Читать книгу Danzando con el diablo - Meyling Soza - Страница 13
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Mis manos sudaban más de lo que pensaba era posible, las restregué varias veces contra el vestido purpura que usaba. Erín y Susana se tomaron unas dos horas en peinarme, pero ya los mechones empezaban a bajar por mi rostro, intenté reordenarlos, pero resultó imposible. El brillo labial que usaba antes de entrar al salón, ya quizás estaba en mi estómago y de tanto morderme el labio ya lo sentía inflamado.
Traté de concentrarme en la voz de la decana, pero mi mente viajaba con rapidez a las semanas pasadas. Sin saber cómo, ya nos encontrábamos en septiembre; mis padres extendieron su viaje en Europa por casi un mes y se encontraban en Australia. Cuando les conté de mi logro, enviaron muchísimos regalos que he tenido que compartir con mis amigas, incluida Lina que, según me contó, estaba considerando casarse con Alejandro, su novio desde hace ya tiempo.
Luego del castigo de la señorita Miller, que terminó siendo mi mejor actuación, fui casi obligada a audicionar para la obra de Navidad. El día que programaron mi audición, el salón estaba muy lleno, era un pequeño teatro de la universidad mucho más grande que el de mi secundaria, pero sin duda, más pequeño que aquel donde presentaban la obra.
Paul me regaló una cálida sonrisa y repetí el mismo procedimiento que en el salón de clases. Con los ojos cerrados, me olvidé de todos los presentes en el lugar, disminuí la intensidad de sus miradas, me permití penetrar cada nota de la pieza dentro de mis poros y trasmití a través de mis movimientos mi propia interpretación de los sentimientos del compositor. Minutos después, una audiencia me aplaudía de pie. Una semana luego, mi nombre figuraba al lado del papel principal de la obra. Esa noche salí a celebrar con Erín, Susana, Lina y Alejandro.
Mi madre lloró cuando se lo conté por teléfono y la voz de mi padre se tambaleó por varios segundos, solo podía repetirme lo orgulloso que estaba de mí.
El siguiente mes fue de prácticas intensas y cada clase tenía la orden de practicar al menos una hora una parte de la obra.
—Sin duda, la señorita Luciana nos dio una verdadera lección de danza el día de su audición. Ella tiene esa chispa que muchos olvidamos a la hora de bailar. ¿Qué sientes cuando bailas? —Sabía por su tono de voz que se dirigía en mi dirección, pero no tenía respuesta.
—No lo sé —susurré. Me sentí presionada por las miradas de todos los que estaban en el pequeño salón de conferencia.
—¿No lo sabes? —El hombre hablaba con un tono grave, sus ojos negros hacían retorcerme en el asiento, me sentí desnuda por su mirada en cuanto entré a la sala.
—Es algo indescriptible —logré decir.
—Inténtalo —dijo con voz un tanto sensual, pero autoritaria.
—Cuando bailo, siento que puedo ver las notas de la pieza en el aire y ellas son quienes jalan los hilos que sostienen mi cuerpo.
—¿Te sientes como una marioneta?
—Algo así, no lo sé, es como una libertad limitada, mi mundo se combina con la pieza y esta me dice que debo transmitir. Me hace sentir la ira, la tristeza, la felicidad, las emociones en sí de cada pieza musical.
—¿Incluso la lujuria? —El hombre acarició cada palabra mientras las pronunciaba, todos voltearon a verlo, yo sentía arder mi rostro.
—Disculpe, ¿quién es usted? —Conocía a todos los asistentes, ya que eran mis profesores y la decana, más el rector de la Universidad, pero aquel hombre nunca lo había visto.
—Parece que no has prestado atención a las palabras de la decana —murmuró él con cierta burla.
Volteé a ver a la directora quien me miraba seria y con cierto reproche.
—Lo lamento, estoy nerviosa. —mi voz se quebró en la última palabra.
—Lo entiendo, es lógico, una alumna sin experiencia alcanza el papel en una de las obras más importantes de la facultad y la universidad, es claro que tienes demasiado sobre tu minúsculo cuerpo, muchísima presión por soportar y aún te preguntas si estás capacitada para esto.
Sus palabras me dejaron sin saber qué responder y parecía que todos sentían lo mismo, los profesores se miraban entre sí. La mano de la profesora Alonso presionó la mía.
—Él es… —La decana incluso se quedó muda, soltó un largo suspiro y aclaró su garganta—. Él es el doctor Andrés Macall, es uno de los principales contribuyentes en la universidad y, sobre todo, de las obras que presentamos.
—Mucho gusto —susurró él con su voz de exagerada y repugnante sensualidad.
En un movimiento demasiado elegante, se puso de pie y avanzó hacia mí. Sin saber cómo, tomó mi mano y besó levemente mis nudillos. A ese hombre parecía no tomarle importancia a ninguno de los presentes en la sala.
Retiré mi mano con algo de fuerza y me puse de pie, mis ojos chocaron con la barbilla del tipo, una larga cicatriz corría muy cerca de su oreja, cubriéndose apenas por sus perfectas patillas.
—Si me disculpan, quiero retirarme.
—Claro. —La señorita Griffin entendía mi estado, incluso ella lucía sorprendida por el comportamiento del aparente distinguido doctor.
—Un placer, Luciana —susurró él justo cuando pasé a su lado.
No dije nada y me fui de la habitación, nunca me habían hecho sentir tan incómoda en mi vida y, aunque físicamente él era un hombre atractivo, algo en su forma de actuar o hablar lo volvía repulsivo.
Caminé con cierta rapidez hasta el recinto, con los tacones que ahora calzaba lo sentía lejísimos, sin pensarlo mucho, me los quité y caminé sobre el suave y húmedo césped.
