Читать книгу María Magdalena revelada - Meggan Watterson - Страница 11
El cristianismo que todavía
no hemos experimentado
ОглавлениеEntonces Pedro le dijo: «Nos has estado explicando todos los temas; dinos una cosa más. ¿Cuál es el pecado del mundo?». Y el Salvador respondió: «No hay pecado».
María 3: 1-3
No estoy muy segura de lo que esperaba encontrar cuando, siendo niña, fui por primera vez a una iglesia. Bueno, en realidad sí lo sé. Esperaba que lo exterior fuera como lo interior. Deseaba que el enorme e indecible amor que sentía dentro de mí fuera visto o admirado fuera de mí. En aquel momento, antes de sentirme separada de él, dentro de mí había una vasta extensión de amor que parecía mi propio océano privado.
Por lo tanto, supongo que tenía la esperanza de que la iglesia fuera ese lugar donde todos se reúnen y se saludan, desde un océano a otro, con su ser más profundo precisamente allí sobre la superficie, y su mundo interior emergiendo de las profundidades para poder inhalar aire fresco. Un lugar donde podremos dejar nuestras máscaras junto a la puerta de entrada, y dedicarnos exclusivamente a ayudarnos los unos a los otros a ser humanos. Un lugar que me recordara cómo estar aquí en este mundo sin olvidar esa parte de mí que no forma parte de él.
Pero no fue eso lo que encontré.
Yo no soy cristiana. Sin embargo, me he bautizado a mí misma muchas veces. Como le sucedió a la fogosa profeta turca del siglo I llamada Tecla, que fue rechazada por Pablo cuando le comunicó que ya estaba preparada para recibir el bautismo. Ella le dijo: «Solo tienes que darme el sello de Cristo, y ningún juicio me afectará». Pero él pensó que todavía no estaba preparada y le aconsejó que tuviera paciencia. Tecla conocía su propio corazón (y es por este motivo por lo que la amo), y en vez de seguir su consejo se cortó el cabello y se bautizó a sí misma.
No conocí la historia de Tecla hasta que fui una joven adulta que estudiaba en el seminario. Los hechos de Pablo y Tecla es un texto que data del 70 d. C. Esto significa que es tan antiguo como cualquiera de los evangelios del Nuevo Testamento. Ese fue el comienzo de mi educación, o mejor dicho, mi reeducación. Lo que yo estaba buscando se encontraba dentro del cristianismo, pero no le pertenecía. Tecla no fue recordada como la primera profeta. Su historia no sirvió de precedente para que la voz de las mujeres se alzara en la jerarquía eclesiástica. Estaba demasiado imbuida de una verdad que en aquella época no estábamos preparados para aceptar. Porque para Tecla la salvación fue algo que encontró en su interior.
Pero más adelante volveremos a hablar de ella.
Los bautismos de mi vida, que para hablar con más precisión fueron breves inmersiones extáticas, se convirtieron en indicadores de todas las ocasiones en las que sentí que estaba expresando más fielmente lo que sucedía en mi interior, cuando ya no negaba ni silenciaba esta suave y modesta voz que habita en mí.
Yo no soy cristiana. Pero a menudo me siento en la obligación de aclararlo. Necesito asegurarme de que nadie se equivoque y me trate como si fuera una de ellos. No fui educada en la religión, fui educada en el feminismo.
Mi bisabuela, la gran Margie (que era pequeñita pero tenía una presencia tan enorme que parecía entrar en la habitación antes de llegar a ella) fue una sufragista. Me susurraba al oído comentarios alocados, como por ejemplo: «Está muy bien que quieras tener un marido y ser madre, pero debes asegurarte de que te paguen por ello».
Mi madre, Margie, se manifestó a favor de la Ley de los Derechos Civiles y de la Enmienda de la Igualdad de Derechos, y me enseñó a reclamar los derechos de la mujer en aquellos días en que la ley Roe vs. Wade 1 corría peligro de ser abolida. Cuando nos llevó a la manifestación, yo tenía trece años y mi hermana pequeña solo tres. La camiseta con el rótulo que decía «Planificación familiar» 2 le llegaba hasta las rodillas.
Las dos íbamos de la mano cuando de pronto una mujer mayor se acercó a mí enarbolando con mano de hierro un cartel a favor de la vida. Vino directamente hacia mí, hasta que quedamos frente a frente. Sentí que me odiaba. Fue una sensación visceral. Lo que pretendo decir es que ella odiaba todo lo que creía que yo representaba. Y estaba tan enfadada mientras hablaba que algunas gotas de su saliva comenzaron a salpicarme la cara.
Entonces exclamó: «¿Cuántos serán suficientes para ti?». Yo no tenía la menor idea de lo que me estaba preguntando. No estaba allí porque pensara que algún día me iba a someter a un aborto. Estaba allí porque sabía que si había algo sagrado, era precisamente la relación que tenía con mi propio cuerpo. Una relación demasiado íntima como para que nadie que no fuera yo pudiera controlarla o hacer que me avergonzara de ella.
