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II

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Apuntes de Roberto Giaccovino, licenciado en psicología.

Viernes, 14 de mayo del 2010

Hoy es la segunda sesión de Ramiro Hernández, un paciente derivado por el doctor Jaime Funkenstein, quien tuvo a cargo su tratamiento durante los años que el joven permaneció internado en el hospital neuropsiquiátrico.

Funkenstein no me ha dado detalles de las causas que motivaron esa internación, pero sugiere que la terapia deberá extenderse por largo tiempo, para ayudarlo a superar sus crisis depresivas, salir del aislamiento y reinsertarse en la sociedad.

Ramiro es alto, delgado, de cabellos renegridos que contrastan con la blancura de su piel y ojos oscuros, de mirar profundo, que por momentos adquieren un brillo alucinado y perturbador. Es un hombre serio, reservado, misterioso. Se advierte que se esfuerza por mantener un estricto control de sus expresiones y movimientos corporales, seguramente para no delatar sentimientos y sensaciones que guarda ocultas en lo profundo de su ser.

De acuerdo con la evaluación elaborada en la sesión inicial, carga con un importante monto de angustia, cuyo origen aún no me ha dado pautas para determinar.

Al llegar, saluda formalmente, se sienta en el sillón frente al mío y esboza una sonrisa antes de empezar a hablar, con voz vacilante, como si dudara de la importancia de pronunciar esas palabras:

—Estoy bastante más sereno ahora. Comencé a pintar el comedor de la casa, despacito y tranquilo, no tengo nadie que me apure, y me doy cuenta de que me hace bien. Todo de blanco, más fácil para pintar y más limpio, el mejor color. Me da la impresión de que la casa se ve pura, como protegida del mal. Antes era todo oscuro, rojo oscuro, verde musgo, azul desteñido, algunas paredes de color mostaza, parecía más un lugar de juegos para niños que una casa de familia, ¿me entiende? —Le digo que sí, por ahora me parece más prudente no ahondar en el tema. Intuyo que volverá a tocarlo en el futuro—. A propósito, todo esto que le cuento lo estoy poniendo en el diario de mi vida, como me había aconsejado usted la vez pasada. No resultó tan difícil como pensaba, vamos a ver si me ayuda para algo. Porque como escribí en el diario, me parece que es hora de empezar a recibir algo bueno de la vida.

—¡Qué curioso! Ramiro…, ese comentario me llama un poco la atención. Usted dice que: «es hora de empezar a recibir algo bueno de la vida». ¿Quiere decir que siente que nunca ha recibido nada bueno en su vida? —Niega con un movimiento de cabeza, parece desconcertado por mi pregunta.

—Bueno, tal vez decir «nada» es un poco exagerado… —admite— Pero, a ver…, qué se me ocurre… —Desvía la mirada, baja la cabeza, se queda pensando. Finalmente, como iluminado por una revelación, exclama—: ¡Algo bueno que he recibido de la vida es mi fantástico metabolismo, que me permite comer todo lo que quiera sin aumentar de peso! Sí, ya sé que a usted puede parecerle una frivolidad, pero ¿sabe la envidia que despertaba en mis conocidos? A veces hacían bromas, se reían de mi manera de comer, pero siempre había alguno que se atrevía a decir lo que pensaba: «Viejo, vos sí que tenés suerte, no sabés cómo te envidio». Mi tía Gladys era una de las que me envidiaba. Porque ella vivía a dieta, no podía comer pastas ni dulces ni frituras, según decía, engordaba solo de mirar las comidas que le gustaban. Sí, usted se ríe, pero una mujer empecinada en pesar lo mismo que pesaba a los quince años, sufre como una esclava. Desde que era chico se pasaba diciéndome: «Pará, Ramiro, vos no engordás, pero estás abusando de tu estómago, te estás haciendo daño». Cuando fui un poco mayor, se dio cuenta de que a mí no me asustaban sus advertencias y empezó a probar con otros argumentos. Por ejemplo: «Mirá, vos seguís comiendo de esta manera desaforada porque sos un desconsiderado y un egoísta. No te das cuenta de que estás desestabilizando el presupuesto familiar. ¡Sí, con vos gastamos más en comida que en cualquier otra cosa!». Como tampoco así conseguía hacerme reaccionar, ella terminaba perdiendo la imagen de mujer fina y de cuidado lenguaje que le gustaba lucir frente a los demás y caía en lo más ordinario: «¡Vos comés como un barril sin fondo! ¡Me da asco verte comer de esa manera, ni que fueras un mendigo que por primera vez se sienta en una mesa!».

A mí, lo que más me enojaba era cuando le daban esos ataques delante de otras personas, amigos de ella o míos, por ejemplo, en un cumpleaños o en las reuniones familiares, porque nunca faltaba alguno que se le daba por festejarla y otros que la imitaban y al final estaban todos riéndose de mí. De envidia, porque yo podía comer todo lo que quería y no engordaba, ni siquiera tenía panza, o distensión abdominal, como lo llamaba mi hermana.

