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LA SECESIÓN DE LOS PROPIETARIOS

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Los más ricos han decidido hacernos la guerra […]. Frecuento a gente rica en París y su indiferencia es total. Si les decís que en España, a los sesenta, es posible que tengas que trabajar por 2,60 euros la hora, no les importa. Te das cuenta de que están preparados para este mundo. En su cabeza, está decidido: para los pobres, va a ser muy duro, y les importa un carajo. […] Viviremos entre ricos en búnkeres mini-burbuja. Peor para los mendigos. Por mucho tiempo tuve la impresión de que los ricos no se daban cuenta, pero creo que es peor: está arreglado, es lo que quieren, que la gente se hunda en una miseria negra. No ven al trabajador como un ser humano sino como un problema a gestionar.

VIRGINIE DESPENTES

Los nuevos fascismos se limitan a reforzar las jerarquías de raza, sexo y clase; la estrategia política sigue siendo neoliberal. La misión de estos nuevos fascismos no es luchar contra una oposición que no existe, sino llevar a cabo hasta el final el proyecto político que está en la base de las políticas neoliberales.

Contrariamente a las teorías que nos hablan del “éxodo” de la multitud (Negri) o de la “secesión” del pueblo (Rancière), es el capital el que organiza su fuga, su “separación” de la sociedad. Aunque “vivir juntos” nunca ha sido una de sus preocupaciones, el capital parece ahora afirmar sin ambages el objetivo que persigue de una manera absolutamente consciente: volverse políticamente autónomo e independiente de los trabajadores, los pobres, los no propietarios. Políticamente, al menos, porque desde el punto de vista “económico”, los necesita, pero de la misma manera que el dueño de la plantación necesita de los esclavos. El neoliberalismo rompió con el pacto fordista anudado al empleo, pero los sindicatos y el movimiento obrero siguen atados a normas, reglas, derechos laborales y derechos sociales que se fueron destruyendo gradualmente para darles paso a relaciones de trabajo y de dominación serviles no negociables y no negociadas. Las comunidades cerradas, muy numerosas en Brasil, en Estados Unidos y en otros lugares, no son más que el síntoma folclórico, aunque perturbador, de esta visión de la “sociedad”.

En Estados Unidos, el país donde el paradigma neoliberal se encuentra completamente desplegado, las “minorías” empobrecidas (negros, hispanos, mujeres), destinadas a los trabajos precarios, confinadas en guetos habitacionales y educativos, privadas de asistencia médica, de jubilación y objeto de una guerra racial feroz, pueblan las prisiones por cientos de miles. De aquí en adelante, esta realidad es también el futuro de una parte de la clase trabajadora blanca y de la clase media, de ahí el éxito de la política de Trump, que les promete un retorno a una imposible supremacía social, racial y sexual.

En la secesión de los propietarios, la privatización ha transformado las políticas de los seguros contra riesgos sociales en dispositivos que producen desigualdades crecientes. La privatización cambia radicalmente las funciones de lo que Foucault denomina “dispositivos de biopoder”. Desde la década de 1970, se utilizó sistemáticamente para deshacer la “potencia” política acumulada por las poblaciones a lo largo de dos siglos de luchas revolucionarias y para anular su traducción a “derechos” a la salud, la educación, la jubilación, la indemnización, etc.: el acceso a todo esto dependerá de ahora en más de la propiedad y el patrimonio.

Para la gran mayoría de la población del planeta, la biopolítica debe proporcionar el mínimo “vital” necesario para su mera reproducción. En Francia, donde el estado de bienestar debería resistir mejor que en cualquier otra parte, las políticas económicas han producido como innovación la “tercera clase”, la clase de los pobres que tienen derecho al transporte, hospitales, supermercados e incluso funerales de tercera categoría. La biopolítica divide (en tres clases e individualiza aún más sutilmente) y, al dividir, empobrece a una gran mayoría y enriquece a una pequeña minoría. No produce capital humano, al empresario de sí mismo, sino al “trabajador pobre”, asignándole a esta mayoría la condición de “pobreza laboral”.

El control y la regulación de las poblaciones ya no se hacen por medio de la integración, sino por el apartheid social (otro nombre de la secesión política del capital) más que por la biopolítica. Las sociedades se han convertido nuevamente en patrimoniales. Los rentistas reinan en ellas como en las novelas de Balzac. En cuanto a los salarios, habiendo adquirido el estatuto de “variable independiente” de la economía, se han vuelto a convertir, como antes del ciclo de revoluciones, en una simple variable de ajuste de las fluctuaciones de la ganancia y tienden irresistiblemente al “mínimo”. Pero las desigualdades en el ingreso no son nada en comparación con las desigualdades en la riqueza, alimentadas por una renta que ya no es colonial, sino financiera.

