Читать книгу Danzando con el diablo - Meyling Soza - Страница 10
ОглавлениеINTENSIDAD
Su cuerpo se movía de una forma armoniosa, parecía que el mismo viento obligaba a sus curvas femeninas a lanzarse a una batalla marcada por el suave ritmo del timbal, sus manos eran como armas afiladas que herían al viento cada vez que las extendía y sus piernas parecían de bronce que fluía a través de sus medias caladas.
La delicada tela del tutú blanco se sacudía con su cuerpo y en un movimiento un tanto sobrenatural, su cuerpo descansaba sobre la punta de los dedos de sus pies, la sonrisa de su rostro no se borraba y las pequeñas gotas de sudor hacían brillar la piel canela de su frente. Toda su cara tenía una especie de rubor y su pecho parecía arder como las llamas, por completo rojo, contrataba de manera exagerada con el tono broncíneo de sus brazos. El sonido grave del timbal se detuvo y, con él, la bailarina que parecía pedir a gritos el oxígeno que le hacía falta a sus pulmones, sus labios abiertos formaban una pequeña O y competían por aire con su fina nariz.
La profesora se levantó del sillón cubierto de cuero rojo, ese pequeño gesto significaba que era hora de iniciar. Corrí con los demás bailarines a buscar un espacio en la barra que flotaba sobre el piso. Todo mi ser se vio reflejado en los enormes espejos y rápidamente aparté mi mirada, odiaba verme.
Coloqué mi cuerpo en una posición recta, de este modo obligué a mis vértebras a encontrar su verdadero lugar, mis pies paralelos a mis hombros y mis manos firmes, pero no rígidas, mi pelvis alineada con toda mi columna y a pesar de todo, era una posición muy cómoda.
La bailarina, una vez recuperada, iba a buscar un espacio en la barra, mas fue detenida por la profesora.
Su piel contrastaba con su edad, aunque ya superaba los sesenta, era tersa y con pocas arrugas. Su sencillo traje negro era mucho más austero que el de la joven bailarina, y un bastón delgado que terminaba en una curva dorada que tenía el diseño de una enredadera era sostenido por sus largos y bien cuidados dedos. La muchacha se colocó en la misma posición recta que todos nosotros, una mueca de duda cruzaba su rostro, era obvio que no sabía por qué había sido detenida en medió del salón y todos estábamos a la expectativa de la situación.
La profesora extendió su delgado bastón negro, tocó con delicadeza la espalda de la bailarina, que al simple contacto se irguió un poco más, tocó luego sus brazos y ella los cambió a una posición un poco más robótica.
—Buenos días, jóvenes estudiantes. Mi nombre es Leslie Miller, esta es la primera lección de baile que tendrán en todo este periodo y quizá la que nunca olvidarán. —La voz de la profesora era hermosa y solemne, no necesitaba gritar para que su tono retumbara en toda la habitación.
Mi corazón latía con muchísima fuerza y un nudo se formaba en mi estómago, pero el grado de emoción, superaba cualquiera de las otras sensaciones. Luego de unos minutos de un muy profundo y algo tenebroso discurso, el salón quedó en silencio. Entonces, nos introdujo a la bella bailarina, su nombre era Erín; tenía ya dos años en la academia, lo cual explicaba la belleza de sus movimientos y la fluidez de su cuerpo. Nos regaló una agradable sonrisa, se quitó su delicado tutú y tomó un espacio en la barra. A pesar de sus años de experiencia, prefería aprender con los principiantes.
La voz de la profesora dio la orden y todos nos colocamos en primera posición; coloqué mis piernas en paralelo y mis pies formaron una línea con los talones juntos y las puntas hacia afuera, mis manos a la altura del pecho y la espalda ya recta. Sentí cómo el delgado bastón tocó con delicadez mis omóplatos, alineé mi cadera y bajé un poco más el cuerpo.
El bastón se retiró con la misma suavidad. La profesora se movía con delicadeza, su cuerpo mantenía una posición erguida perfecta y fluía con parsimonia con cada paso. Nos mantuvimos en la primera posición alrededor de diez minutos, algunos no resistieron todo el tiempo e hicieron pequeños intervalos de descanso y volvían a la primera posición.
