Читать книгу Exabruptos. Mil veces al borde del abismo - Miguel Iván Ibarra Aburto - Страница 7
CAPÍTULO 3
ОглавлениеComo todas las cosas cambiaban en el país, era lógico que en los últimos seis años también los acontecimientos sucedieran a favor o en contra de Ramiro. Para él, habían sido años llenos de desafíos, cosas nuevas a las que tuvo que adaptarse poco a poco y sin miramientos. Aprender a ver a los demás como iguales era más que terquedad, una necesidad imperiosa para abrirse camino en la vida. Atrás había quedado el colegio, profesores y compañeros, también la pulguera que le había servido de departamento. En la pared de su nueva oficina lucía orgulloso el cartón de enseñanza media que tanto dolor de cabeza le había causado. Era pura sangre, pura honra, ganado a puro ñeque y convicción. Ahora, ya más tranquilo, cursaba el tercer año de Administración de Empresas en la Universidad Obrero Campesina, una entidad privada que daba opciones a trabajadores talentosos. Continuamente luchaba por superar el vacío aritmético que arrastraba desde la básica, pero aun así cojeaba notoriamente en los ramos matemáticos.
La pequeña compañía en la que se había iniciado, hoy figuraba dentro de las de mayor proyección y en ella él jugaba un papel muy importante como jefe de la sección de Administración de Personal, aún sin poseer un cartón universitario. Por sus manos pasaban múltiples contratos de nuevos empleados, manejaba nóminas de tripulantes y, de vez en cuando, proponía despidos. La recién creada sección de informática también era de su responsabilidad. Sin embargo, en el fondo de su corazón seguía con la inconformidad que le había caracterizado; su sueño de independencia.
Sus afanes de aventura continuaban exactamente igual que al principio; en este aspecto los años no lo habían cambiado. El dicho el que nació chicharra muere cantando era lo más acertado para referirse a él. No obstante, su capacidad intelectual había crecido de sobremanera, contrarrestando un poco la inmadurez que le caracterizaba para tomar responsabilidades en el terreno amoroso. Esto no fue impedimento para contraer matrimonio con su adorada Lorena. Habían convivido casi dos años antes de tomar la decisión y hoy vivían junto al pequeño Cristián Andrés en un departamento del edificio Cordillera, que habían adquirido a través de un crédito de vivienda del Banco del Estado.
Lorena seguía amándolo tal cual era, qué más daba, si total el amor que le profesaba a ella y a su hijo era muy superior a cualquier aventura. Por lo demás, él también le permitía realizarse en su trabajo. En esos momentos esperaba iniciar sus actividades profesionales como secretaria de gerencia en la Multifuncional Telefónica Chilena. Esa decisión había sido tomada de común acuerdo. Por un lado, se había puesto en la balanza su propio deseo, empeñado siempre en contar con lo suyo y, por el otro, el aumento del ingreso mensual, nunca mirado a mal en época de vacas flacas. La vida moderna así lo ameritaba, atrás habían quedado los tiempos en que las mujeres solo servían para criar hijos y cuidar del hogar, hoy también estaban a la vanguardia en los problemas comunes y cotidianos que afligían a todo matrimonio joven.
Mientras esto estaba por venir, gran parte de su tiempo Lorena lo dividía entre cuidar de su hijo, que ya se mostraba como un niño inquieto y observador, y la cocina. El preparar algunas comidas nuevas sacadas de sus recetarios favoritos o hacer algún postre creado por su imaginación, era como el gran juego, no exento de sutileza, para ganarse por las tripas –como decía chistosamente– a sus dos principales comensales y a uno que otro de los invitados de fin de semana. Sin embargo, ese viernes, como el día estaba esplendoroso bajaría a la playa y, luego, en la noche, en cuanto vistiera y acostara a Cristian, se quedaría dormida, como de costumbre, frente al televisor encendido.
En el intertanto Ramiro llamó.
