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LOS NUEVOS FASCISMOS

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Si los conservadores [estadounidenses] se convencen de que no pueden ganar democráticamente, no van a abandonar el conservadurismo. Van a rechazar la democracia.

DAVID FRUM

Los nuevos fascismos conquistaron la hegemonía política de dos maneras: declarando una “ruptura” con el “sistema” neoliberal (más en palabras que en los hechos) y, sobre todo, señalando al inmigrante, al refugiado, al musulmán como el enemigo. A través del racismo, las polarizaciones políticas que las desigualdades de clase no dejan de alimentar, especialmente a partir de 2008, se recomponen en un “pueblo” fantasmático pero “real”, que toma forma e identidad en oposición a un enemigo común.

La guerra, como el racismo, el fascismo y el sexismo, cambia, se transforma. Después de cuarenta años de políticas neoliberales, lo que viene no será una simple repetición de la entreguerras. El neofascismo es el resultado de una doble mutación: por un lado, del fascismo histórico y, por otro, de la organización y la violencia contrarrevolucionaria. A este fenómeno muchos lo llaman hipócritamente “populismo”. Las razones para “no ver” son profundas, arraigadas en las modalidades de producción y de consumo capitalistas.10

El fascismo contemporáneo es una mutación del fascismo histórico en el sentido de que es nacional-liberal en lugar de nacional-socialista. Hoy en día los movimientos políticos del 68 son tan débiles que ni siquiera es necesario retomar sus reivindicaciones tergiversándolas, como hicieron los fascistas y los nazis en la década de 1930. En ese momento, el sentido y la función que tenía la palabra “socialista” en sus bocas era precisamente los de integrar afirmaciones a las que la dictadura les quitaba toda carga revolucionaria. No hay nada de eso en el nuevo fascismo, que, por el contrario, es ultraliberal. Está a favor del mercado, la empresa, la iniciativa individual, incluso si quiere un Estado fuerte, por un lado, para “reprimir” a las minorías, “extranjeros”, delincuentes, etc., y, por otro, como los ordoliberales, para construir literalmente el mercado, la empresa y especialmente la propiedad. Usa la democracia, que, sin el impulso igualitario de las revoluciones, es una cáscara vacía que se presta a cualquier aventura. El sistema parlamentario y las elecciones le convienen perfectamente, porque en estas circunstancias le son favorables. Su racismo es “cultural”. No tiene nada del “conquistador” o imperialista, como en la época de la colonización: prefiere replegarse dentro de los límites del Estado-nación. Es más bien defensivo, temeroso, ansioso, consciente de que el futuro no está de su lado. El antisemitismo ha dado paso a la fobia del islam y el inmigrante.

El fascismo histórico fue una de las modalidades de actualización de la fuerza destructiva de las guerras totales; el fascismo que está creciendo ante nuestros ojos, por el contrario, es una de las modalidades de la guerra contra la población. El nuevo fascismo ni siquiera tiene que ser “violento”, paramilitar, como el fascismo histórico cuando trataba de destruir militarmente a las organizaciones de trabajadores y campesinos, porque los movimientos políticos contemporáneos, a diferencia del “comunismo” de entreguerras, están muy lejos de amenazar la existencia del capital y de su sociedad: en las últimas décadas no ha habido movimientos políticos revolucionarios en Estados Unidos, Europa o América Latina, ni en Asia.

El fascismo histórico, una vez eliminadas las fuerzas revolucionarias, fue el agente de un proceso de “modernización” (Gramsci) que, “integrando” el socialismo, reprimió con violencia toda manifestación de conflictividad. En Italia, reestructuró la industria tradicional y creó la industria del cine, reformó la escuela y el código civil (todavía vigente) y estableció un estado de bienestar (que, con los nazis, fue todavía más “radical” que el de Estados Unidos). Con los nuevos fascismos, la agenda sigue siendo la del neoliberalismo, con un toque de nacionalismo.

La recomposición del pueblo en torno a su unidad fantasmática se ve fuertemente perturbada por la acción de las subjetividades gay, lesbianas y transgénero que escapan del modelo mayoritario que la nostalgia de los neofascistas quisiera reconstruir en torno a la heterosexualidad. El ascenso de las fuerzas neofascistas está siempre acompañado de feroces campañas de “odio” contra la llamada “teoría de género”. La reconstrucción de la familia y el orden heterosexual constituye el otro vector poderoso de la subjetivación fascista.

Lo que comparten el viejo y el nuevo fascismo es un fondo de autodestrucción y un deseo suicida que el capital les ha transmitido: un capital que no es “producción” sin ser al mismo tiempo “destrucción” y “autodestrucción”. Después del suicidio de Europa en la primera mitad del siglo XX, cuando el capitalismo alcanzó el grado más alto de desarrollo de sus fuerzas productivas, ¿estamos presenciando el de Estados Unidos, donde las fuerzas productivas han superado otro umbral de crecimiento? En cualquier caso, hay una continuidad, un aire de familia que atraviesa el capital y el fascismo, que el siglo XX ha sacado a la luz y que el siglo XXI propone nuevamente, bajo nuevas formas.

La evolución de esta ola fascista es difícil de prever: se caracteriza por notables diferencias internas –Erdogan y Bolsonaro por un lado, el neofascismo europeo por el otro, y Trump en el medio–. Lo que puede afirmarse con certeza es que los fascismos históricos no han resuelto las contradicciones y los impasses del capital. Por el contrario, los exasperaron y, por lo tanto, llevaron al mundo hacia la Segunda Guerra Mundial. Trump está desestabilizando al capitalismo neoliberal al querer acelerar la desregulación de las finanzas, fortalecer los monopolios de las empresas estadounidenses (especialmente las digitales), reducir los impuestos en beneficio de una “plutocracia”, mientras pretende proteger a las víctimas de estas mismas desregulaciones y monopolios (la clase trabajadora blanca). Por no mencionar su política exterior.

El renacer del fascismo en Europa no data de hoy. Es simultáneo al comienzo del neoliberalismo (mientras que en América Latina, el fascismo fue su condición de posibilidad), debido a que la denuncia de la solución fordista de los “Treinta Gloriosos” requería nuevas modalidades de división, de control y de represión. Incitada, solicitada, organizada por el Estado, la gestión del racismo, el sexismo y el nacionalismo pasó a estar en manos de los nuevos fascismos.

Desde la perspectiva de Foucault, no hay ninguna dificultad para comprender su proliferación global: en cierto modo, los fascismos siempre han estado allí, son parte de la organización del Estado y del capital. Foucault los llama “excrecencias del poder”, que existen virtualmente “de manera permanente en las sociedades occidentales”, que son “en cierto modo estructurales, intrínsecos a nuestros sistemas y pueden revelarse a la menor oportunidad, lo que los vuelve perpetuamente posibles”.11 Cita, a modo de “ejemplos ineludibles”, “el sistema mussolinista, hitlerista, estalinista”, pero también Chile y Camboya. El fascismo no hizo más que prolongar “una serie de mecanismos que ya existían en el sistema social y político de Occidente”. Pero si Foucault captó bien la relación entre Estado y fascismo, no vio su vínculo con el capital, que los vuelve componentes de su máquina de guerra.

No es solo una cuestión de decir como Primo Levi que si el fascismo y el nazismo ocurrieron una vez, pueden volver a suceder, sino afirmar que los fascismos, el racismo, el sexismo y las jerarquías que producen se inscriben de manera estructural en los mecanismos de acumulación del capital y de los Estados.

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