Siempre he sentido que tendría que reescribir la historia del cristianismo para llegar a ser parte de ella oficialmente. No, no me refiero a hacer girar el mundo como hace Superman cuando muere Lois Lane, para asegurarme de que todos reciben el mensaje correcto desde el principio. O el mensaje tal y como yo lo creo: que de ninguna forma somos inherentemente pecadores ni indignos y que no deberíamos avergonzarnos por nuestra propia humanidad, por la frecuencia con que nos quebramos, perdemos la fe y cometemos errores de manera incontrolada.
Cuando asistí a la iglesia por primera vez cuando era una niña y leí la Biblia, la piel se me llenó de ronchas. No podía conciliar el feminismo con la idea de que Dios era el Padre, y que la salvación solo había llegado a través de su hijo Jesús, y que por lo tanto los hombres ostentaban este derecho exclusivo (por ser del mismo sexo que el Padre) de hablar en su nombre.
El cuerpo nunca miente. Y yo recibí un mensaje absolutamente claro en forma de un sarpullido rojo que cubrió toda mi piel y me indicó que ese sistema de creencias no concordaba con lo que había dentro de mí. Por lo tanto, abandoné la iglesia. Me marché físicamente de la Primera Iglesia Unitaria de Cleveland, pero también se fueron conmigo la agitación, la rabia, el amor intenso y el anhelo ardiente que sentía.
Todos los años que estuve en el seminario los pasé estudiando la historia de la Iglesia para conocer todos los momentos en que las mujeres fueron silenciadas, cómo surgieron las figuras del papa y de todos esos cardenales vestidos de rojo, y también para saber por qué la posibilidad de que hubiera una papisa era completamente inimaginable.
Busqué historias y voces que hubieran sido suprimidas o, como en el caso del Evangelio de María Magdalena, destruidas y enterradas.
Recuerdo la primera vez que conduje un retiro sobre el Evangelio de María Magdalena, y abrí la sesión con el siguiente pasaje: No hay pecado. Estábamos todas sentadas en círculo, de manera que pude ver la respuesta inmediata. Todas las caras se iluminaron, había en ellas sorpresa y entusiasmo a partes iguales.
No hay nada inherentemente pecador en el hecho de ser humano, expliqué. No hay nada que sea pecado en relación con el cuerpo, el sexo o la sexualidad. Ser humano no es un castigo, ni tampoco algo que debemos soportar o trascender. Se trata precisamente de ser humanos.
Nosotros no deseamos olvidar, pero tampoco equivocarnos (que es la forma en que se traduce del griego la palabra correspondiente a pecado) creyendo que tanto nosotros como los demás somos solamente este cuerpo. Somos este cuerpo, claro que sí, y además toda la furiosa humanidad que él demanda. Y también somos esta alma. Somos ambos.
Una de las mujeres que se encontraban en aquel círculo, Ger, rompió a llorar. Por lo que nos había contado durante el retiro yo sabía que era irlandesa, que había sido educada en la religión y que había sufrido abusos sexuales en la infancia. La calidez que irradiaba hizo que me enamorara completamente de ella. Nunca olvidaré la alegría que transmitían sus ojos, a través de sus lágrimas; era como cambiar las luces delanteras a luces largas.
Ella dijo: «Me has recordado al Cristo que conocía antes de ir a la iglesia». En verdad no recuerdo bien si eso sucedió en aquel retiro o más adelante cuando se unió a mi comunidad espiritual The REDLADIES (Las damas rojas), pero me impresionó porque no era eso lo que yo pretendía que sucediera cuando comencé a hablar del Evangelio de María. Yo solo quería hablar de las enseñanzas de María y compartirlas.
Para mí, conocer la voz de María Magdalena, su evangelio, fue como asistir finalmente a la iglesia que yo había imaginado cuando era una niña. Un lugar en el que no tenemos la intención de ser mejores que los demás, ni de ser mejores de lo que somos en ese momento, y en el que están incluidos todos los seres humanos, independientemente de quiénes sean, y todas las cosas, en especial el cuerpo.
Yo no soy cristiana. Pero recientemente encontré una cita del filósofo y teólogo laico inglés G. K. Chesterton que resume lo que he llegado a creer: «El cristianismo no ha fracasado, lo que ocurre es que todavía no ha sido experimentado».
De manera que no soy cristiana, y si lo soy pertenezco a un cristianismo que todavía no he experimentado, un cristianismo que incluye a María Magdalena. Es el cristianismo que existió antes de la iglesia. Es la iglesia cuyas puertas tienen las bisagras arrancadas. Es el cristianismo que incluye todo aquello que ha sido excluido.