––Hola, cariño, estaba lista para disfrutar del mar y esas arenas blancas que tanto me gustan.
–¡Hola, mi amor! Yo estoy entrando a Santiago –le dijo Ramiro.
–Espero hayas llevado camisa limpia para cambiarte.
–No te preocupes –la calmó Ramiro–. Estaré solo por la mañana. Pienso que no más allá de la una, ya que en la tarde tengo una entrevista con gente interesada en actualizar nuestros viejos y pasados de moda sistemas informáticos.
–Entiendo. ¿Te espero a cenar? –preguntó ella con aire sombrío, al conocer muy bien la respuesta.
–¡No! –contestó Ramiro, taxativamente. Luego argumentó–: Hoy tendremos la pagada de piso del Fernández, ¿no ves que le llegó su primer sueldo? ¿Y cómo está mi regalón?
–Está muy bien, solo que te echa de menos. Ahora está un poco inquieto porque le dije que bajaríamos a jugar a la playa. ¡El día está estupendo! Estaremos un rato y, luego subiremos a almorzar.
–¡Qué rico! –exclamó alborozado–. Espero que lo disfruten por todo lo que yo no puedo. Bueno, si puedo te llamo más tarde, si no... ¡Aló, aló!
En ese momento, se escuchó una vocecita.
–¡Hola, pa… pá!
Cristián había tomado el auricular y sin esperar una respuesta coordinada, prosiguió entusiasmado, contándole en su media lengua todo lo que harían en la arena.
–¡Por supuesto, mi amor! Me alegro mucho de que bajes a jugar y no te alejes de mamá.
–¡Muah, muah, muah!
Ramiro imaginó cómo Cristián se llevaba repetidamente la mano a la boca y se despedía en forma efusiva.
A las tres de la tarde, Ramiro apareció por la oficina. Ese día había viajado a Santiago junto al gerente general, para supervisar y solucionar algunos problemas de las nuevas instalaciones que recién estaban funcionando. Venía cansado, pero contento por los resultados de la visita. Entró al despacho y se desplomó sobre el sillón giratorio, cerró los ojos y aspiró profundamente. Recién allí, se dio cuenta de que en aquel piso todo olía perfecto. El desorden que acostumbraba a tener por indicaciones propias, había desaparecido. Claramente, en su ausencia, Corina había ordenado y limpiado. Cada rincón estaba pulcro y desodorizado y su escritorio sin un solo papel fuera de lugar. En principio, no lo aprobó, él entendía perfectamente su desorden y el hecho de que los papeles y archivadores en algunas oportunidades no le permitieran ni siquiera ver a su alrededor, no le preocupaba. Se enderezó y se despojó del vestón y la corbata, volvió a echarse hacia atrás y aspiró –ahora con deleite– el magnífico aroma de su oficina. Le comenzaba a gustar, quizá porque hacía mucho tiempo que no la sentía así, o simplemente... ¿estaría madurando?
No se había dado ni cuenta de que su secretaria, desde hacía un rato, estaba allí frente a él. Giró en el sillón y la contempló, sonriente. Estaba maravillosa. Se había amarrado el largo cabello en un tomate sobre la nuca, dejando al descubierto un hermoso cuello y orejas pequeñas, mientras un par de bucles le caían sobre la frente.
–¿Qué tal, princesa? –saludó, levantándose–. ¿Cómo has estado?
Se inclinó por sobre el escritorio y la besó en la mejilla, sintiendo el suave perfume Chanel que él mismo le había regalado en su cumpleaños.
–A Dios gracias, muy bien –contestó–. Y usted, ¿qué tal? ¿Cómo anduvo el tour a la capital?
El hombre suspiró largamente y contestó:
–Se me hace cada día más pesado viajar a Santiago. Solo lo hago cuando voy a ver a mis viejos y cuando el jefe lo pide. ¡Tú sabes!
–¡Hum, hum! –confirmó Corina.