Después de dos horas cambiando a las cinco posiciones básicas del ballet, mi cuerpo estaba agotado, el leotardo de tela delgada estaba adherido como una segunda piel debido al sudor, pero aquel cansancio provocaba una gran satisfacción en todo mi ser. Me sentía como un pez que nadaba con fluidez en el amplio océano o como un ave que emprendía su vuelo en el cielo abierto.
Hicimos veinte minutos de estiramiento y la clase terminó, la profesora nos dio una pequeña, pero muy elegante reverencia y todos aplaudimos a su majestuosa habilidad para dar clases. Busqué mi botella de agua e hidraté mi cuerpo, algunos de mis compañeros rodearon a Erín y le hicieron diferentes preguntas sobre la escuela, los maestros y las clases. Contestaba cada una siempre con una sonrisa.
Tomé el bolso color canela que mi madre me había obsequiado una semana después de recibir la carta de aceptación, acaricié el suave cuero con el que estaba fabricado, mis iniciales estaban grabadas en una delicada letra cursiva en uno de sus pequeños bolsillos.
Estaba a punto de salir cuando una suave voz me detuvo, Erín caminó hacia mí con la misma armonía con la que bailaba. Estando al lado de ella, me di cuenta de que era unos centímetros más baja que yo, pese a lucir enorme e impotente mientras danzaba con la misma fluidez del viento.
—Al parecer, tenemos los mismos gustos, al menos en accesorios —comentó con amabilidad.
Me mostró su bolso color chocolate oscuro, era igual al mío, solo que el de ella lucía un poco más gastado, pero al mismo tiempo muy bien cuidado, con algunos broches de una banda que no conocía, lo que le daba un toque aún más personal.
—Mi madre me lo obsequió.
—Dile que tiene un excelente gusto. Soy Erín, por cierto.
Sonreí ante su comentario y ella también.
—Lucy. —Extendió su mano que presioné con delicadeza—. Bueno, es Luciana, pero me dicen Lucy.
—Lindo nombre. —Rizó más los labios.
Su dentadura era perfecta y una pequeña arruga se formaba en su frente cada vez que la mostraba. Caminamos en silencio por unos minutos, pasamos los salones donde los profesores gritaban un tanto desesperados y las respiraciones cansadas de los bailarines se movían en el ambiente.
—Odio que los profesores se exalten con los principiantes, si ya supieran bailar no estarían aquí, ¿no crees? —musitó.
Me concentré en los gritos y efectivamente las clases eran de los nuevos, como yo.
—Tienes razón, cuanto más gritan, menos los escuchamos, pero así son algunos seres humanos, creen que a través de los gritos serán más escuchados, cuando no entienden que dialogando es como se aprende y enseña.
—Qué profunda eres, chica —observó.
Su comentario me causó gracia, no era la primera persona que me decía algo así.
—Muchas gracias, me gusta analizar las cosas desde un punto de vista diferente, no solo dejarme guiar por lo que todos pueden pensar o decir.
—Eso es excelente, algunas personas solo deciden seguir la corriente y jamás sacan sus ideas y pensamientos. Eso es muy triste, se van de este mundo siendo uno más sin dejar una huella o algún pensamiento que desafíe al de las masas.
—Por lo que veo, tú también eres profunda.
Se carcajeó. Continuamos con la charla sobre la originalidad y la falta de firmeza en los principios de cada individuo, un tema quizás un poco profundo para dos chicas menores de veinte años.
Cuando llegamos al edificio donde estaban las habitaciones, me invitó a la cafetería ubicada en el primer piso, estaba algo vacía salvo por una mesa donde conversaban en voz baja y con mucha rapidez cuatro chicas que nos observaron con cierto desprecio al entrar. Jamás las había visto en la semana que llevaba allí, pero parecía que Erín las conocía muy bien, pues dibujó una enorme sonrisa en su fino rostro, pero algo en ella no coincidía con esa muestra de afecto.
—¿Las conoces?
Erín sonrió un poco más.
—Bueno, la rubia de ojos azules se llama Gabriela y la morena se llama Noemí, están en tercer año y durante mucho tiempo eran las favoritas de los profesores, siempre obtenían los principales en las obras y tenían las notas más altas.
