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PRELUDIO



El reloj marcaba los minutos con lentitud, cada golpe de las agujas significaba un latido de mi corazón.

Detuve mi recorrido del pasillo presionada por mi mejor amiga.

—Respira —me repitió con autoridad.

Todos los reunidos parecían decirme lo mismo, siete alumnos apeñuscados en un pequeño salón, todos a la espera de que anunciaran mi turno. Este era uno de los días más decisivos de mi vida, después de mi actuación el día de hoy, mi destino tomaría un rumbo diferente.

¿Podría dar el mayor espectáculo de mi vida? Han pasado dos compañeras y audicionaron para la misma persona; las lágrimas en sus ojos no eran buen augurio, al menos no para mí. Ambas se quejaron de la falta de atención de la temida y muy famosa Heidi Griffin, decana de la facultad de danza clásica de una de las más prestigiosas universidades de arte de la ciudad. Una beca en la UNAL significaba un futuro asegurado en el mundo artístico.

Ahí estaba yo, acariciando esa posibilidad en la lentitud del reloj, que parecía arrastrar con pesadez las agujas. Solo han pasado tres minutos desde la última vez que lo miré. Reajusté una vez más mis zapatillas negras ¿Debí usar las de color piel? Llevaba un delicado vestido celeste que resaltaba mi pálida piel, quizá debía usar otro color o vestuario.

—¡Por Dios, mujer, le harás un agujero al suelo! —Lina, mi mejor amiga, ya estaba desesperada. La había contagiado con mis nervios y mi caminata en línea recta no ayudaba a amortiguarlos. Iba a responder cuando una voz afónica salió por el micrófono y anunció mi turno.

—Éxito —susurró Lina justo antes de soltarme de un fuerte abrazo.

Caminé sintiendo todo mi cuerpo sacudirse como si emitieran pequeñas descargas eléctricas bajo mi piel; un fuerte escalofrío recorrió mi espalda, pero sudaba como si hiciesen cincuenta grados.

—Respira, vamos, respira —me dije a mí misma mientras avanzaba.

Llegué al centro de la tarima de madera desgastada, tantas veces que me presenté con el auditorio lleno de alumnos y ahora temblaba por la única persona que estaba ahí.

—Cuando usted quiera. —Su voz era fuerte, autoritaria e incluso ya sonaba cansada.

El encargado del sonido obedeció su orden, las notas suaves de Claro de Luna se movieron por todo el ambiente.

Cerré mis ojos, algo dentro de mí me ayudaba a ver las notas en el aire, sentía que las podía acariciar con mis manos, así que las moví; pero ellas me tentaban y se alejaban, las seguí. Giraron alrededor de mi cuerpo y yo seguí sus movimientos, eran notas traviesas, de un amor inocente e ingenuo, con la capacidad de moverse en todo el mundo. Ese amor que, de alguna forma, hacía brillar más al sol, impregnaba la oscuridad de estrellas, un amor que yo también sentía, que yo vivía.

Entonces, todo en el salón desapareció. Entré a una profunda oscuridad, donde las notas del piano eran pequeñas luces que iluminaban poco a poco el ambiente. Me dejé guiar por ellas.

Danzando con el diablo

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