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2. La frontera, incitación y límite

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Silencioso, “inconmensurable, abierto, el desierto…” ocuparía tanto la prosa como la mística romántica sentada por Esteban Echeverría de la que dimanaría no solo inmensidad, de un espacio sin confín, sino esencialmente peligro.1 Era en otra perspectiva la misma vastedad que permitiría a Domingo F. Sarmiento, al identificarla con distancias, el cifrar la esencia de nuestros infortunios y enfrentamientos hijos del discontacto e incomprensión recíprocos, al promediar el siglo XIX. También muchas de las evocaciones emergentes del pesimismo telúrico de Ezequiel Martínez Estrada.

Sin embargo, la frontera podría ser objeto de otra visión o enfoque que al contrario de los expuestos, tendrían una raíz optimista, motivadora y positiva. Contra un papel “limitador”, el espacio limítrofe o “externo” tendría un rol “incitador”. Así visualizado, el fronterizo no resultaría una vastedad de clausura, sino de desafío, de apuesta, de posibilidad. Esta sería una manera de enfocar las dinámicas sociales implícitas, al estilo de Frederick J. Turner en el caso de Estados Unidos.

Desde esta óptica, la frontera se entiende como territorio apto, explotable o incorporable en cuanto interpretado como dotado de recursos que puestos bajo manos aptas resultarán en progreso. Progreso, claro, referido al europeo ocupante de un espacio original angloamericano que se había circunscripto al costado o margen atlántico de un vasto continente. Contra una visión también basada en “fragmentos”, donde el de origen germánico sería la base germinal de un progreso evidente, se edificaría la noción de frontera como vía alternativa y legitimadora.

Pensada a contrario de imágenes tan detestables del “desierto” como la recogida por el Martín Fierro, escenario de destino de “levas” y reclutamientos forzados, rincón oscuro y abierto a la vez de un enfrentamiento racial entre europeos e hijos de europeos y nativos, en la “frontera” de origen angloamericano anida una idea de carácter expansivo, en torno a la cual pueden explicarse otros factores. Porque esa frontera, más que un peligro, es avistada como franja virtuosa de recursos disponibles o explotables.

Por otro lado, antes había existido otra visión de la frontera. Espacio a ocupar o conquistar en clave hispánica. Quizá no distinto de los imperios antiguos, la denominada “reconquista” española encerró a su vez una idea de frontera, elástica, móvil, con avances y retrocesos, éxitos y fracasos, pero con una perspectiva y resultado final de expansión y recuperación, al mismo tiempo.

Esa frontera flameante y elástica no solo era un espacio o franja ocupada y ocupable, sino que al mismo tiempo era una tira de tierra a defender. En una perspectiva medieval, además, era una tierra que, de ampliarse o expandirse, resultaba y podía resultar una tierra a asegurar. Pero desocupada de cristianos no era asegurable, desocupada no era protegible. Además, bajo cierta forma de ocupación podía serlo. Ello, al tiempo que erigible en una barrera. Si bien difusa, barrera al fin para evitar nuevos retrocesos y fundar nuevos avances. Territorio fluctuante y también volátil, podría ser “repoblado” si estaba desértico o repoblado si estaba antes ocupado por hispanomusulmanes. Y para ello, asignado. La asignación crearía nuevos vasallos ennoblecidos, pequeños y medianos hidalgos que fortalecerían la monarquía cristiana y amurallarían un eventual retorno de los afrohispanos dificultosamente derrotados y temibles. Las célebres “mercedes” reales serían el mecanismo que conciliaría tales objetivos, para una larga epopeya de ocho siglos.

Frontera como límite, frontera como posibilidad y frontera como conquista no parecen identificar, aunque tampoco necesariamente confrontar, trayectorias divergentes. El marco turneriano representa la obvia explicación para la expansiva marcha de la “mancha angloamericana” que vertiginosa cubriría casi en un suspiro histórico el espacio entre los Apalaches y el Pacífico, también es funcional a una nación que pudo reivindicar para su expansionismo poco clemente el atributo del “destino manifiesto”. En tal óptica, la frontera explica. Quizá más, justifica.2

La frontera como espacio conquistable “a la antigua” también explica, pero no las mismas cosas. Es asimilable en cuanto franja defensiva, en cuanto espacio amortiguador ante la devastación de malones indígenas, en cuanto a posibilidad para una expansión de base ganadera. También, para fundamentar la extensión de “mercedes decimonónicas”, premios o recompensas cual señoríos para los caballeros que no lucharían contra moros pero sí contra indígenas. Base, en fin, de lenta ocupación y dispersísimo poblamiento, pero también de tenencia desmesurada, de acumulación de poder, de reproducción de cierto tipo de latifundia sudamericano, aunque con la llave para su futura disgregación, subdivisión o eventual compartimentación.

Y queda la “antifrontera”, es decir, la percepción de la frontera como riesgo, la frontera como peligro, la frontera como “no deseo”, como alternativa a evitar, o canjear por otra más fácil. La actitud renuente hacia una suerte de destierro. El apego hacia el cobijo de las luces. Mortecinas, a veces, pero luces al fin. Ella fue la ciudad, obviamente.3

1. “Era la tarde y la hora, / en que el sol la cresta dora / de los Andes. El Desierto, / inconmensurable, abierto, / y misterioso…” (Echeverría, 1993: 33).

2. Para examinar tal subyacencia justificadora otorgada a la hipótesis de Turner, véase Clementi (1992).

3. En el caso argentino, esta sería la tesis de James S. Scobie (1975a).

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