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Modalidades de la práctica psicomotriz

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Reeducación psicomotriz

La primera modalidad, la que origina la práctica psicomotriz es la reeducación psicomotriz. Fundamentada en los desarrollos teóricos que aportan una mirada sobre la evolución y maduración del niño, específicamente los de Wallon y Piaget, orienta su práctica a compensar el déficit del orden de lo psicomotor que el niño presenta.

Según Benilde Vázquez (1989), se puede definir la reeducación psicomotriz como “un método de reeducación que permite el tratamiento de los trastornos o deficiencias de la conducta a través del movimiento”.

La reeducación psicomotriz tiene sus orígenes en la psicopatología y en la psiquia­tría. Aunque, como dijéramos, se debe a E. Dupré la primera utilización del término psicomotriz, ya an­tes, en 1846, Seguín publica su obra sobre El tratamiento moral, higiénico y educa­ción de los idiotas y otros niños retrasados, en la que se trata de “coordinar al niño, como de la mano, de la educación del sistema muscular a la del sistema nervioso y de los sentidos, de la de los sentidos a las nociones, de las nociones a las ideas, de las ideas a la moralidad” (F. Marquebrencq, 1846). Pronto en distintos países europeos (In­glaterra, Alemania, Bélgica) y en Estados Unidos empiezan a desarrollarse técnicas corporales en la reeducación de niños retrasados. El tratamiento tenía como fin prin­cipal la “toma de conciencia del movimiento”, cuya ausencia era la causa de la pará­lisis, según señalan P. Sivadon y F. Gautheret.

Continúa diciendo Vázquez, que se empieza ya a valorar el movimiento como algo importante en el desarrollo psí­quico del sujeto: “Cuanto más se estudian los desórdenes motores en los psicópatas, más se llega a la convicción de las estrechas relaciones que hay entre las anomalías psí­quicas y las anomalías motrices, relaciones que son la expresión de una solidaridad ori­ginal y profunda entre los movimientos y el pensamiento” (Dupré, 1925).

H. Wallon muestra el papel fundamental de las funciones tónica y motriz en el desarrollo de la personalidad, así como la importancia de los elementos psíquicos, fun­damentalmente los afectivos y relacionales, en la producción del movimiento; para él, nuestra forma de relacionarnos con el mundo e incluso nuestra forma de expresarnos y comunicarnos, dependen de nuestra organización psico-afectiva.

A lo largo de toda su obra, Wallon trata de demostrar la importancia del movi­miento en el desarrollo psicológico del niño y en la construcción de su personalidad. El movimiento no interviene sólo en el desarrollo del psiquismo del niño y en sus re­laciones con el otro, sino que influencia también su comportamiento habitual y es un factor importante de su temperamento. El autor establece una primera relación entre tras­tornos de comportamiento y trastornos psicomotores, definiendo los tipos psicomoto­res que corresponden a los distintos síndromes de insuficiencia psicomotriz.

En su obra Los orígenes del carácter en el niño, Wallon (1949) destaca como factores importantes del desarrollo infantil la función del tono, verdadera trama donde se tejen las actitudes que son la base del comportamiento y fundamental tanto en la vida afectiva como en la vida de relación; la importancia de las nociones en la estructuración del carácter infantil y en la vida de relación; y la “toma de conciencia” del propio cuerpo como base de la individualización y la identi­dad personal. Sus estudios han sido retomados y profundizados por J. de Ajuriaguerra, como veremos más adelante.

El otro aporte básico en las concepciones de la psicomotricidad, continúa Vázquez, es el de Jean Piaget, quien destaca, como se sabe, la importancia de las acciones físicas en la elaboración de las funciones mentales, de lo sensomotor a lo simbólico y de éste a lo operacional: “las acciones mentales no son más que acciones físicas interiorizadas”. La organización del conocimiento se realiza mediante la dinámica de la acción, que, al repetirse, se ge­neraliza y asimila nuevos objetos. Aunque Piaget no tiene la concepción global del de­sarrollo descrita por Wallon, sino que se mueve fundamentalmente en el ámbito cognitivo, sin embargo la importancia que él da a las acciones físicas en la estructuración del “yo” y del “mundo” abrieron toda una vía de trabajo en el campo de la Psicomotricidad.