Las luces de un vehículo iluminaron mejor el asfalto, la velocidad que llevaba era mínima, sin saber por qué, aumenté la rapidez de mis pasos. El auto se detuvo a mi lado, el vidrio negro descendió con suavidad y el rostro del doctor se iluminaba con debilidad por una luz amarilla.
—¿La llevo? —susurró despacio, sin darme oportunidad de responder, abrió la puerta del copiloto.
Conducía un hermoso Mercedes Benz negro estilo deportivo solo para dos personas.
—No, gracias, puedo caminar —solté. Cerré de nuevo la puerta y continué con mi camino.
El motor del auto se apagó, escuché sus pasos detrás de mí, caminé más rápido.
—Tranquila. ¿Por qué corre?
—Usted me está siguiendo —afirmé sin voltear a verlo o detener mi paso.
—Claro que no, quiero felicitarla como se debe por su gran logro.
—Creo que ya hizo suficiente, gracias por su cooperación.
—Pienso que después de dejar un cheque por cincuenta mil dólares, lo menos que merezco es que la protagonista me mire a los ojos.
Cuando escuché la cantidad, me detuve en seco e hice caer uno de mis tacones. No tenía idea de cómo él estaba tan cerca de mí, se inclinó y me dio el zapato.
—Gracias por su ayuda —dije sin apartar mis ojos de la oscuridad que había en los suyos.
—¿Y si me lo agradece con una cena? —Una sonrisa burlesca cruzó su rostro.
—No, gracias.
Di la vuelta y continué, sus pasos venían detrás de mí y cuando miré el edificio de mi apartamento, sonreí. Antes de que pudiera llegar a la puerta, sus manos me retuvieron, haciéndome girar.
—Usted es una hermosa joven, mucho más guapa que la anterior. —De inmediato, pensé en Erín—. Esos labios gruesos me han tentado durante dos horas, merezco probarlos.
Se inclinó hasta rozar un poco mi boca, sus manos presionaban con fuerza las mías, así las inmovilizaba, sus labios intentaron abrir los míos y en un reflejo de mi adversidad al peligro, levanté mi rodilla hasta estrellarla en su ingle.
Me soltó, se inclinó hacia adelante, su rostro estaba pálido y respiraba con dificultad.
—¡Me pone una mano encima y lo denuncio! —En mi voz era visible la furia.
—Esto te costará muy caro —susurró aún con dificultad.
Me di la vuelta y corrí hacia el edificio, mis piernas empezaban a perder fuerza, Erín y Susana venían saliendo de la cafetería, cuando las vi, corrí hacia mi habitación, no quería que me vieran todavía, mucho menos hablar.
Venían tras de mí y aunque me llamaron varias veces, nunca volteé a verlas. Cuando llegué a la habitación, me desplomé a orillas de mi cama y comencé a llorar.
—Luciana, ¿qué pasa? —Susana se acercó con suavidad, me abracé a ella.
Entre sollozos y largas pausas, conté todo lo que había sucedido, logré ver cómo el color se les escapó a ambas del rostro. Pronto Erín también estaba sentada a mi lado en la alfombra.
—Hay que denunciarlo. ¿Alguna vez te insinuó algo? —Susana le hablaba con enojo a Erín, ahora ella me cuidaba.
—No, fue un poco frío y cortante cuando lo conocí, con costo me dio su mano —susurró Erín, consternada
—Debemos decirle a la señorita Griffin —concluyó Susana, Erín asintió.
—No, si lo hacemos, retirará los fondos. No creo que vuelva a hacer algo.
—¿Estás segura? —Las dos me miraron con confusión.
—Sí, pero las necesito siempre a mi lado.
Ellas asintieron y me abrazaron, esa noche Erín se quedó a dormir con nosotras, fue imposible conciliar el sueño; mis sueños eran invadidos por penetrantes miradas negras y unos labios que sabían a amargura y sangre.
No estaba segura de lo que sentía en ese momento, estaba alterada por la situación, jamás había sido forzada a hacer algo, menos por un hombre.
Temía que mi autodefensa hubiese echado a perder la obra y que el abusivo hombre retirara los fondos, sabía que Erín nunca había pasado por eso, pero ¿lo hicieron las otras chicas? ¿Qué podía hacer si volvía a verlo? ¿Qué haría él? Entre dudas y pesadillas, el reloj marcó las cinco del siguiente día.
Mis ensayos iniciaban a las siete de la mañana y no iba a permitir que una mala experiencia arruinara el arduo trabajo que mis compañeros, maestros y yo habíamos hecho.
Mi rostro en el espejo era fatal. Sin embargo, no podía hacer mucho por él. Ignoré las ojeras y los ojos un tanto hinchados. Busqué el salón de ensayo, dejé a mis amigas dormir un poco más.
Antes de mi llegada, la llamada de Lina alegró mucho mi mañana, tenía alrededor de media hora de estar comprometida y yo era la primera en saberlo, creo que grité un minuto completo en los pasillos de las habitaciones, luego corrí antes que alguien me viera.
El gran salón donde hice mi audición lucía hermoso, iluminado por los rayos de sol que atravesaban los ventanales en todo el alrededor del espacio. Cuando todos me vieron, comenzaron a aplaudir, no sabía por qué. La señorita Alonso me comunicó que el doctor Macall había donado cien mil dólares para la obra, el mayor donativo jamás percibido y él dejó muy claro que solo lo había hecho por mí.
No entendía por qué lo había hecho, pensaba comprarme o quizá comprar a mis superiores, simplemente sentí náuseas.
La llegada de la decana evitó que vomitara y despejó mi mente de las grandes dudas que sentía. El ensayo inició con fuerza y no podía desconcentrarme.