—¿Dijiste «eran»? ¿Qué pasó? —Una pequeña carcajada salió de ella.
—Pues que llegué yo —contestó sin una pizca de ironía— Verás, aunque son magníficas bailarinas, yo obtuve mi primer principal en primer año, algo que ninguna de ellas pudo lograr, obviamente no les agradó y desde ese momento no les caigo bien—explicó. Un suspiro se escapó de sus labios. Volteé a ver a las chicas que nos observaban con cierto recelo.
—¿Y las otras dos?
—Ellas forman parte del grupo del que veníamos hablando, pobres seres humanos que van detrás de la manada, sin tener voz ni voto. Es algo lamentable, realmente son muy buenas, una se llama Nidia, la de los labios muy gruesos y la del leotardo rojo se llama Megan. En mi opinión, son mejores que Gabriela o Noemí.
—Quizá si se separan un poco de ellas dos, podrían ver el potencial que tienen —susurré al ver con disimulo el grupo.
Erín me tomó del brazo y me miró con fijeza, una sonrisa un poco maliciosa se le dibujó en el rostro.
—¿Qué sucede? —musité, curiosa.
—Has dicho algo que jamás había pensado. Vamos a separar a Nidia y Megan de las otras dos víboras y enseñarles el enorme potencial que tienen, además de una gran bailarina, eres una gran persona, única —contestó con una exagerada amabilidad.
Solo logré sonreír ante su halago, no era muy buena agradeciendo ese tipo de comentarios. Conversamos por unas dos horas, en todo ese tiempo las pequeñas mesas se llenaron, en algunas los chicos hablaban de forma ruidosa y en otras hablaban demasiado bajo, que casi parecían que no se comunicaban. Algunas chicas simulaban comer, se servían en pequeños platos, de esos que se usan para los postres, daban dos bocados y luego dejaban todo, lo cual me parecía una verdadera tontería.
Erín parecía estar de acuerdo conmigo, entre las dos devoramos un delicioso club sándwich y con cada bocado, parecía que éramos asesinadas por las demás personas que aparentemente no entendían por qué comíamos así y, sobre todo, algo que contenía el muy temido pan.
Conversar con Erín era algo muy sencillo, su personalidad era efervescente y tenía tantos gestos que a veces resultaba muy difícil saber qué deseaba transmitir. Reía muchísimo y su carcajada se elevaba aun entre las voces de los grupos chillones. En un par de horas supe muchas cosas de ella. Vivía sola con su padre, que trabajaba para un banco muy importante de la ciudad; estudió desde los cuatro años ballet y estuvo en un curso intensivo por dos años antes de entrar a la universidad, cosa que no le costó mucho como a mí, económicamente pertenecía a la clase alta de la sociedad, pero parecía no tomarle mucha importancia al dinero.
Visitaba dos veces a la semana a una pequeña escuela donde daban clases de baile a niñas no mayores de diez años. Se entusiasmó muchísimo cuando acepté su invitación de ir con ella el siguiente miércoles. Trató de explicarme por diez minutos una extraña técnica de relajación, al final se dio cuenta que era inútil y decidió enseñármela en un lugar más privado, dado que según ella era demasiado especial para ser compartida con cualquiera.
Preguntó muchísimas cosas de mi familia, cada respuesta que daba formulaba una nueva pregunta en su cabeza, le resultó fascinante el trabajo de mi padre, y admiró aún más a mi madre, pues la de ella había fallecido el mismo día que nació, aunque lo lamentaba, hablaba con mucho orgullo de su papá, de lo mucho que había aprendido de él y todos los sacrificios que como padre soltero tuvo que hacer.
Conectarme con Erín no resultó nada difícil, después de terminar la comida continuamos una hora conversando y luego nos dirigimos a las habitaciones. La mía era el número cuatro del segundo piso, la de ella estaba en el tercer piso. Cuando entramos en mi habitación, mi compañera aún no había llegado, me sorprendió ver que cerrara la puerta con cerrojo y se colocó en el centro de la estancia.
—Quiero enseñarte mi técnica, pero promete que vas a hacerla, ¿sí?