Fue E. Guilmain el primero que extrajo consecuencias reeducativas del paralelis­mo señalado por H. Wallon entre el comportamiento psicomotriz y el comportamiento general, como lo demuestra su obra Funciones psicomotrices y problemas de comportamiento (1935). A él corresponde también el haber elaborado con diversos aportes como los de Ozeresky, los test motores y psicomotores que vinieron a completar el conocimiento del desarrollo infantil iniciado por los test mentales (Test motores y psicomotrices, 1948).

Guilmain estudia los fac­tores neuropsicomotores del comportamiento motor sobre todo en la realización de las tareas concretas donde los diversos aspectos de la eficiencia muscular dependen de los com­ponentes neuromotrices que son observados separadamente y estudiados en las pruebas de “performance”.

Para este autor la educación corporal podría tener otros objetivos, por ejemplo, en la reeducación de los trastornos de comportamiento (tanto físico como psíquico). Así es como se pasa, ade­más, de la reeducación física (dominada por la “gimnasia correctiva” y la “gimnasia rít­mica”) a la reeducación psicomotriz. De este modo viene a proponer una ampliación del campo de las actividades reeducativas, señalando tres tipos de actividades:

A) Reeducación de la actividad tónica: ejercicios de actitud, ejercicios de equilibrio y ejercicios de mímica.

B) Reeducación de la actividad de relación: ejercicios para reducir las sincinesias y ejercicios de coordinación motora.

C) Desarrollo del dominio motor: la rítmica y los movimientos asimétricos, disi­métricos, contrariados.

Para Ajuriaguerra

“la organización psicomotriz es la base de la organización del comportamiento y de la vida de relación, de ahí la estrecha relación entre los trastor­nos de la motricidad y los del comportamiento general. Su interés por lo psicomotriz le lleva a estudiar el desarrollo motor del niño así como su soporte orgánico, distin­guiendo tres fases: la primera se refiere a la organización del armazón motriz, es decir, la organización del fondo postural y de la estructura propioceptiva; la segunda corres­ponde a la motricidad eficiente que se organiza por la integración funcional progresiva de los diferentes elementos de la función motriz, y la tercera es la de la integración y automatización de las adquisiciones. A él corresponde, en palabras de F. Ramos, el mé­rito de, a partir del estudio clínico y de la acción terapéutica psicomotriz, el haber li­gado y articulado los diferentes aspectos de la evolución psicomotriz normal y patológica” (Vázquez, 1989).

Según Ajuriaguerra (1959), el desarrollo motor depende, a la vez, de la maduración mo­triz y del desarrollo de los sistemas de referencia, es decir, de los aspectos espacial y temporal del movimiento, así como de la evolución de los instrumentos semióticos como el lenguaje y la representación mental. Una consecuencia in­mediata de esto es considerar que es a través de la motricidad y de la visión como el niño descubre el mundo de los objetos. Esta concepción se acerca a la teoría de Piaget, por cuanto supone que la construcción de la acción y del objeto son simultáneas. Sin embargo, este autor limita su análisis a la motricidad transitiva, mientras que Ajurria­guerra personaliza esa motricidad al considerar que la acción está ligada al sistema tó­nico-postural, verdadero mediador de nuestra relación con el mundo. Los primeros mo­vimientos no son movimientos transitivos sino producto del diálogo tónico. Es a través del diálogo tónico como el niño entra en relación con los demás, diálogo tónico (con­firmado también por R. Spitz y anteriormente por Wallon) entre el niño y la madre.

Las concepciones de Ajuriaguerra fueron ampliamente desarrolladas por su equi­po, especialmente por Giselle Soubirán y por P. Mazo. Para estos autores tanto la educación como la reeducación psicomotriz deben producir tres tipos de efectos: efectos motores y funcionales; efectos psíquicos y escolares; y efectos afectivos, caracteria­les y sociales. De hecho, cualesquiera que sean los desórdenes del comportamiento y sus orígenes, siempre se manifiestan en síntomas en los que pueden predominar tanto los elementos motores como los elementos afectivos, cognitivos y relacionales.