–Vamos, toma asiento y cuéntame si ha pasado algo novedoso –sugirió Ramiro.
–En verdad ni siquiera lo han llamado por teléfono –contestó ella, al tiempo que abría su portafolios–. En lo que respecta al trabajo, se enviaron los currículums de los nuevos asistentes y los señores de COMPUT estarán aquí a las cinco. Por ello me tomé la libertad de...
–¡Hum! Voy a pasarlo por alto esta vez –dijo a modo de recriminación amable. Corina abrió los ojos. Luego de un corto silencio, agregó riendo–: ¡Tranquila, querida amiga! Me encuentro muy a gusto con este nuevo orden. ¿Qué más tenemos? –continuó.
–También cité a la señorita Cristina Vásquez para el lunes a las once de la mañana.
Ramiro arrugó la frente en un gesto discordante.
–Es la postulante que a usted le pareció idónea para hacerse cargo de la nueva sección –le aclaró.
–¡Ah sí! Ahora recuerdo. ¡La morenita simpática que a ti te cayó tan mal!
–¡Sí! Esa misma –confirmó su secretaria, explicando con voz grave–: Es que cuando salió de su oficina ni siquiera me miró y solo la escuché hacer un comentario en voz baja, que parecía tener alguna relación conmigo.
–¡Tranquila, mi amor! –la apaciguó–. Solo son celos entre mujeres profesionales, y en eso sabes muy bien que no tienes a qué temer; eres eficiente, ordenada, atenta y muy hermosa.
La mujer bajó la cabeza y se quitó los lentes, tras lo cual atinó a sacar el pañuelo desde la manga de la blusa y limpiarse suavemente la nariz. Las manos le transpiraban. Miró a su jefe de soslayo y balbuceó apenas un gracias. Él se echó hacia atrás en el sillón y miró el reloj.
–Todavía nos queda un poco de tiempo para relajarnos –dijo, dirigiéndose a la puerta–. Iré a buscar dos gaseosas, ¿te parece? –Corina asintió. Entonces, bajando el tono de la voz a lo más mínimo, agregó–: ¡Estás realmente bellísima!
Hacía mucho tiempo que no compartía con alguien de esta forma, pues el trabajo no les dejaba el espacio necesario para ello. Se sentaron en la pequeña sala de estar que poseía el despacho y allí se rieron y se burlaron de todo. Recordaron situaciones embarazosas por las que había pasado cada uno y otras, jocosas, ocurridas en la oficina, en la empresa, con sus jefes.
Corina tenía treinta y dos años, casada hacía ocho y con dos hijos a su haber. Nunca había demostrado tener problemas en el hogar, ni tampoco le gustaba revelar fácilmente sus verdaderos sentimientos, pero igual Ramiro sospechaba que algo no andaba bien; la experiencia y la intuición eran sus mejores aliadas para pensar así. Muchas veces se había percatado de que ella lloraba a escondidas y que sus reacciones cuando él la piropeaba o le solicitaba algo en forma cariñosa eran típicas de la mujer incomprendida, de la que nunca recibe este tipo de cumplidos y que, por otro lado, está atenta a satisfacer cualquier solicitud para sentirse importante y reconocida. Sabía que el marido era del tipo de hombre normal que se las sabía todas. Bocón frente a los demás, y absolutamente engreído al aseverar que él mandaba en el hogar y que su mujer le daba el gusto en todo. Por consiguiente, seguro pensaba que ningún otro hombre estaba en condiciones de hacerla feliz como él.
