania nazi. La “pesada” máquina del colonialismo siempre mantuvo “entre la vida y la muerte –siempre más cerca de la muerte que de la vida– a aquellos que están forzados a moverla”.14 La incorporación del “racismo” al control de las poblaciones como arma de jerarquización y de segregación no fue un invento del fascismo, ya que fue ampliamente ejercido en las colonias donde se inventó la “raza”.
El racismo contemporáneo es una mutación del racismo colonial y de la guerra contra las poblaciones colonizadas. El negro, el musulmán, el migrante no están del otro lado de la barrera racial, separados por el mar o el océano. Son ciudadanos que pueblan las ciudades del Norte, donde cubren a menudo los puestos más duros en el mercado laboral que los occidentales no quieren ocupar.
Desde la conquista de América, el capitalismo se ha regido por un gobierno mundial, cuya tarea principal es la producción y reproducción de la división entre las poblaciones de la metrópoli y las poblaciones de las colonias. La economía-mundo se estructuró a partir de la división racial que atravesó el planeta cumpliendo funciones tanto políticas como económicas. Una división dramática, al abrigo de la cual se constituyen los agenciamientos de poder y de saber europeos, pero también del movimiento obrero, que se “benefició” con esta estrategia imperialista, como les recuerda Engels a los obreros ingleses.
La fuerza y el rol estratégico de esta división se vuelven evidentes cuando, a partir de la Primera Guerra Mundial y, de manera más acelerada, después de la Segunda, esta cae bajo los sucesivos golpes de las revoluciones anticoloniales y antiimperialistas. Debido a su derrumbe, el capital se ve forzado a cambiar de estrategia y a transformar la separación entre las poblaciones del Norte y del Sur en competencia entre todas las poblaciones del planeta. La globalización es este acto estratégico de poner a competir la fuerza de trabajo a escala global.
Durante la época de la colonización, las migraciones iban de Europa al resto del mundo para explotarlo y, al exportar poblaciones, evitar las guerras civiles europeas. En la actualidad, el porcentaje muy pequeño de flujos migratorios que no van de sur a sur basta para desestabilizar al Norte, de modo que las divisiones raciales de las cuales son víctimas los migrantes se instalaron como medio de control de las poblaciones del Norte y se añaden a la segregación ya experimentada por los ciudadanos europeos de origen “colonial”. El racismo, una técnica de gubernamentalidad del mercado de trabajo, va a cumplir también un rol fundamental en la gobernanza política, donde constituye uno de los mecanismos más potentes de la subjetivación identitaria nacionalista.
Contra cualquier concepción modernizadora del capital, esta separación debe reproducirse de manera absoluta, de modo que si el capital ya no puede distribuir “trabajo libre” y “trabajo forzado”, según la división entre colonia y metrópoli, tratará de producir la división dentro de esta última. Es por esta razón que el trabajo precario toma la forma de “trabajo de servicios” y gana, año tras año, nuevos sectores y nuevas capas del antiguo salariado.
Desde esta perspectiva, se podría afirmar que la globalización consistió en transferir a Occidente la heterogeneidad de las formas de sujeción y dominación característica de la producción en las colonias, organizada y controlada por el poder superior de las finanzas, más que una generalización del trabajo asalariado, según lo previó el marxismo. La estructuración de nuestras sociedades es formalmente similar a la realidad colonial: “proteiforme, desequilibrada, donde coexisten la esclavitud, la servidumbre, el trueque, el artesanado y las operaciones bursátiles”.15 El geógrafo Guy Burgel, de manera muy significativa, ve en la Francia contemporánea divisiones que reenvían a una forma de explotación colonial: “[L]a ‘periferia’ está más cerca de los análisis tercermundistas de un Celso Furtado o Samir Amin, que en los años sesenta se oponían al ‘centro’ del sistema capitalista, que de una simple cartografía y una sociología de los territorios”.16 La segregación “racial” es una modalidad de gubernamentalidad que algunos Estados (como Israel) inscriben en su constitución formal, mientras que para otros (como Estados Unidos) constituye desde sus orígenes la base de su constitución material.
La primera función de lo que Foucault llama “excrecencias de poder” es producir relaciones de sometimiento. En el pasado, la relación entre “colonizados” y “colonizadores”; en la actualidad, la de los migrantes y los racistas occidentales. El colonialismo, aunque es un ejercicio de violencia, se caracteriza por una forma específica de producción de subjetividad. De la misma manera, el racismo contemporáneo asegura una producción de sometimiento que le es propia.
Si es cierto, tal como lo señala Foucault, que los sometimientos “no son fenómenos derivados, efectos de otros procesos económicos y sociales”, la producción del “racista” mantiene un vínculo muy estrecho con el capitalismo, especialmente con su motor más letal, la propiedad privada. El racismo hace posible la promesa que el liberalismo siempre ha hecho y que jamás podrá cumplir: hacer de cada individuo un propietario. Esta es la brillante intuición de Jean-Paul Sartre, que explica de esta manera el antisemitismo. Los antisemitas, dice Sartre, “pertenecen a la pequeña burguesía urbana [que] nada posee. Pero es precisamente irguiéndose contra el judío como adquieren de súbito conciencia de ser propietarios: al representarse al israelita como ladrón, se colocan en la envidiable posición de las personas que podrían ser robadas; puesto que el judío quiere sustraerles Francia, es que Francia les pertenece. Por eso han escogido el antisemitismo como un medio de realizar su calidad de propietarios”.17
El objeto de odio y de rechazo cambió, pero el mismo mecanismo sigue funcionando: los inmigrantes, los emigrados, los musulmanes, etc., “nos roban nuestros trabajos”, “nuestras mujeres”, “invaden nuestros territorios”. El miedo a ser robado, el miedo en general, este poderoso afecto constitutivo de la política europea desde sus orígenes, define al racista: “Es un hombre que tiene miedo. No de los judíos, por cierto: de sí mismo, de su conciencia, de su libertad, de sus instintos, de sus responsabilidades, de la soledad, del cambio, de la sociedad y del mundo; de todo, menos de los judíos”.18 Los millones de propietarios y pequeños propietarios que ven la posibilidad real de perder lo poco que tienen a causa de los “delirios” de la Bolsa de valores encuentran su “propiedad” material y espiritual en la afirmación fantasmática de la nación, en la identidad del pueblo, en la soberanía.