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LOS FASCISTAS Y LA ECONOMÍA

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Los liberales “progresistas” y “democráticos” no pueden creer en la alianza de ciertos sectores del mundo de los negocios, y en primer lugar el sector financiero, con los nuevos fascismos. No podemos sorprendernos por el “retorno” del fascismo con el neoliberalismo a menos que hagamos del fascismo una excepción y omitamos su certificado de nacimiento político. No puede sorprendernos el “retorno” de la guerra que conlleva la financiarización a menos que sigamos concibiendo al capital como un simple “modo de producción”.

No hay ninguna incompatibilidad entre las dictaduras y el neoliberalismo. Los neoliberales no tienen ninguna duda acerca de esto. El libertario Ludwig von Mises declaró que el fascismo y las dictaduras salvaron la “civilización europea” (entendida como la propiedad privada), mérito que, según él, quedaría grabado en la historia para siempre. En cuanto al inefable Hayek, prefería una “dictadura liberal” a una “democracia sin liberalismo”, en nombre de una propiedad privada sinónimo de libertad. Pinochet la garantizaba; con Allende, no estaba tan seguro.

Contrariamente a una opinión ampliamente compartida, difícil de erradicar, el fascismo no constituye un obstáculo para la economía, el comercio y las finanzas. En los debates del Parlamento francés previos a 1914 se escuchaban los mismos argumentos que hoy: la guerra es imposible porque la interdependencia de las economías nacionales es demasiado fuerte; la globalización penetró profundamente en la producción y el comercio como para que la guerra fuera posible. ¡Conocemos el resto! Después de la Primera Guerra Mundial, el fascismo italiano mantuvo buenas relaciones con Wall Street, a pesar de la “autarquía” económica que reivindicaba, y aunque Estados Unidos, bajo la presión de una xenofobia creciente, hubiera impuesto cuotas de inmigración que afectaban particularmente al régimen mussoliniano.

“Nacionalismo”, autarquía, xenofobia no conciernen más que a la gestión interna de las diferentes poblaciones de los diferentes países e intervienen solo marginalmente en los asuntos económicos a escala planetaria. Incluso si las coyunturas son diferentes, la lección del período de entreguerras puede seguir siendo útil.

Las políticas nacionales de desarrollo económico están lejos de ser incompatibles con la promoción del comercio internacional y las redes financieras. Hay que tomar en serio lo “nacional” en lo “internacional”. Las elites empresariales de Italia nunca consideraron el desarrollo de su país separado de la economía global. El efecto inmediato de la Primera Guerra Mundial no es tanto habilitar la desmundialización como reconfigurar los intercambios económicos internacionales.12

Hoover y Roosevelt, como por lo demás Churchill, hablan muy favorablemente de Mussolini, quien restaura el orden, “moderniza” la industria y el país, y aleja el peligro bolchevique, el único problema real para todas las elites capitalistas.

“El acuerdo sobre las deudas de guerra negociado en 1925 es el acuerdo más generoso que Estados Unidos haya alcanzado con sus aliados […]. Las inversiones estadounidenses en Italia superan rápidamente los 400 millones de dólares”. Cuando el presidente Hoover quiso relanzar un gobierno global, la Italia fascista fue uno de sus socios privilegiados. La armonía de la década de 1920 entre liberales, finanzas y fascismo no se rompe debido a la intensificación de la dictadura fascista, sino por la crisis de 1929. Adam Tooze señala que la historia del vínculo entre la “democracia” y las finanzas con el fascismo fue reescrita y falsificada a lo largo la Guerra Fría, para “pasa[r] por alto el hecho de que, desde 1935, instituciones tan importantes como JP Morgan han colaborado estrechamente con hombres que hoy merecen el tratamiento de criminales fascistas”.13

Una vez más, hay que ir a Hayek y a las razones que aduce para legitimar el fascismo. La dictadura –está hablando de Pinochet– desmantela las “libertades políticas” y permite que proliferen las “libertades personales” (la libertad de la economía, la libertad de comprar y vender, la libre empresa y, especialmente, la libertad de las finanzas para invertir, especular y saquear a través de la renta).

El único peligro, confirmado por la historia, es el de la autonomización de las políticas fascistas, que pueden convertirse en máquinas de guerra independientes y autodestructivas; pero es un riesgo que los capitalistas y los liberales no dudaron en correr cuando la propiedad privada estuvo en peligro y que no dudarán en correr cada vez que lo juzguen necesario. El capital no es solo economía, sino también poder, proyecto político, estrategia de confrontación política, enemigo jurado de las revoluciones políticas lideradas por sus “esclavos” (obreros, pobres, mujeres, colonizados). Contrariamente a otra idea aceptada, el capital no es “cosmopolita”, y su desterritorialización, su indiferencia a los territorios y fronteras es muy relativa. Su propósito es desarrollar las fuerzas productivas, pero solo a condición de producir beneficios. Esta condición (claramente establecida por Marx) está en clara contradicción con el desarrollo “en sí” de la ciencia, el trabajo, la tecnología, etc. El beneficio requiere que la reterritorialización que asegura su existencia se realice a través del Estado-nación, el racismo, el sexismo y, cuando corresponda, la guerra y el fascismo, los únicos capaces de asegurar la continuidad política de la expropiación y la expoliación cuando la situación se endurece. Es ingenuo creer que la subordinación de las fuerzas productivas al beneficio sea puramente inmanente al funcionamiento de la economía, la ley, la tecnología. Sin Estado, sin guerra, sin racismo, sin fascismo, no hay beneficio alguno. El “triunfo” sobre las clases subalternas no ocurrió una vez para siempre, debe repetirse y reproducirse continuamente.

El capital odia a todo el mundo

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