Con esta clase de macho era poco probable que las cosas caminaran bien por mucho tiempo, más aún si a ella no la tomaba en cuenta para nada. Ramiro imaginó que quizás cuántas veces Corina había llegado temprano a su hogar con la finalidad de preparar una rica cena para esperarlo, vestida muy sensual y dispuesta a conversar de tantas cosas que le abrumaban, tomarse un traguito fuertón y, luego, recibir, por ejemplo, una insinuación para hacer el amor, así como cuando pololeaban, donde tan solo una mirada, un guiño, un roce eran suficiente vocabulario para entender lo que vendría. Pero seguro que ello no había dado resultado; probablemente era del tipo que probaba la comida con desgano y encendía el televisor para ver las noticias o algún partido de fútbol. Y cuando se aburría de aquel aparato, la miraba y movía la cabeza en desaprobación o le hacía comentarios soeces sobre su vestimenta y le insinuaba que parecía una puta. Lo más probable es que después, finalmente, se dirigía al dormitorio, se metía en la cama y se quedaba dormido.
Por eso para Corina debía ser, en cierto modo, entretenido conversar con el hombre amado y hacer resbalar la mano por la pierna al mismo tiempo.
De pronto Ramiro Torres levantó el brazo para mirar el reloj, faltaban pocos minutos para comenzar la reunión.
–Bueno –dijo Corina, entendiendo el mensaje–, voy a ir a preparar las tazas para el café y recordarle al personal de computación que suba a las cinco.
Al levantarse del asiento, una de las alas de la abertura de su falda quedó doblada hacia arriba, dejando expuestos aquellos bellos muslos, que de seguro tenían la loca intención de dejarse tocar y abrirse a quien tuviera la delicadeza de tratarla como a una verdadera mujer.
–¡Excelente! –exclamó Ramiro–. Nuevamente gracias por tu gran ayuda.
–No ha sido nada… me siento bien haciéndolo. Además, creo que es parte de mi obligación, ¿no?
–No del todo, mujer –la regañó. Luego pasándose una mano por el cabello solicitó–: Déjame la puerta abierta, por favor, y no te olvides de avisarme cuando estos compadres vengan subiendo.
Ella asintió con la cabeza y se dirigió a la puerta. El hombre, que no en vano se caracterizaba por ser un buen observador, la alcanzó y le confidenció de manera suspicaz:
-–¡Tienes un par de piernas fabulosas! Pero no quiero que otros las vean. Así que… arréglate la falda, que la tienes subida.
Corina giró el dorso y bajó la vista hacia sus pantorrillas, luego volvió el rostro sonrojado y haciendo una pequeña morisqueta, se la bajó.
–Cualquiera que me viera saliendo así de su oficina podría pensar quizá qué cosa –opinó. Luego, agregó, un tanto avergonzada–: ¡Perdóneme, señor Torres!
–¡No puedes pensar así, Corina! –le reprochó, golpeando sus piernas con las palmas–. Sé que puede ser difícil para ti aceptarlo, pero nadie vive por lo que piensa o diga la gente.
Hizo una pausa y reaccionó:
–¡Ah! Y, por favor, no me trates de esa manera tan cursi. ¿Por qué ahora, si antes no? –inquirió, refiriéndose al tiempo cuando ambos se habían iniciado en la empresa–. Tu respeto lo he tenido siempre y creo que no por tutearme eso cambiará. No te permito que me hagas sentir viejo. ¿Estamos de acuerdo?
La bella sonrió y asintió en silencio, coquetamente.
En la reunión se afinaron los detalles de la instalación de dos nuevos equipos computacionales y se bosquejó un programa de capacitación para el personal. Los costos de instalación, programas y entrenamiento, eran una materia que debería estudiar y evaluar la sección de Finanzas. Sin embargo, el verdadero interés y preocupación del jefe administrativo, era que su personal se pusiera rápidamente en onda informática, pues sabía que eso los llevaría a liderar la competencia con las otras empresas, a pesar de que ciertos ejecutivos longevos, no lo consideraban así todavía, pues el solo hecho de imaginarse que esta modernización los podría marginar de su actual trabajo, les producía urticaria, por lo cual se resistían al cambio. Pese a ello, el gerente general, después de haber escuchado detenidamente su exposición, como siempre objetiva, leal y convincente, había dado luz verde a la implementación del nuevo sistema.
