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Lo que hemos olvidado

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Si pudiera empezar otra vez desde el principio, empezaría por lo más invisible, los hilos de la red de nuestro ecosistema que rara vez son nombrados, y mucho menos reverenciados. Comenzaría por hacer una lista de los nombres de los árboles, las flores, las semillas que transportan la luz que nos da la vida, porque esto es lo que hemos olvidado. Esto es a lo que nuestra veneración todavía no ha llegado.

Comenzaría por el incienso y la mirra, y con los árboles Boswellia y Commiphora de los que proceden. Comenzaría por las abejas y el dulce néctar esencial del que se alimentan. Comenzaría primero por lo que pasa inadvertido, por todo aquello que ni siquiera nos hemos percatado de que es lo más sagrado que existe entre ­nosotros.

Comenzaría por los nombres de todos los que han sido excluidos, de los niños de la calle, de los millones de personas que están padeciendo hambre y se encaminan lentamente hacia la muerte a plena luz del día. Comenzaría por los forasteros, los marginados. Comenzaría por todos los que pensamos que no merecemos ser amados tal como somos. Pronunciaría en alto cada uno de los nombres de todas las que hemos sido convertidas en objetos, que hemos sido violadas y que para sobrevivir hemos abandonado nuestro cuerpo por completo.

Haría una lista de los nombres de todas las madres que han conocido el gozo indescriptible de albergar la vida en su interior, de sacarla de la oscuridad para llevarla hacia la luz. Las madres que ya no tienen la menor idea de dónde está su corazón, ahora que también está fuera de ellas. Las madres que nos recuerdan, independientemente de quiénes seamos, que nuestro primer país fue el cuerpo de una mujer, nuestro primer elemento fue el agua y nuestra primera realidad fue la oscuridad.

Si pudiera escribir sobre el inicio, no sería bajo la luz. Sería dentro del vientre, en la oscuridad, en una cueva, en un huevo. Nombraría a todo aquello que ha sido excluido de lo sagrado. La sangre, el cuerpo. Nada real ni imaginado ha sucedido jamás sin ellos.

Si pudiera empezar de nuevo, levantaría un altar en mi interior. Colocaría en él el objeto más sagrado: mi propio corazón. Si pudiera empezar de nuevo, sabría que la única catedral que siempre he necesitado encontrar, en la que he querido entrar, y a la que más tarde he deseado retornar una y otra vez, es esta humilde ermita roja, este espacio místico que contiene todas las respuestas. Empezaría de nuevo en el interior de mi corazón. Y viviría de ese modo. Hablando desde él.

Si pudiera empezar otra vez, empezaría por ella. A modo de introducción haría una lista de todos sus nombres, un linaje olvidado: Inanna, Enheduanna, Isis, Quan Yin, Miao Shan, Madre María, Sarah-La-Kali, Tecla, Perpetua, Juana de Arco, Marguerite Porete.

Comenzaría por la mitad oculta de la historia, las voces que fueron enterradas en desiertos y cuevas, las mujeres que fueron quemadas en la hoguera. Mujeres que resultaban muy peligrosas porque escuchar su voz significaba dejar que el amor llegara hasta donde nunca antes había llegado; a todos nosotros, a toda la creación, a las pequeñas cosas que hay entre nosotros, a los árboles y las flores, a las abejas que se alimentan de ellas, al incienso y la mirra, a la corteza y a la tierra, y a la región donde la palabra fue pronunciada por primera vez.

Si pudiera empezar otra vez, empezaría por el amor de ella porque es lo que ha sido olvidado. Esto es lo que necesitamos recordar más imperiosamente. Que ella pudo escucharlo a él, conocerlo, desde lo más profundo de su corazón. Que ella tenía mucho para enseñarnos, que gracias a su amor por él aprendió muchas cosas. Empezaría por el amor de ella porque ese fue el puente. Ese es el puente. Así es como hacemos avanzar la historia de lo que significa ser humano. De ella lo escuchamos, de ella escuchamos lo que su amor hace posible.

Si pudiera empezar otra vez, lo haría en la oscuridad. Y en la oscuridad lo único que veríamos sería una mano que se extiende repentinamente hacia nosotros. Y la invitación sería aterradora. Ver esa mano obligaría a nuestro corazón a comenzar a latir de forma rápida y audible. El miedo procede de la sensación de haber perdido el control. Queremos marcharnos pero al mismo tiempo, y en igual medida, queremos quedarnos. Queremos saber qué podría suceder a continuación, y desearíamos que todo permaneciera exactamente igual. Sujetar esa mano es una opción para entregarse. Entregarse a todo. A todos los temores. Al dolor. A la ira. Y al ego que los ha creado.

Si pudiera empezar de nuevo, empezaría por María Magdalena, porque ella es quien lo recuerda. Quien recuerda al Cristo que conozco a través de mi corazón.

María Magdalena revelada

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