A principios del siglo XXI, hay otros acontecimientos que afectan profundamente las subjetividades ya devastadas por la primera secuencia de políticas neoliberales. El colapso en 2008 del sistema financiero causó una doble ruptura “subjetiva” que inauguró una fase más intensa de inestabilidad directamente política, propicia para una conversión neofascista de la sociedad (o para una radicalización “revolucionaria”). Primero, la “crisis” de la deuda sancionó el fracaso de la figura del individualismo propietario y competitivo del “capital humano” e hizo emerger la figura subjetiva del “hombre endeudado”, responsable y culpable del exceso de gasto público. En segundo lugar, tras una profundización de las políticas neoliberales de concentración de la riqueza y el patrimonio, la frustración, el miedo y la angustia del hombre endeudado produjeron una conversión de la subjetividad, disponible ahora para aventuras neofascistas, racistas, sexistas y para los fundamentalismos identitarios y soberanos.

El liberalismo contemporáneo está, por lo tanto, muy lejos de la imagen irónica que Foucault daba de la sociedad del empresario de sí mismo en Nacimiento de la biopolítica: la sociedad industrial “exhaustivamente disciplinaria” que daría lugar a la “optimización de los sistemas de diferencias”, en la que “se concede tolerancia a los individuos y las prácticas minoritarias”. Este cuadro idílico no vio la luz en ninguna parte. Y así como estamos muy, muy lejos de la optimización de los sistemas de diferencias y la tolerancia que se les concede a las minorías, también es imposible referirse al “discurso capitalista” de Jacques Lacan, una versión psicoanalítica del poder neoliberal según Foucault: la inyunción del poder ya no sería “obedece”, sino “goza”.

El goce es hoy lo que Trump pretende procurarles a los estadounidenses blancos cuando defiende su whiteness contra las “razas” (negros, latinos, árabes) que los “amenazan”; o es el goce de los hombres cuando los movimientos neoconservadores prometen la restauración del poder que habrían perdido, el orden familiar y la heterosexualidad. En Europa, el islam es el objeto de todos los investimentos paranoicos y todas las formas de resentimiento que el liberalismo produjo a lo largo de cuarenta años.

La época está caracterizada por la lógica de la guerra contra las poblaciones y sus articulaciones (racismo, fascismo y sexismo). La creciente intensidad de las movilizaciones neofascistas, la libre circulación del habla y actos racistas y sexistas parecen encajar dentro de la gubernamentalidad neoliberal sin demasiados problemas porque participan de la misma máquina de guerra capitalista.

En este cuadro trazado, por un lado, por el progreso del proyecto de secesión política de los “ricos” y, por otro, por la impotencia de las fuerzas que quieren bloquearlo, la democracia ya no sirve. La democracia representativa no entró en “crisis” con el neoliberalismo: el Poder Legislativo que debería realizarla y legitimarla comenzó a ser neutralizado por el Poder Ejecutivo desde la Primera Guerra Mundial. La guerra industrial conlleva una reconfiguración del Poder Ejecutivo, que no termina con el cese de las hostilidades, sino que, por el contrario, va a ir reduciendo progresivamente al Parlamento al estado de apéndice de ratificación y legitimación de los decretos del verdadero Poder Legislativo, que está en manos del gobierno. Pero detener el análisis aquí sería quedarse en el camino trazado por Carl Schmitt o Giorgio Agamben. El siglo XX ha manifestado una nueva realidad de la “política” que el neoliberalismo ha realizado por completo: el Poder Ejecutivo, como todo el sistema político-jurídico, es uno de los centros de decisión de la máquina de guerra capitalista, que ejecuta, ratifica y legitima los “decretos” destinados a aumentar la “vida” (el poder de actuar) del capital financiero.

Los liberales siempre han entendido la democracia como una democracia de propietarios. Siempre han concebido los derechos como vinculados a la propiedad. Son las revoluciones las que impusieron la igualdad y las que conquistaron los derechos políticos y sociales “para todos”. El capitalismo puede funcionar muy bien dentro de diferentes sistemas políticos: democracia constitucional, Estado centralizador y autoritario como en China, en Rusia o en los regímenes fascistas. La idea de que el capital va necesariamente de la mano con la democracia ha sido desmentida una y otra vez.

El capital odia a todo el mundo

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