Una vez firmados los acuerdos de capacitación, se dio por finalizado el encuentro. Ramiro recomendó que se guardaran carpetas y documentos, e invitó a los participantes a compartir un café con galletas. A partir de ese instante, la sala de reuniones se alborotó. Se olvidaron las discusiones, las diferencias financieras y los temas tradicionales de oficina se cambiaron por otros más agradables y entretenidos. Corina se desenvolvía hábilmente retirando las tazas por sobre los hombros de la gente y, luego, llenándolas con el agua hirviente del termo. Los ojos de los hombres luchaban desinhibidos por posarse en sus atributos, pero ella, que se había dado cuenta, continuaba con su labor sin nerviosismo. También sabía que a esa hora de la tarde su jefe solo tomaba té, por lo que luego de estrujar la bolsa y agregar tres cucharaditas de azúcar, se lo sirvió prestamente.
–¡Permiso, señor!
El aludido se retiró un poco de la mesa y esperó a que depositara la taza frente a él. Carraspeó levemente y terminó preguntándole:
–¿Se le ofrece algo más?
–¡No! –dijo él, un tanto nervioso–. Muy amable.
El éxtasis que sintió al darse cuenta de que aquellos pechos enormes y bien formados, casi le habían acariciado el rostro, fue mayúsculo. Tuvo la incontenible tentación de tomarla por la cintura y desabotonarle allí mismo el vestido, para luego sumirse entre ese exquisito par de senos, que de seguro nunca habían sido succionados como él lo podría hacer; pero no era posible... al menos en ese momento.
Mientras el grupo continuaba intercambiando opiniones de diversas materias, Ramiro, inmerso en alucinantes pensamientos, no dejaba de observar el accionar de su secretaria. Eres una mujer exquisita, le transmitía, casi moviendo los labios. Ella, que se daba cuenta de aquellas miradas, le contestaba telepáticamente frases como: Todo lo que deseo es que me hagas tuya, quiero que me recorras entera, acompañando cada una de ellas con pequeñas sonrisas llenas de encanto.
Avanzada la tarde se dio término al encuentro y el personal se retiró a sus hogares. Ramiro bajó a los baños que se encontraban en el subterráneo y se dio una ducha con agua fría. La necesitaba para enfriar un poco su cuerpo y porque la suciedad del ambiente capitalino se le había impregnado hasta en los lugares más invulnerables. Era un verdadero suplicio ir durante el día a Santiago. Toda la gente se movía apurada, el ruido de las micros y los bocinazos casi rompían los tímpanos, el esmog, que ya empezaba a mostrar sus garras, causaba trastornos a las vías respiratorias y la total apatía de la gente era del todo desagradable. Nadie hablaba con nadie, y cuando él intentaba saludar, lo miraban como un bicho raro. Sinceramente, no era así su Santiago del pasado, todo estaba cambiando, algunas cosas para bien y otras lamentablemente para mal. Terminó de secarse y subió a la oficina vestido a medias. Se cambió ropa, algo más sport, y se perfumó levemente, no le gustaba andar dejando la estela de olores, le interesaba algo más sutil, algo que atrajera solo a quien él quisiera. Mientras se peinaba, escuchó que golpearon suavemente la puerta.
–¡Adelante! Está abierta
–¡Hola! Soy yo.
Corina estaba allí en el umbral.
–¡Pero qué sorpresa! –exclamó alucinado–. Pensé que ya te habías ido.
Con el rostro lleno de alegría, la mujer respondió:
–Yo también había pensado lo mismo, pero cuando bajé a marcar tarjeta creí verte cruzar desde los baños.
–¡Sí! Me estaba encontrando conmigo mismo –rio burlonamente y prosiguió–: recuerda que hoy tenemos la pagada de piso del Joaquín Fernández.
–No lo he olvidado –contestó celosamente–. Lo que pasa es que no tengo donde ir, así que decidí quedarme un rato más y aprovechar de terminar algunos oficios que estaban pendientes. Así hago hora.
