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Del diario de Ramiro

Jueves, 27 de mayo del 2010

La habitación que fue de mis padres era la más grande de la casa. Las paredes estaban pintadas de verde oscuro, los marcos de las puertas y las ventanas eran grises y el piso de madera estaba recubierto por una alfombra gruesa, que alguna vez había sido mullida, pero el paso del tiempo y las huellas del uso la habían ido convirtiendo en una superficie compacta y despareja. Mamá me había contado que fue un regalo de los abuelos maternos y a ella le había parecido muy bonita, con los dibujos en distintos tonos de marrón sobre un fondo beige muy claro, que se había transformado en un marrón a causa de la mugre que la vieja aspiradora no había sido capaz de retirar.

Los muebles eran también oscuros, grandes, pesados, muebles de estilo, de estilo viejo, de estilo de otras vidas, de otro mundo, así los veía yo. Y las cortinas, los adornos, el acolchado de la cama, todo era igualmente oscuro, triste, como si el cuarto estuviera vestido de duelo permanente. No me gustaba, nunca me había gustado esa habitación, pero en cuanto la casa pasó a ser mía, decidí que este habría de ser mi cuarto, que iba a vestirse de blanco y que solo iba a permitir que la luz y los colores de la vida la fueran habitando. Ya había tenido suficiente muerte esta pobre casa.

Ayer se llevaron los muebles para exhibirlos en un local de antigüedades; me dijeron que iban a ofrecerlos a buen precio, porque estaban muy bien conservados y podía haber mucha gente interesada en comprarlos. Pero la alfombra no servía para nada ya, así que pedí ayuda a dos vaguitos que pasaron pidiendo y logramos enroscarla, la llevamos hasta el fondo, junto con el colchón —a uno de ellos le había interesado, pero cuando vio que tenía manchas de sangre cambió de idea—, el acolchado y toda la ropa de cama que había estado guardada en el placar. Puse todo arriba de la alfombra, lo bañé en combustible y encendí el fuego. Al rato, vino el vecino de al lado a quejarse de que el viento le llevaba el humo negro para el lado de su casa, justo donde tenía la ropa tendida. Me reí en su cara, me miró fijo y de pronto dio la media vuelta y se fue casi corriendo. Para algo sirve tener fama de loco en el barrio.

Yo maté a mi tía Gladys

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