A su vez Pierre Naville, en su Psicología del comportamiento insiste en que si el movimiento está ligado al psiquismo e in­fluenciado por éste, también se puede influir en los trastornos psíquicos a través del propio movimiento. Su concepción gira también alrededor de los trabajos de Ajuria­guerra y define la reeducación psicomotriz como “una técnica reeducativa en psico­pedagogía que, por el movimiento, influencia y estructura el conjunto de la personali­dad del niño y corrige los trastornos psicomotores” (Naville, 1963). Los procesos de recuperación se basan en cuatro elementos: la motricidad, la or­ganización del esquema corporal, la estructuración espacio-temporal y la educación glo­bal por el movimiento.

Continúa Vázquez (1989) diciendo que tanto Naville, como Soubirán y Mazo, propugnan ya el paso a una concepción más pedagógica de la Psicomotricidad que la inicial de Ajuriaguerra.

“En esta línea, aunque más limitados, pueden también situarse otros métodos de reeducación psicomotriz que desde la práctica aportaron también la certeza de que exis­tía un paralelismo entre motricidad y psiquismo. Uno, es el método ‘Bon depart’ que se define como una terapéutica corporal de los trastornos del aprendizaje, en particu­lar de la lectura y de la escritura. Se propone reeducar simultáneamente la motricidad, el ritmo y la percepción visual, por lo que de la ‘educación gestual’ de sus inicios pasa a ser una verdadera educación psicomotriz global.

Aunque más en el límite de la Psicomotricidad, el método S. Borel-Maisonny uti­liza la actividad rítmica en la reeducación del lenguaje y confirma una vez más la re­lación entre trastornos sensoriales y motores y el lenguaje y los aprendizajes escolares” (Vázquez, 1989).

En síntesis, la metodología de la reeducación, consecuente con sus concepciones de base, se centra en una serie de pautas y ejercitaciones estrictas, que según el tipo de alteración (tónico-postural, práxica, del esquema corporal, etc.) marcan una progresión a realizar por el alumno-paciente.

El reeducador, colocado en el lugar del que sabe qué le pasa al niño y cómo y cuándo ayudarlo, lo guiará en el transcurso de las sesiones según un orden preestablecido; para que el niño experimente, por medio de diversas ejercitaciones, aquellos pasos que no realizó en su proceso evolutivo o realizó de manera no adecuada, siguiendo un criterio que va de lo menos a lo más complejo, de lo sencillo a lo elaborado, tanto en relación con los objetos y el movimiento, como con las producciones gráficas, entre otros ejemplos (Sassano y Bottini, 2000).

Paralelamente son desarrollados un sinnúmero de tests que serán la base del balance o diagnóstico psicomotor, con la intención de lograr cuantificar las producciones del niño y precisar así la estrategia terapéutica reeducativa más ajustada con relación a cada caso (Guilmain, Soubirán, Bergés, entre otros).

Estos tests toman aspectos tan disímiles como la lateralidad, el equilibrio, las coordinaciones, el esquema corporal, las praxias, etc.

Terapia psicomotriz

Un importante salto cualitativo en la historia de la terapia psicomotriz se produce con la sistematización de los llamados cuadros psicomotores. Este aporte fundamental, principalmente del Dr. de Ajuriaguerra y su equipo de colaboradores, permite discriminar las alteraciones estrictamente de orden psicomotriz de la psicológica y neurológica, principalmente, sintetizando así las investigaciones que se venían realizando.

Podemos enumerar los siguientes cuadros como específicamente psicomotores:

Dispraxia

Los niños con dispraxia pueden ser incapaces de vestirse solos, de abrocharse la ropa, de atarse los cordones de los zapatos. También pueden escribir de una forma ilegible o bien legible y fracasar en todo el resto de las actividades de coordinación óculo-manual. Por lo general confunden izquierda y derecha, por su total desorganización en el tiempo y el espacio y sobre todo en la construcción de su esquema corporal. Se generalizan por el “no puedo”.