–Siempre tú y tu desinteresada entrega, ¿no? –dijo moviendo la cabeza–. Bueno, todavía es temprano –agregó–, así que nos queda bastante tiempo por delante. –Luego, mientras terminaba de guardar las cosas, le interrogó–: ¿Tienes algún otro compromiso?
–¿Yooo? –preguntó, azorada–. Sabes perfectamente que siempre me quedo aquí hasta última hora. No es que eso me deleite, pero a mi casa llego solo a preparar el almuerzo para el día siguiente y a acostarme totalmente rendida.
–¿Y Eduardo... no viene por ti algunas veces? ¿O... no salen a algún lado?
La mujer, que todavía se mantenía apoyada en el marco de la puerta, murmuró algo y avanzó unos pasos.
Ramiro sirvió dos tazas de té y se sentaron en la pequeña sala. Ella no alcanzó a hilvanar una frase mínima, porque, casi sin darse cuenta, se encontró con los húmedos labios de ese hombre que también la buscaba agitadamente. De inmediato se entregó a aquello que por tanto tiempo había aguardado.
Transcurrieron cuarenta y cinco minutos de éxtasis, placer y entrega total. Ramiro había sabido controlar la situación y veía a Corina feliz porque sus expectativas de seguro no habían fallado, aunque sabía que no podría tener a ese hombre siempre y solo para ella.
A medio vestir, se enderezaron y se miraron uno al otro con aire de picardía y aventura. Ramiro parecía un verdadero espantapájaros. Mientras se abrochaba la camisa con una mano, con la otra intentaba subirse los pantalones. El pelo lo tenía revuelto y echado hacia los ojos. Su amante no lo hacía nada de mal. La falda enrollada alrededor de la cintura, desordenada y arrugada y la blusa colgándole de un hombro, mientras que el sostén, sin haber sido desabrochado, se mantenía circundando por sobre aquellos senos desnudos y erectos.
–No puedo creer que esto haya pasado y menos aún en la oficina –dijo Corina mientras buscaba el calzón.
–Eso es lo atractivo en una relación. No importa el lugar. Mientras más peligroso sea, más es la excitación –explicó Ramiro con desplante. Ella lo observó brevemente y sonrió.
–Es fácil para ti, pero no para mí. De todas formas, es lo más maravilloso que me ha sucedido.
Terminaron de escarmenarse el pelo y bajaron juntos hasta el vehículo. Corina se veía esplendorosa. Se sentó cómodamente y echó la cabeza hacia atrás, cruzando la pierna derecha sobre el muslo. Ramiro puso contacto y, antes de echar a andar se acercó a ella. Recorrió sutilmente con sus labios aquel cuello hermoso y fragante, y susurró:
–Eres una mujer tremendamente divina y apasionada.
Corina, con los ojos cerrados, lo dejó hacer. Luego reaccionó.
–Y tú eres muy tierno y varonil. No creo que alguien pueda resistírsete –suspiró largamente y agregó–: Al menos le costaría mucho.
–¡Calla! –rogó, besándola en los labios.
Tomaron la Errázuriz y gran parte del camino lo continuaron en silencio. Solo un par de miradas y unas nerviosas sonrisas, barnizaban aquel maravilloso encuentro pasional.