Verla en posición le dio más seriedad al asunto y solo asentí con la cabeza, me propuse memorizar cada paso y si a ella le funcionaba, debía ser muy efectiva.
—Primero debes ponerte derecha y recuerda alinear tu columna con tus caderas. Ven, hazlo conmigo.
Avancé unos pasos para quedar a corta distancia de ella, me puse lo más derecha que podía y traté de recordar la clase.
Ella separó sus piernas y yo hice lo mismo, subió sus brazos y los dejó caer hasta su cintura con las palmas hacia arriba, flexionó las rodillas. En toda la posición no había un solo movimiento que indicara que iba a relajar alguno de los músculos, parecíamos dos locas haciendo una posición rara de yoga.
—Muy bien, ahora la parte más importante y debes hacerla con fuerza para estirar todos tus músculos. —Asentí.
En eso, sus caderas se movieron como una licuadora de izquierda a derecha, lucía demasiado graciosa. Sacudía toda la parte inferior de su cuerpo mientras una enorme sonrisa se dibujaba en su rostro, no pude hacer nada más que soltarme a reír.
—¿Viste? Sí te relaja, todo lo que te hace reír desde lo profundo de tu ser causa un gran impacto en tu estado de ánimo y, por lo tanto, en tu físico, la forma de pararte, caminar y hablar. No olvides que prometiste ponerlo en práctica —argumentó con una seriedad única.
Me puse en la posición que me había enseñado y comencé a mover mis caderas de derecha a izquierda, era un paso muy gracioso y pude escuchar cómo algunas vértebras sonaron con el movimiento, ambas terminamos riéndonos y practicamos la legendaria técnica de relajación de Erín. Mi compañera de habitación llegó unos diez minutos después que Erín se fue a su habitación, parecía estar bajo los efectos del alcohol, porque no más puso un pie en la habitación, colapsó.
Observé cómo se arrastró al baño y un segundo después vomitaba. Llevábamos una semana aquí y ella llegaba ebria por segunda vez. Cuando todo se quedó en silencio, entré al baño, menos mal la tapa del inodoro estaba abajo y no pude ver nada asqueroso. Ella se acurrucaba casi abrazando el borde del pequeño mueble del lavamanos, la tomé de los brazos, al principio opuso cierta resistencia y luego cedió.
Tomé una toalla pequeña que humedecí, limpié su rostro y cuello, le quité la camiseta que tenía ciertas gotas de vómito y casi la cargué hasta su cama, en cuestión de segundos se quedó dormida, ni siquiera sabía cómo se llamaba y ya me sentía como su mamá.
Salí de la habitación para llamar a mi madre. Escuchar su voz era reconfortante, tener a mi padre por seis meses le ayudaba mucho a acostumbrarse a que yo no estaría ahí por un buen tiempo, solo me preocupaba qué ocurriría con ella una vez que papá regresara a su trabajo. Le conté sobre Erín y su personalidad chispeante y casi infantil, le pareció una persona muy genuina y le encantó que entablara una amistad con ella, después de todo, en una semana era la única persona con la que había compartido cierto tiempo. Fue muy difícil los primeros días, parecían que todos ya se conocían, me sentía excluida, pasaba de las clases a mi habitación y no salía para nada, llamaba a mi madre cada veinte minutos y al tercer día ya había pensado en renunciar. Fueron sus palabras las que me mantuvieron e hicieron aguantar un poco más, aunque al final ella sabía que la decisión era mía.
Conversé con ella una media hora y luego con mi padre unos cuantos minutos, volví a mi habitación donde mi compañera roncaba un poco, la empujé para que se diera la vuelta y todo quedó en silencio. Me acosté en mi cama, aunque físicamente estaba cansada, sentía mucha emoción, mi vida parecía ir en una dirección muy buena, tenía dos padres maravillosos, estaba cumpliendo el sueño que tenía desde que era una niña y estudiaba en la universidad que tanto quería.
Mi corazón se sanaba de las últimas heridas y mi mente ocupada ayudaba a que todo el proceso fuera llevadero, había conocido a una chica muy agradable y todo a mí alrededor al final producía felicidad, sin darme cuenta, sonreía y dejé que Morfeo me atrapara en sus brazos.