Torpeza motriz

Los niños con esta problemática no pueden accionar con su cuerpo eficazmente, todos los objetos caen de sus manos, tropiezan a cada momento, se llevan las cosas por delante, suelen golpearse mucho, viven con moretones y chichones. Como todo les sale mal, viven pendientes de ser objeto de las burlas de sus compañeros, se sienten frustrados, avergonzados y por lo tanto evitan jugar y confrontarse con los otros que “sí pueden”.

Inhibición psicomotriz

Se advierte la inhibición en la posibilidad de poner en juego el cuerpo, no utilizándolo activamente. No participan en los juegos grupales, no corren, no saltan, no quieren ir a la plaza a jugar. Suelen ser niños introvertidos y tristes y se caracterizan por “no dar trabajo”. Se dedican a las actividades pasivas como juegos intelectuales, lectura, miran la televisión mucho tiempo.

Inestabilidad psicomotora

Son niños que se mueven todo el tiempo, tocan todo a su alrededor, les cuesta enormemente realizar cualquier tarea. No logran detenerse en sus actividades y no logran concentrarse. No pueden disfrutar del descanso y la quietud, les cuesta integrarse a los grupos por su falta de capacidad de espera, su carencia de realizaciones y su continuo ir y venir los hacen insoportables y hasta agresivos para los demás. Los hay del estilo tensional con una carga de movimiento muy intensa y los hay del estilo dehiscentes, que parecen derretirse en sus acciones.

Paulatinamente los psicomotricistas van ampliando su marco referencial y teórico y, con la incorporación de los aportes psicoanalíticos y de otras concepciones terapéuticas que comprenden al sujeto en su dimensión histórica y vincular, se van produciendo importantes modificaciones, tanto al nivel de las ideas como de la práctica clínica (gestálticos, rogerianos, reichianos, sistémicos, cognitivistas, comunicólogos, etc).

Ya no se piensa, entonces, en un sujeto con un déficit (Sassano y Bottini, 2000). Se trata de comprender qué nos muestra, más allá de lo observable, ese sujeto a través de ese síntoma o trastorno psicomotor. De qué manera está inscripto ese síntoma en la historia de ese sujeto, que nos remite siempre a las primeras experiencias infantiles, a los primeros contactos de ese cuerpo, cuerpo de necesidades, con esos otros cuerpos de sujetos adultos, que lo asisten y significan. Asisten a ese cuerpo de necesidades biológicas, con sus características hereditarias, sus particulares maneras de responder a la alimentación, a las caricias, a los dolores; y significan en tanto marcan con la intencionalidad simbólica el necesario contacto cotidiano, mucho antes de que el bebé pueda entender de qué se trata.

Y ya desde esos primeros contactos, desde ese diálogo tónico, al decir de Ajuriaguerra, es que el niño va construyendo una particular manera de ser sujeto psicomotor.

Por eso desde esta óptica terapéutica no se trata de que el paciente responda a tal o cual ejercicio o complete una determinada cantidad de hojas impresas. Se trata ahora de permitir al niño desplegar sus posibilidades, encontrarse con sus limitaciones, cotejar en el particular espacio-tiempo de la sesión su manera de ser sujeto psicomotor. Favorecer, así, que pueda reinscribir, inscribir desde otra dimensión o quizás esbozar por primera vez esa modalidad que le va a permitir apropiarse de su cuerpo para la relación, la comunicación, el aprendizaje cotidiano de ser sujeto activo, potente.

Recuperar, entonces, la dimensión de ser sujeto bio-psico-socio-eco-cultural, en su plenitud de significados. Eso no significa que no se recurra a técnicas específicas, que se niegue el valor que las ejercitaciones puedan tener.

“Pero ya no se concibe la Terapia Psicomotriz como una sucesión de recursos técnicos, sino que se los incorpora, sugiere e implementa en forma plástica, según el decurso del tratamiento, adaptándolos a los tiempos que marca la necesidad del paciente, o del grupo en que se encuentra incluido” (Sassano y Bottini, 2000).