La azotada de piso que se había pegado Joaquín fue de verdad espectacular. En cuanto a los invitados, no habían sido muchos, solo los más amigos y casi todos empleados del mismo departamento. La excepción la constituía Ramiro, quien siempre era invitado por los muchachos, honor que se había ganado al estar constantemente al lado de ellos en las luchas sindicales, aunque no perteneciera al mismo sindicato. También, en reiteradas ocasiones les había demostrado un irrestricto apoyo en muchas de sus peticiones a la gerencia, los asesoraba en materias administrativas y con respecto a leyes sociales. Por supuesto, ello le había acarreado más de un problema con los otros jefes de áreas, o con algunos personeros sindicales que solo les gustaba revolver el gallinero con solicitudes fuera de toda órbita o simplemente hacer farra política. Perro y blando, según los ejecutivos, y arrastrado defensor de los derechos de la empresa, para los empleados conflictivos. Eran los apelativos gratuitos con los cuales él no se identificaba para nada. No obstante su gran espíritu profesional y su capacidad de negociar situaciones extremas, como por ejemplo intervenir para deponer peticiones no viables y decir no a la huelga, le permitían contar con amplio apoyo en todos los sectores y, lo más importante, en el seno de la gerencia general.
Ya en la cena, Ramiro solicitó sentarse en cualquier parte, no a la cabecera como le tenían dispuesto, provocando con ello más de un comentario suspicaz.
–Usted es una excelente persona, don Ramiro, pero como ejecutivo no debe rebajarse –lo carboneaba el viejo Bartolomé.
–Tranquilo, don Bartolo, esta es una comida de amigos y no de la empresa –le recordó, sacando aplausos.
–Sí, pero igual –insistió otro–. La posición no se debe olvidar nunca.
–Pierda cuidado, Carlos, no la he olvidado –recalcó–. Es más, por lo mismo es que estoy eligiendo cambiar de lugar.
–Bueno –interrumpió Joaquín–. Si don Ramiro se queda en otro lugar, tendré que sacrificarme poh. Total, pa´ eso yo soy el que pago.
Mientras con sonoros aplausos, gritos y fanfarria de cubiertos se celebraba la primera alocución de Joaquín, todos comenzaron a sentarse en torno a la mesa. Ramiro nunca se había acostumbrado a los platos finos, aun cuando a veces –por el Manual de Carreño o por simple urbanidad– los aceptaba. Estimaba que ellos solo engañaban a la vista y no alimentaban lo suficiente. Como su plato favorito era el lomo a lo pobre, esta vez no tuvo mucho que pensar. En cuanto al acompañamiento líquido, prefería un buen vino cabernet sauvignon o un merlot con tradición, pero sabía que en esta ocasión tendría que aceptar cualquier tinto. Como postre, le fascinaban las papayas al jugo con helado de lúcuma y, por último, un bajativo dulce con poco licor. Su opinión filosófica era que cualquier evento se disfrutaba mucho mejor sin emborracharse, ya que así uno podía tener el control total de la situación y, por supuesto, también, ver como entregaban material del bueno los borrachos, cómo el whisky transformaba a los gerentes en verdaderos ases de la conquista –lachos– y como algunas esposas de estos caballeros se soltaban y bailaban con total desenfado sobre las mesas, sin dejar de lado a aquellos que mutuamente se ponían a cobrarse sentimientos cochinos y añejos. Por último, en el trayecto hacia la casa uno no rifaba la vida en un manejo descuidado.
Esa jornada no había sido la excepción, el trago había envalentonado a algunos empleados, que decidieron decirles unas cuantas cosas a sus respectivos jefes, el lunes por la mañana. Ramiro sabía que esto no sucedía y que muchos de ellos, de seguro, en una próxima jornada mojada, estarían acordando nuevamente lo mismo. Después de agradecer la invitación, Ramiro se excusó y decidió retirarse, así los empleados más tímidos tendrían libertad para soltarse. No obstante, como era ya común, varios se aprovecharon de esta instancia para evadirse del asedio de los más buenos para el trago. Ramiro observó directamente a Corina y ella presa quizá de algún temor interno, no quiso acompañarlo. En tales circunstancias, ofreció llevar a algunos de los que se retiraban.
De vuelta a casa, Ramiro enfiló por Marina y se encontró con todos los semáforos en color amarillo intermitente.
Eran las tres de la mañana cuando besó a su mujer y procedió a acostarse; Lorena apenas despertó, musitó algo dulce y lo abrazó por los hombros. Ambos se durmieron.