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El ministerio secreto de
Currer Bell

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El misterio que une a dos seres es grande;

sin él el mundo no existiría.

El Evangelio de Felipe

Todos los años leo Jane Eyre al menos una vez. Las cuatrocientas páginas de principio a fin, hasta esa parte en la que Jane escucha la voz del señor Rochester como si la trajera el viento, o como si estuviera dentro de ella. A los trece años leí el libro por primera vez, y esa me pareció la imagen más electrizante y mágica que jamás había conocido. Ese amor de alguna manera nos ofrece acceso a los poderes sobrehumanos que desafían las leyes del espacio y del tiempo.

La novela Jane Eyre fue publicada en 1847 por Currer Bell, un seudónimo de Charlotte Brontë utilizado para ocultar el hecho de que su autora era una mujer. El padre de Brontë, Patrick, era un clérigo irlandés. Como es evidente, por el mero hecho de ser mujer ella no podía seguir sus pasos. O al menos, no exactamente. Las insinuaciones y comentarios espirituales sobre el cristianismo se suceden abiertamente a lo largo de la novela. Charlotte parece haber encontrado su forma de predicar: a través de su pluma.

Ella me ayudó a darme cuenta de que no todos los pastores tienen una iglesia, y que tal vez las mujeres nunca han estado del todo alejadas de los púlpitos; sencillamente encontraron otros medios para expresarse.

Hay muchas mujeres que jamás se ordenaron como ministras de la iglesia ni fueron reconocidas como autoridades espirituales. Sin embargo, al parecer existe una ley superior que considera sus voces entre las más sagradas, y así lo decreta. Escucha las palabras llenas de amor de Sojourner Truth, 4 que se puso de pie en la Convención de los Derechos de las Mujeres de 1863 y cuya voz ha quedado inmortalizada por la verdad que osó compartir con la audiencia en aquella ocasión:

Entonces ese pequeño hombre de negro que hay allí [señalando a un sacerdote] dice que las mujeres no tienen los mismos derechos que los hombres, ¡porque Cristo no era una mujer! ¿De dónde procede vuestro Cristo? ¡De Dios y de una mujer! El hombre no tuvo nada que ver con Él.

Jane Eyre fue el primer libro, entre otros muchos, que leí como si fueran las escrituras. (Tenía el cuerpo lleno de urticaria, y no podía tocar la Biblia). Me di cuenta de que todas las mujeres que llegarían a ser ministras, sacerdotisas y obispas se habían dispersado por todas partes, todos los géneros y todos los lugares, tanto en los sagrados como en los seglares. Nuestras voces espirituales estaban escondidas a plena luz del día. En publicaciones. Y en sitios en los cuales nuestras ideas sobre la religión, sobre Cristo y María Magdalena eran aceptadas porque las transmitíamos como si se tratara de una ficción.

Déjame describir la trama de la historia. Durante toda su vida Jane había sufrido indeciblemente por la falta de amor en el seno de su familia. Se da cuenta demasiado tarde de que su amado, el señor Rochester, tiene una esposa que vive en el ático y a la que tratan como una «mujer enajenada». Creo que su sufrimiento era mucho mayor. (Pero ese es el tema de otra obra maestra titulada Ancho mar de los Sargazos 5 ).

Los padres de Jane habían fallecido de tifus cuando ella era apenas una niña. De manera que Jane fue criada por su tía, Sarah Reed, que la atormentaba tratándola como si fuera una carga, mimando a sus tres hijos en su presencia pero negándose a cobijarla a ella bajo su amor. Jane solo encontraba consuelo en su amor por los libros.

Sin embargo, llega un día en el que Jane se harta de la situación. Su primo John la ha maltratado y la ha denigrado hasta la humillación demasiadas veces. La ataca con tanta dureza que finalmente ella cae al suelo. Incapaz de contenerse, se levanta y se dirige hacia él como un mono salvaje y feroz. Con la nariz ensangrentada y llorando, John le cuenta lo sucedido a la señora Reed. Indignada, la mujer encierra a Jane en la Habitación Roja, que es la estancia donde murió su tío. Ella golpea la puerta con sus puños y le ruega que la deje salir.

