Читать книгу Yo maté a mi tía Gladys - Mayra Black - Страница 10

VI

Оглавление

Anotaciones del licenciado Roberto Giaccovino

Viernes, 28 de mayo del 2010

Ramiro luce una expresión serena, como si de algún modo se hubiera liberado del peso interior que lo había estado atormentando. Sonríe y empieza a hablar de lo linda que piensa que va a quedar la casa con la nueva pintura, de la satisfacción que sintió al quemar el colchón, la alfombra y toda la ropa de cama de su madre, que eso lo hizo sentirse encaminado hacia esa nueva vida que todos le dicen que debe comenzar.

—Creo que esto que hacemos en las sesiones es una versión distinta de lo mismo —confiesa, sin dejar de sonreírme—. Limpiar, sacar de adentro todo lo sucio, inservible y malo que llevamos guardado y dejar espacio para lo nuevo, ¿verdad? Eso es lo que interpreto, al menos. —No me parece mala su interpretación. Debo reconocer que tiene una actitud mental positiva que puede ayudarlo a superar sus conflictos psicológicos. Y, de paso, puede ayudarme a mí a entender lo que realmente le pasa—. Había quedado una respuesta pendiente de la sesión pasada… —me recuerda él, con una sonrisa apenas esbozada—. Una vez, mi tía me vio con Ana. Estábamos sentados en un banco de la plaza, abrazados, besándonos. Primero, ella me había dado un beso y yo estaba tan emocionado que ni hablar podía. Ana dijo: «Qué te pasa, no me digas que nunca te dio un beso una chica». Y no, nunca me había dado un beso una chica. Nunca me había dado un beso mi madre ni mi tía ni mi hermana cuando venía a pasar un par de días con nosotros ni mi abuela cuando íbamos a visitarla. Creo que mi familia nunca había aprendido cómo se da un beso.

Me parece difícil creerlo. ¿Una familia entera, donde ninguno haya sido capaz de besar a los demás? Pienso que tal vez Ramiro ha elegido el olvido de las demostraciones de afecto que sin duda sus padres y sus abuelos deben haberle hecho, al menos durante su niñez, al menos durante los primeros años de vida. Pero no puedo decírselo, él necesita sentir que yo le creo, que puedo aceptar como veraz todo lo que se sienta capaz de confiarme, para seguir adelante con su terapia:

—Entonces, su tía los vio besándose y ¿qué hizo?

—Apenas llegué a casa, empezó a burlarse. Dijo: «Bueno, qué tal, al fin demostraste que sos un machito, como todos tus amigos. A los besitos con esa pendeja en la plaza, a la vista de todo el mundo ¿no te dio vergüenza?». Y no me había dado vergüenza, pero cuando ella me lo dijo, entonces, empecé a sentirme ridículo, tonto, avergonzado. Me encerré en mi cuarto y no quise salir ni a comer esa noche. Al otro día era domingo y apenas me asomé a la cocina supe que ella le había contado a mi madre, vaya a saber de qué manera, porque las dos me miraban y se reían, se burlaban, ¿me entiende? ¡Mi tía y mi madre se burlaban de mí, porque había estado abrazado con una chica! —Lo dice con asombro, los ojos enrojecidos por el dolor de un recuerdo que sin duda hubiera deseado perder para siempre en los laberintos de su memoria. Y me pregunto, otra vez, si no fue una manera exagerada de interpretar lo que podría haber sido tan solo una sonrisa cómplice de dos mujeres descubriendo que el jovencito de la familia empezaba a comportarse como un hombre, algo sencillo y simple, sin intenciones retorcidas como Ramiro había interpretado. En el margen de la hoja donde hago mis apuntes anoto, entre signos de interrogación; ¿paranoia?

—¿Qué sentía en ese momento, Ramiro?

—¡Me sentí humillado, abochornado y lleno de vergüenza, como si hubiera cometido un asqueroso pecado!