La modalidad de Terapia Psicomotriz Grupal es una variante de gran aceptación y raigambre en nuestro país, apoyada en los desarrollos conceptuales de la Psicología Social, impulsada por el Dr. Enrique Pichon Rivière, enriquecidos y aplicados a la Psicomotricidad por un grupo de psicomotricistas de larga trayectoria y presencia profesional.

Desde esta óptica también se sabe que sólo si contamos con la colaboración y comprensión de los padres la eficacia del tratamiento será posible. Por eso se traza una estrategia particular en relación con ellos, dándoles un lugar relevante en el proceso de la terapia. Según sea el enfoque terapéutico y las características del caso, se sostienen entrevistas periódicas, se los invita a participar de alguna sesión o directamente se realizan sesiones vinculares o familiares de juego psicomotor.

El terapeuta en Psicomotricidad provee para ello un espacio privilegiado, individual o grupal, donde el paciente pueda poner en juego su sensorialidad, su sensomotricidad, su sexualidad, su emocionalidad. Todas y cada una de ellas, respetando la forma particular y propia de usar su cuerpo, su manera de descubrirlo, de conocerlo, articulado sobre la comprensión plena.

Desde nuestra perspectiva como terapeutas, ofrecemos la mayor disponibilidad corporal y afectiva para que nuestro cuerpo esté al servicio del paciente, dentro de un marco de aceptación incondicional como persona, con confianza de sus potencialidades, más allá de sus dificultades.

Otro aspecto importante a destacar es que los diversos enfoques en terapia psicomotriz incluyen en su concepción la necesidad de intercambio con otros profesionales intervinientes. El concepto de interdisciplina está en la base de la terapéutica psicomotriz, ya que se entiende que sólo mancomunando esfuerzos, multiplicando los posibles sentidos del síntoma del niño, es posible diseñar la mejor estrategia de abordaje para la evolución favorable del paciente.

“Se constituye así una Red Terapéutica, constituida por todos los operadores intervinientes, que sostiene en su entramado al paciente, su grupo familiar, y a los mismos operadores que la integran (docentes, terapeutas, familia ampliada, directivos, etc.)” (Sassano y Bottini, 2000).

En tratamientos interdisciplinarios e institucionales se abordan psicosis infantiles, autismos, neurosis graves; es decir, profundas alteraciones de la personalidad, facilitando la posibilidad de comunicación y el reencuentro con su propio cuerpo y el de los demás. También se atiende otro grupo amplio e inespecífico de diversas patologías de orden neurológico, hasta alguna variedad de enfermedad psicosomática (asma, alergias, etc.) para las cuales se aporta una mirada en lo que respecta a las restricciones en el accionar del sujeto.

Porque de eso se trata, de lograr que aquel que consulta, porque sufre, pueda beneficiarse con la acción profesional más idónea y logre así, en el tiempo más corto posible, superar el trastorno que lo limita, tanto en el orden de lo personal como en lo social.

Educación psicomotriz

La otra orientación a la cual nos referimos los psicomotricistas es la Educación Psicomotriz.

Como hemos aclarado, nuestra particular manera de ser y considerar al hombre, también nos hace ver de una particular manera el proceso de enseñanza-aprendizaje.

Según Llorca Linares y Vega Navarro (1998), para Piaget el origen del conocimiento depende de las interacciones entre el niño y los objetos, es decir, para conocer será preciso actuar sobre las cosas. La coordinación progresiva de acciones y operaciones que el niño in­terioriza, junto a la información que le proporciona la experiencia física con los objetos traerá como resultado la construcción de esquemas o estructu­ras de conocimiento que tenderán a complejizarse y a distinguirse cualitativa­mente.

Estos esquemas se desarrollarán sobre la base de ciertos aspectos funcio­nales de índole cognitiva: la asimilación y la acomodación. Desde la asimila­ción se incorporan los datos del entorno que se transformarán de acuerdo a esquemas preexistentes, y desde la acomodación se propone la utilización de esquemas generales a situaciones particulares, esto es, la aplicación de un es­quema invariante a diversas situaciones cambiantes (Rodrigo, 1990, citado por Llorca y Vega, 1998).