—A ver, Ramiro —le digo esbozando una sonrisa que pretende ser amable y comprensiva, pero se me ocurre que Ramiro la puede interpretar como una burla más a su relato y vuelvo a estar serio—. ¿Por qué no me cuenta un poco más de su tía Gladys? —Él se sobresalta, cambia su postura, es como si se hubiera puesto en guardia, y en sus ojos aparece algo así como ¿miedo?

—¿Y por qué quiere que le hable de mi tía Gladys? ¿Qué tiene que ver mi tía con el problema que tengo ahora…? —pregunta, desafiante.

—Bueno, no se me ocurre nada en particular, Ramiro, pero como ha sido la primera persona de la que me ha hablado y se ha extendido tanto sobre ella, me inclino a pensar que es alguien que tuvo un lugar de cierta trascendencia en su vida. ¿Me equivoco? —Deja escapar un suspiro de alivio, vuelve a acomodarse en el sillón y empieza a responderme.

—Sí, claro, desde su punto de vista seguramente podría decirse que mi tía Gladys fue alguien con mucha trascendencia en mi vida. Más que mi padre, que murió cuando yo tenía cinco años y apenas lo conocía. Más que mi hermana Sofía, que pasó la mayor parte de su infancia viviendo con mis abuelos maternos y solo venía a pasar algún fin de semana con nosotros y para las fiestas de fin de año. Y más que mi madre, que trabajaba once horas por día y cuando estaba en casa se quejaba de estar cansada, de tener sueño, de que la comida le había caído mal, de que el tránsito estaba cada vez más complicado y estacionar en la zona céntrica era una misión irrealizable.

—Entonces, ¿su tía Gladys vivía con ustedes? —Me mira fijo, directo a los ojos, como si quisiera estar seguro de que soy alguien en quien puede confiar y vuelve a hablar con una voz lenta, pastosa, pensativa. Tengo la sensación de que ya no está hablando conmigo, sino consigo mismo, retomando recuerdos, tratando de entenderse, cuando se supone que debo ser yo el que trate de comprenderlo.

—Ella vino a vivir con nosotros cuando nació mi hermana, porque mamá tuvo que trabajar doble turno y no podía darse el lujo de pagar una niñera. Cuando mi padre murió, a mi hermana se la llevaron los abuelos y tía Gladys pasó a hacerse cargo de la casa y de mí.

—Entonces, ella pudo hacerse cargo de la casa durante todo el día, por lo que me está contando, ¿es así? La tía no estudiaba, no salía con amigas, ¿vivía todo el tiempo con ustedes, Ramiro?

—¡Con nosotros no, conmigo, solo conmigo…! —se apresura a aclarar— Ah, y el gato Tobías y Tomy, el perro salchicha que vivió hasta que tuve diez años. No, ella no salía casi nunca sola… Bueno, a veces un domingo, cuando mi madre se quedaba en casa, pero Gladys estaba siempre conmigo. Por eso hablé primero de ella, tiene razón, porque formaba parte de mi vida todo el tiempo. En todo momento, como si fuera mi sombra, ¿me entiende? Como si la única responsabilidad de su vida fuera ocuparse de Ramiro.

—Y eso a usted no le gustaba…

—¿Y a usted le parece que le hubiera gustado tener una tía persiguiéndolo todo el tiempo, hasta cuando iba al baño? ¡No, no me gustaba! O sí…, bueno, debe haberme gustado cuando era chico, cuando mi madre empezó a estar todo el día fuera de casa y Gladys era la tía protectora, la que me llevaba al parque, la que me hacía el almuerzo y se sentaba a comer a mi lado, la que me llevaba a la escuela y me ayudaba a hacer la tarea. Porque ella había asumido el papel de mi madre, era lo que hacían las madres de los otros chicos o sus abuelas, a veces.

—Pero en algún momento empezó a dejar de gustarle… —Otra vez se sobresalta y sus ojos vuelven a poblarse de sombras. Cuando habla, su voz suena cargada de enojo—. ¿Quiere contarme cuándo ocurrió eso? —pregunto, dudando o fingiendo que dudo. No quiero que se sienta invadido por mi inquisición, porque sin duda para él mi interés por saber solo puede ser interpretado como curiosidad, tal vez hasta curiosidad malsana.

Hay dudas en su mirada, incertidumbre, siento que por alguna razón le da miedo hablar de ese tema. Puede ser que todavía no confíe en mí lo suficiente, después de todo, esta es solo la segunda sesión que tenemos, y Ramiro es un individuo enfermo, psicológicamente enfermo. No quiero ponerlo en una situación desagradable para él. Cuando estoy por sugerirle que lo dejemos para la próxima semana, comienza a hablar, cabizbajo, sumido en sus propios pensamientos, con voz temblorosa:

—Dejó de gustarme cuando se metió en el baño mientras yo estaba bañándome.