—Pero sabe que no fue así…

—¡Claro que lo sé! ¡Puedo saberlo y entenderlo ahora, que soy mayor, pero a los diecisiete años me sentía así! Y solo, abandonado, perdido… —Falta de comunicación, de acercamiento, de capacidad de comprensión, todo eso estuvo viviendo el Ramiro adolescente que aún vive guardado en el interior de este hombre que hoy está aquí, casi al borde de las lágrimas y al mismo tiempo, enrojecido por una ira implacable que parece peligrosamente dispuesta a manifestarse en cualquier momento—. En la sesión pasada, yo le dije que había empezado a olvidarme de los motivos para estar enojado con mi tía. Pero con lo que ella hizo, volví a sentirme mal. Volví a esconderme, a alejarme, a pasar cada vez más tiempo fuera de casa, ni a la plaza iba ya con Ana, para evitar que mi tía pudiera vernos. Y de esa manera, por un tiempo, conseguí salir adelante. —Suspira, se queda en silencio mirando hacia la ventana protegida por la cortina que le impide ver el espacio entre los dos bloques de departamentos—. Hasta aquella noche, unos días antes de mi cumpleaños. Estaba profundamente dormido, hasta que empecé a sentir algo caliente y húmedo alrededor de mi oreja. Sin terminar de despertarme, saqué la mano izquierda que tenía debajo de la almohada y la moví, como se hace cuando uno trata de espantar un mosquito. Entonces, otra mano tomó la mía y volvió a ponerla bajo la almohada. La habitación estaba oscura, pero se filtraba un poco de luz por las hendijas de la persiana que daba al patio y pude ver su cabeza inclinada sobre la mía y sentí su lengua recorriendo el lóbulo de mi oreja muy despacio. La reconocí por el perfume, ella vivía impregnada de aquel perfume, no podía imaginarla sin ese aroma, mezcla de dulce con flores, que siempre me había perturbado. Entonces le dije: «¡Qué hacés, tía, salí…!», pero ella me cubrió la boca con una mano y dijo: «sh, no despiertes a tu madre. Vine a darte un anticipo de tu regalo de cumpleaños, lindo». Había metido su mano libre por debajo de la camiseta que usaba para dormir y me acariciaba la espalda. Empecé a moverme, traté de salir de la cama, pero ella me mantenía atrapado, con su cuerpo apoyado sobre el mío, por encima de las cobijas. Sacó la mano que tenía apoyada en mi boca y me besó en los labios, mientras su mano daba la vuelta por debajo de mi brazo y empezaba a recorrer mi pecho. Cuando llegó abajo se detuvo, quitó su mano y me tapó cuidadosamente, como si fuera una criatura. «Que descanses, lindo», me dijo al oído. Después, se levantó y salió del cuarto. No podía entender lo que había pasado. El corazón me latía a toda velocidad, sentía que me faltaba el aire y de golpe, me subía un calor tremendo, como una llamarada, como si me estuviera prendiendo fuego. Me quedé inmóvil, con los ojos abiertos en la oscuridad, esperando. Me parecía que algo más iba a pasar, que ella volvería a entrar al cuarto en cualquier momento y se metería en mi cama para tocarme, para hacerme la paja, no sé… Era una mezcla de excitación con miedo, un miedo que me impedía moverme, un miedo que no había sentido antes. Porque cuando ella se metió en el baño y me excité al verle las piernas, me había enojado conmigo mismo, me había sentido un enfermo, un pervertido capaz de calentarse con su propia tía. Pero aquella noche, cuando ella me estuvo tocando, el enojo fue solo con ella, porque ella no podía hacerme eso, ella era mi tía, la hermana de mi madre, la que me había estado cuidando desde que era pequeño. ¿Cómo podía haberse metido en mi dormitorio, tocarme, besarme en la boca de esa manera? ¡Mi tía era la pervertida, mi tía era la enferma, mi tía era la loca! Y entonces, empecé a tenerle miedo, miedo a mi tía, ¿entiende? Miedo a lo que ella podía ser capaz de hacerme. No sé cuánto tiempo estuve esperando antes de atreverme a salir de la cama. Quería cerrar la puerta con llave, pero entonces descubrí que la llave había desaparecido. Encendí la luz, la busqué por el suelo, debajo de la cama, pero no pude encontrarla. Trabé la puerta del dormitorio con una silla y volví a acostarme, tuve la sensación de que no podría volver a dormir, me quedé temblando, tapado hasta la cabeza, sin acabar de comprender lo que había pasado. Pero nunca pude comprenderlo. —Ramiro ha estado hablando sin pausa, con un acento cargado de angustia. Dice que no podía comprender lo que había ocurrido y yo mismo siento que es difícil de entender. ¿Su tía, la misma mujer que lo había cuidado desde que era un pequeñito, se había metido en su cama para excitarlo? Lo miro, tratando de ver más allá de sus ojos torturados y el rubor avergonzado de su rostro, de corroborar que todo aquel relato podría ser verdad y no la fantasía de un joven mitómano y paranoico. Aún con la certeza de que su tía Gladys había ocupado un papel protagónico en su vida, me resisto a aceptar las imágenes de la escena descrita por Ramiro como reales y concretas.

Advirtiendo mi silencio, levanta la vista para mirarme a los ojos y comenta con ironía—: ¿Es difícil de entender, cierto? A menos que todo se resuma en explicar que mi tía era una mujer enferma, trastornada quién sabe por qué conflicto de su infancia. Una interpretación típica de los psicólogos, ¿cierto?

—Pero eso sería diagnosticar a su tía sin tener los elementos necesarios para hacerlo, Ramiro. En principio, lo que estamos tratando de hacer es ayudarlo a usted. Que seguramente debe haber quedado muy afectado por lo ocurrido aquella noche.

—Me desperté a media mañana —dice resignado—. No me animé a salir del cuarto hasta que escuché la voz de mi hermana, conversando con mi madre y mi tía. Estaban tomando el desayuno juntas. Ocupé mi lugar en la mesa. Mi tía estaba tranquila, como si nunca hubiera pasado nada fuera de lo normal, me saludó con una sonrisa. Mi madre comentó que me veía un poco pálido, pero ni siquiera trató de averiguar si me sentía mal o tenía algún problema. Mi hermana me preguntó qué me gustaría que me regalara para el cumpleaños, hablaron de organizar una merienda con mis amigos. Ninguna de las tres se dio cuenta de que yo me quedaba callado y no demostraba interés en nada de lo que estaban hablando.

—En ese momento, ¿seguía temiendo a su tía Gladys?

—Tenía ganas de salir de la casa, de escaparme de ella, de volver el tiempo atrás y borrar de mi memoria lo que había pasado aquella noche, no sé. Me sentía desgraciado, abochornado, perdido en una soledad sin remedio.

Y al terminar la sesión, cuando Ramiro se marcha con los hombros encorvados, como si el peso de aquel recuerdo continuara pesando sobre sus espaldas. Permanezco largo rato absorto, pensando, sin terminar de aceptar todo lo que he oído.

Yo maté a mi tía Gladys

Подняться наверх