La Habitación Roja es donde finalmente Jane expresa toda su rabia por ser tan incomprendida y tan maltratada. Chilla y llora, y está tan alterada que finalmente se desmaya.

Su tía la envía al internado Lowood, un colegio para huérfanos cuyo director era el siniestro señor Brocklehurst, que el primer día humilla a Jane obligándola a permanecer de pie sobre su silla con un letrero alrededor de su cuello que dice «Mentirosa». La única niña que le dedica una sonrisa y más tarde le ofrece un trozo de pan es la pelirroja Helen Burns. Ese gesto es su comunión. Parece pequeño, pero para Jane es una verdadera fiesta tener por fin una amiga. Helen enseña a Jane que a su alrededor existe un «mundo invisible», «un reino de espíritus». Pero llega un día en el que Helen se encuentra a merced de la ética «cristiana» del señor Brocklehurst, basada en la vergüenza y la mortificación. Él ha ordenado que le corten su hermosa cabellera roja. Jane está allí para brindarle el mismo amor y compañerismo que recibió de ella, y se corta sus propios cabellos como un gesto de solidaridad.

Avancemos ahora rápidamente hasta el momento en que Jane es contratada como institutriz en Thornfield Hall, y por primera vez en su vida conoce el amor. Ha encontrado a su alma gemela, el señor Rochester, que la trata de igual a igual. Ambos se enamoran locamente. Pero pronto llega la desilusión. El fuego. Durante la boda, se revela dramáticamente que la «mujer enajenada del ático» es la esposa de Rochester.

Jane es salvada por St. John y sus dos hermanas, que son exactamente lo opuesto al hermano y las hermanas que tanto la habían atormentado cuando era pequeña. Ellos la ayudan y la cuidan para que recupere la salud después de llegar hasta su puerta completamente empapada y sin poder pronunciar palabra, con el corazón destrozado y en plena crisis nerviosa.

Y mientras su primo John nunca había sido amable con ella, y por el contrario se había dedicado a golpearla, St. John, su «hermano» redentor, un ministro de la Iglesia, quiere ofrecerle una nueva vida, una vida de servicio. Después de pasar juntos algún tiempo, le pide que lo acompañe a la India en una misión cristiana. Él quiere casarse con ella. Jane considera la posibilidad de acompañarlo en su misión, pero declina su oferta de matrimonio. Y en ese momento es cuando sucede todo.

Jane oye la voz de Rochester. Siempre me ha parecido significativo que todo comience en su corazón. Todo se inicia cuando este atrae toda su atención.

El corazón de Jane comienza a latir rápidamente, hasta el punto de que ella de pronto puede oírlo palpitar frenéticamente. Jane cuenta que entonces su corazón se detuvo, como si esperara que algo lo atravesara, lo estremeciera como una descarga eléctrica. Y afirma: «Los ojos y los oídos aguardaban mientras la carne temblaba sobre mis huesos».

Ella oye «Jane, Jane, Jane», pero no sabe de dónde procede la voz. Lo único que sabe es que esa es la única voz que durante mucho tiempo ha anhelado escuchar.

Ella lo invoca y le pide que la espere, e inmediatamente se dirige a su habitación a rezar. Pero no de la forma que reza St. John, Charlotte Brontë ni Currer Bell, sino de un modo que le es propio e igualmente efectivo.

Y debido a este momento, a esta conexión mística que comparten, Jane vuelve junto a Rochester. Él le confirma que ha pronunciado su nombre tres veces en voz alta, y eso es exactamente lo que ella ha oído.

Cuando en el Evangelio de Felipe se dice «El misterio que une a dos seres es grande», yo siempre pienso en esta escena de Jane Eyre. Es un misterio que Jane pueda oír la voz de Rochester a semejante distancia, como si él estuviera dentro de ella. ¿Cómo puede estar tan lejos de él y, al mismo tiempo, no haberlo abandonado nunca?

Y esto me hace pensar en Cristo y María. En que hemos subestimado el misterio que los une. En que lo hemos presenciado todo el tiempo en nosotros mismos y en los demás. En que lentamente hemos ido adquiriendo una visión que puede percibir cuán sagrado es el amor humano, una visión que puede salvar al mundo. Tal vez este fue el ministerio secreto de Currer Bell.

María Magdalena revelada

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