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Tendencias geopolíticas

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Se habla mucho del nuevo orden mundial que surgirá en la era post coronavirus. Pero entre las tendencias políticas que podemos apreciar ni todas son nuevas, ni han sido consecuencia de una crisis tan transformativa de mentalidades, hábitos y comportamientos como lo es esta última pandemia.

Podemos afirmar que la crisis sanitaria ha actuado como acelerador de un creciente proteccionismo económico generado por un clima de polarización mundial, que ya fue certificado como el gran riesgo geopolítico actual a principios de este año.

A fínales del mes de enero, el World Economic Forum había colocado la polarización interna y externa y el proteccionismo en relación con el comercio y la inversión entre los principales riesgos políticos a tener en cuenta, junto con la preocupación medioambiental que –permítanme el inciso–, ha sido eclipsada en las agendas políticas y mediáticas que viven por y para la COVID-19.

Para contestar a la pregunta de si hay manera alguna de revertir este proceso, conviene saber cómo hemos llegado hasta aquí.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos asumió un papel de liderazgo en el ámbito político, económico y militar, tan solo cuestionado teóricamente en términos militares por la extinta URSS. Eran los tiempos de la Guerra Fría, concepto que han recuperado hoy los analistas políticos para referirse a la escalada actual de la confrontación entre los Estados Unidos y China.

La caída del Muro de Berlín llevó a algunos pensadores a proclamar el fin de la historia. El avance de la democracia liberal a nivel global y, con ello, el reconocimiento de derechos y libertades en todo el orbe, se creían imparables. Sin embargo, tras la desaparición del bloque comunista, los riesgos geopolíticos, lejos de simplificase, no han hecho sino ganar en complejidad.

Primero, fue la caída de las Torres Gemelas y con ello, la amenaza a la seguridad mundial que suponía el terrorismo. Después, la gran crisis económica, que azotó los fundamentos de nuestra seguridad económica. La crisis económica y social minó la confianza institucional en gobiernos y gobernantes. Y esa crisis institucional provocó el afianzamiento del populismo en ambos extremos del espacio político y su triunfo en sistemas antaño admirados como cuna de la democracia liberal.

El nacionalismo prendió en Estados Unidos de la mano de las políticas del American First y en el seno de la Unión Europea, se saldó con la salida de un Estado Miembro –ni más ni menos que el Reino Unido-, en un retroceso sin precedentes desde su fundación.

China aprovechó veloz esa pérdida de liderazgo occidental para afianzar el suyo propio con una estrategia comercial y económica en la superficie, pero política en el fondo, además de fortalecerse militarmente a escala regional.

Hace exactamente un año Antonio Guterres, Secretario General de Naciones Unidas, confesaba: «Temo la posibilidad de una gran fractura, un mundo dividido en dos con las dos economías más grandes de la tierra creando dos mundos separados y compitiendo el uno con el otro».

Durante los últimos años, hemos asistido a una tensión creciente en la guerra comercial y la batalla tecnológica con la seguridad como trasfondo, que libran estos dos colosos. Un enfrentamiento que aúna todos los componentes de una dura lucha estratégica por el liderazgo mundial (desinformación, propaganda y otros esfuerzos mutuos de desestabilización o la búsqueda de aliados fuera del mundo occidental). La pandemia no ha hecho sino exacerbar los ánimos, los métodos y las reacciones, como hemos visto.

También la cooperación multilateral se había resentido profundamente tras la renuncia de la Administración americana a ejercer el liderazgo y dar el apoyo que históricamente venía aportando a esos foros. Muchas voces alertaban desde hace meses de la crisis del multilateralismo, como una manifestación de la propia decadencia del orden liberal internacional. Los síntomas ya eran evidentes antes de la pandemia (el fracaso de la Organización Mundial de Comercio, el languidecimiento del G-20, las vicisitudes del Acuerdo de París o del Plan de Acción Integral conjunto sobre el programa nuclear de Irán). La crisis sanitaria ha llegado en el momento más difícil. Hoy algunos certifican la defunción de los mecanismos de gobernanza mundial, por la propia incomparecencia de las instituciones que debieran haber sido las más relevantes en esta crisis sanitaria, paradójicamente, la más global de todas.

Y si cada vez más los Estados venían afrontando sus desafíos unilateralmente, en la gestión de la pandemia han asumido pleno protagonismo. Las decisiones de confinamiento, el cierre y apertura de fronteras, las compras y suministros, las restricciones, los controles han tenido origen y ámbito nacional, a pesar de que la globalidad de la crisis hubiera requerido medidas compartidas y anticipadas en la prevención y coordinadas en la respuesta.

La profundidad de la crisis económica que ha provocado la paralización mundial de la actividad conllevará la adopción de medidas más que extraordinarias por parte de los poderes públicos. El creciente intervencionismo estatal ya ha reavivado de nuevo el debate sempiterno sobre el peso y el tamaño del Estado y su papel en la economía, la tensión entre las medidas de estímulo y apoyo –nacionalizaciones incluidas–, y el mantenimiento de las fianzas públicas bajo control. Asistimos a un renacer del dirigismo.

Añádase que la confianza en las instituciones ha vuelto a resentirse. Aunque los gobiernos populistas han sido en general de poco a muy poco eficaces a la hora de hace frente a la pandemia, el ambiente generalizado de polarización reduce la mella en sus expectativas. Con un elemento añadido: el post populismo ha trasmutado en autoritarismo.

Con la justificación de la emergencia, los autócratas han encontrado la excusa a su poder y buscado su legitimidad en la expeditividad con que operan, incrementando su capacidad de acción. Pero no solo eso: no es infrecuente que gobiernos que se tienen por democráticos caigan en tics autoritarios, máxime si se empieza a constatar su incompetencia. Se han olvidado de que la legislación de alarma habilita a los gobiernos a adoptar medidas extraordinarias para contener la pandemia, pero no da carta blanca para extender su poder ejecutivo. Los parlamentos se han visto reducidos a la mínima actividad, cuando no directamente clausurados. El confinamiento ha supuesto la restricción efectiva de muchos más derechos que la libertad ambulatoria. Y la lucha legítima contra la desinformación, las fake news, puede deslizarse hacia la censura cuando no se sabe diferenciar del derecho a la crítica y a la discrepancia.

La polarización, el nacionalismo, el autoritarismo son los virus de la geopolítica actual. Y están en el origen del fallo global a la hora de afrontar una crisis sanitaria que suma a principios de julio más de once millones de casos y medio millón de muertos y que nos ha colocado en una situación de crisis económica sin precedentes, que puede acarrear una pérdida también astronómica de empleos y de bienestar.

Antes de la próxima pandemia

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