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Gestión de crisis y racionalidad política
Оглавление¿Por qué no se actuó antes, si era lo que la racionalidad aconsejaba? Acaso, la explicación esté en el propio concepto de racionalidad. Como es sabido, desde Weber, al menos, se habla de racionalidad como el ajuste de medios a un fin o conjunto de fines, previamente establecidos: de acuerdo con ello, la gestión de la crisis será tanto más racional cuanto más adecuados sean los medios para conseguir los fines de proteger la salud, en primer lugar, y la economía, pues no cabe duda de que estos han de ser los fines perseguidos. Puede haber discrepancia de dónde está el equilibrio entre estos dos fines –salud y economía–, pero no la hay de que determinadas medidas, como una actuación temprana, hubieran permitido favorecer ambos. Ocurre, sin embargo, que no existe una única racionalidad, general y pura; cada actividad, en la medida en que tiene sus propios fines, va definiendo una lógica propia, esto es, su propia racionalidad. En el caso de la política, ya Maquiavelo dio una definición clara de la razón política: la obtención y el mantenimiento del poder. En torno a este fin se articula la racionalidad política. El logro de la democracia, con su identificación entre gobernados y gobernantes, consiste en aproximar ambas lógicas o racionalidades, la general y la política: al político le interesa llevar a cabo la mejor gestión para los ciudadanos, pues, de este modo, podrá obtener el respaldo en las urnas y mantener el poder. Mediante esta fórmula sagrada, pues, ambas racionalidades, la estrictamente política y la que podemos llamar general, venían a coincidir.
Sin embargo, cualquiera que haya vivido la política de cerca y por dentro, podrá comprobar que esto no siempre es así. Existen importantes zonas de divergencia entre ambas racionalidades, incluso, por supuesto, dando por hecho la honestidad del que se dedica a la política. Un caso paradigmático, que bien podríamos incluir en la teoría de juegos, nos permite ilustrar esta situación: un agente que se comporta de forma políticamente racional –eso es, con el fin de obtener la mayor aprobación del electorado–, ¿tendrá incentivos para adoptar una medida cuyo efecto a corto plazo suponga un beneficio visible de 20 unidades, por más que pueda tener costes en el largo plazo y difusos – pero ciertos para él– de 60 unidades? Desde un punto de vista de racionalidad pura, no cabe duda de que esta medida es irracional, pues tiene un coste de 40 unidades –dejando a un lado la variable tiempo–; en cambio, desde el punto de vista de la racionalidad política, para cada partido, los incentivos serán siempre a adoptar aquellas medidas que tienen efectos inmediatos y visibles, aunque sean mucho menores que los que se siguen de otras decisiones. Y, lo que es peor, si un agente propone no adoptar tal medida, su situación puede ser de desventaja política frente a otro que sí la adopta, y entramos de esta forma en la lógica del dilema del prisionero, que prima la conducta no cooperativa frente a la que sí que lo es26. Esta divergencia es consecuencia de la complejidad política: el electorado puede percibir claramente la conexión causal de medidas políticas con las ventajas en el corto plazo (ventajas que pueden traducirse incluso en mecanismos de identificación ideológica), pero no tiene la misma capacidad para determinar la responsabilidad por las consecuencias en el largo plazo ni para establecer las causas pasadas de problemas actuales. Se trata, en suma, de una situación de complejidad y escasez de información, esto es, de racionalidad limitada –por utilizar los términos clásicos de Herbert Simon–, que obliga a adoptar determinados atajos27.
¿De qué manera afecta esto a las situaciones de crisis, en particular a la de la COVID-19? La respuesta: la actividad política tiene escasos incentivos para tratar las situaciones de riesgo potencial, de incertidumbre, porque cuando la crisis se presenta como una posibilidad nada más, no existen incentivos políticos para establecer los protocolos de actuación, única forma que permite luego adoptar decisiones racionales durante la gestión de la crisis. En sentido análogo, cuando la crisis se presenta ya como un riesgo cierto –pero no un hecho seguro–, la realidad acuciante de los hechos inmediatos provoca mayores incentivos para centrarse en ella: que en los días previos al estado de alarma se permitieran partidos de futbol, actos políticos o manifestaciones, incluso que sus propios promotores los celebraran –y no los cancelaran, como se hizo un mes antes con la MWC de Barcelona–, se juzga hoy como algo claramente irracional; pero en aquel momento, quienes decidieron no suspender tales acontecimientos actuaron, posiblemente, desde lo que entendían que era la lógica política de la situación.
Si esto es así, si, en efecto, los problemas para afrontar las crisis provienen de las divergencias entre lo que podemos llamar de una forma un poco tosca racionalidad general y racionalidad política, entonces los mecanismos para corregir este tipo de situaciones, las lecciones que debemos aprender, son aquellas que lleven a corregir estas divergencias. El mismo problema se ha planteado en relación con las normas: con excesiva frecuencia existen incentivos para aprobar normas que presentan una aceptación en el corto plazo, pero cuyos costes en el largo plazo son, en el mejor de los casos, desconocidos, aunque visiblemente superiores. Por ello, en los análisis sobre la mejora regulatoria, las últimas propuestas hacen hincapié en la necesidad de establecer mecanismos de evaluación ex post. Estas evaluaciones permiten identificar con claridad las consecuencias de las normas aprobadas o, como en este caso, de la gestión realizada, y ello con dos propósitos: primero, aprender y corregir los efectos no pretendidos; y segundo, evitar las divergencias entre ambas racionalidades, en la medida en que permite llegar a juicios reflexivos sobre las consecuencias de las medidas normativas adoptadas. O, expresado en otros términos: la evaluación ex post es el mejor sistema de aprendizaje, pero también de accountability, esto es, de responsabilidad, y, con ello, de superar aquella divergencia entre la racionalidad general y la política.