—¿Eso hizo…? —La frase queda suspendida en el aire; él se refugia nuevamente en el silencio. Cuando levanta la cabeza para mirarme, en sus ojos percibo la determinación de seguir adelante con el relato, pero también está esperando el visto bueno de mi parte para hacerlo.

—Eso mismo. La puerta del baño no tenía llave, el pasador interno se había roto, pero a nadie se le había ocurrido entrar sin asegurarse de que no estaba ocupado. No digo que había que golpear, claro, pero siempre preguntábamos: «¿Vacío?». Esa era la pregunta, «¿vacío?», era suficiente. Pero esa noche…, era un viernes, me acuerdo porque había estado jugando al fútbol con unos amigos y había transpirado mucho, por eso quería bañarme antes de cenar. Y estaba allí, debajo de la ducha, desnudo, medio enjabonado, cuando mi tía abrió la puerta del baño y se quedó allí, mirándome…

—Me imagino que usted se habrá sentido incómodo, claro. Y ella, ¿qué hizo?

—Empezó a reírse, pero no era una risa de burla ni la risa nerviosa de alguien que se da cuenta de que metió la pata, ¿me entiende? Era una risita provocadora, insinuante, como si quisiera seducirme…, no sé si me entiende.

—Muevo la cabeza afirmativamente, sí, claro, creo que lo entiendo, pero me cuesta, de verdad me cuesta mucho aceptar que Ramiro me esté diciendo que su tía lo vio desnudo cuando era un jovencito y adoptó una actitud de seductora. Pero él solo ve mi afirmativa y suspira, aliviado, antes de seguir—. Yo tenía quince años, ya no era un chiquito. Había visto películas con escenas de sexo, mis compañeros de la secundaria hablaban de sexo, las chicas de mi barrio empezaban a tener tetas y a contornearse cuando caminaban. Yo sabía lo que significaba todo eso, lo que anticipaba, lo que estaba presagiando. ¡Pero mi tía tenía treinta y cinco años, era una mujer! ¡No me va a decir que no se daba cuenta del mal que me estaba haciendo con esa mirada! —Ramiro está alterado, nervioso, las manos le tiemblan y su voz empieza a quebrarse. Me doy cuenta de que aquel acto de indiscreción de su tía Gladys le ha producido un daño que no ha podido superar con el paso del tiempo—. Ella tenía un vestido verde, de una tela muy fina, casi transparente. Parada en el hueco de la puerta se le podía ver el contorno de las piernas, mientras ella seguía sonriéndome con los ojos entrecerrados. Entonces, tuve una erección, y ella alcanzó a verla. Me tiró un beso con la punta de los dedos, se dio vuelta y salió del baño, sin decir una sola palabra. ¡Tuve tanta vergüenza!

—Sí, fue natural que la tuviera en ese momento. Sin embargo, Ramiro, no tiene por qué sentirse culpable. Lo que le ocurrió fue algo normal, teniendo en cuenta las circunstancias. Ni tiene por qué sentirse avergonzado.

—¿Qué se te pare viendo a tu tía en la puerta del baño no es motivo para avergonzarse? —me increpa, casi llorando, con la tensión aflorando de su cuerpo, y continúa—: Esa noche no quise cenar con ellas…, porque estaba mi madre en casa, claro. Me fui a dormir, pero continuamente me venía la imagen de las piernas de mi tía y su sonrisa…, terminé masturbándome, pensando en ella, ¿se da cuenta? ¡Era mi propia tía, la hermana de mi madre!

—Es comprensible, lo entiendo, Ramiro. Pero, en todo caso, si hubo una culpa, fue de su tía, debería haber tenido más cuidado, respetar la privacidad de un muchacho de quince años. Fue un error de ella, está claro, por eso le digo que no debe sentirse culpable ni avergonzado.

¿Y usted no se atrevió a plantearle a su tía que había estado mal lo que hizo? ¿Nunca le contó lo mal que se había sentido? —Sigue enojado, molesto, dolorido. La hora de la sesión ha terminado, pero quiero concluir de una manera menos dramática el encuentro.

—No. Quise dar por cerrado el tema, me pareció que si lo hablaba iba a empeorar las cosas, tal vez ella empezara a hacerme bromas de mal gusto o se hiciera la desentendida, como si hubiera olvidado lo que había pasado. No le dije nada ni se lo conté a nadie, esta es la primera vez que lo cuento. Pero mi relación con mi tía empezó a cambiar desde esa noche.

—A ver…, usted dice que su relación con ella empezó a cambiar. ¿Fue su relación lo que cambió o fueron sus sentimientos hacia ella los que cambiaron?

—Hace amago de comenzar a responderme, pero lo detengo con un gesto—.

¡No!, no trate de contestarme ahora, Ramiro. Le dejo esto como una propuesta para que lo piense y en la próxima sesión me contesta, ¿está bien?

Él acepta tácitamente, se pone de pie y se marcha saludándome con un movimiento de cabeza. Me parece que está perturbado.

Yo maté a mi tía Gladys

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