Los esquemas, la asimilación y la acomodación son los tres conceptos básicos que describen el comportamiento cognitivo que en el transcurso del desarrollo adoptarán diferentes modos de actualización, o lo que es lo mismo, nivel de desarrollo operatorio o estadios, que se conformarán del siguiente modo: sensoriomotor (0 a 2 años); preoperatorio (2 a 6/7 años); operatorio concreto (7 a 10/11 años) y operatorio formal (11 a 14/15 años).

Aunque Piaget nunca trató ni se preocupó directamente por los proble­mas relativos a la educación, sus estudios han tenido repercusiones importan­tes en ese ámbito proporcionando modelos de actua­ción que han tenido por finalidad “deducir del conocimiento psicológico de los procesos de formación intelectual las técnicas metodológicas más aptas para producirlos” (Aebli, 1973).

Sin embargo, este modelo no informó suficientemente sobre los efectos del ambiente en el propio desarrollo cognitivo.

Derivado de las dificultades que el modelo piagetiano había dejado plan­teadas, en los últimos años se ha recuperado una perspectiva interaccionista del desarrollo (Vygostky, 1962).

Al decir de Llorca y Vega, la reciente recuperación de las teorías de Vygostky (Bruner, 1988; Pichon Ri­vière, 2000) ha proporcionado una nueva manera de entender las relaciones entre aprendizaje, desarrollo y la importancia conferida a los procesos de rela­ción interpersonal a través del lenguaje. Desde una nueva línea teórica, el desa­rrollo se interpreta ya no como un proceso unidireccional (el niño frente al medio), sino como el resultado tanto de la influencia ejercida y de la adaptación conseguida del niño respecto al medio, como de este último frente a aquél.

El concepto que mejor expresa y resume esta perspectiva teórica es el de Zona de Desarrollo Próximo. Este concepto establece la diferencia entre lo que el alum­no es capaz de hacer en un momento dado (desarrollo actual) y lo que es capaz de hacer y aprender con la ayuda de otras personas (desarrollo potencial) en un proceso de colaboración mutua, permitiendo así delimitar el margen de inci­dencia de la educación, entendida ésta como un efecto de andamiaje (Bruner, 1988) que facilita el crecimiento cognitivo.

El auge que estas posiciones interaccionistas del desarrollo alcanzan a tener a lo largo de las dos últimas décadas (como modelos explicativos de la conducta infantil) se enriquece en los últimos años con la aparición del modelo ecológico (Bronfenbrenner, 1979), desde el cual sólo es posible dar una adecua­da interpretación de la conducta infantil si se parte de los diferentes contextos donde el niño se desarrolla.

Desde esta perspectiva, continúan Llorca y Vega (1998), se destaca la necesidad de considerar la multipli­cidad de influencias que recaen sobre el niño a lo largo de su desarrollo (fami­lia, amigos, escuela), el sentido bidireccional de estas influencias –el niño no se limita a ser influido sino que él también ejerce su influencia en cada uno de los contextos donde actúa– y, por último, la necesidad de considerar realidades no inmediatas, pero que ejercen una influencia considerable en él (condiciones familiares, trabajo de los padres, etc.).

Los contextos más ricos para la interpretación y descripción de la con­ducta infantil son tres: la familia, la escuela y la relación entre iguales. Estas nuevas posiciones abren una vía sugerente y atractiva para el estudio de las relaciones entre Psicología y Educación.

Todos estos enfoques prevén una forma determinada de entender y resol­ver ciertos aspectos conflictivos en el campo de la Psicología y su relación con la Educación (Delval, 1987; Rodrigo, 1990; Palacios, 1990, citado por Llorca y Vega, 1998), que serían, por un lado, los relacionados con el dilema herencia-medio y, por otro, los relativos al papel que desempeñan los estadios en el desarrollo. La combinación de ambos pro­blemas repercute en el campo educativo, sobre todo al confluir en el debate sobre la existencia o no de “períodos críticos” o “períodos sensitivos” (Piaget, 1969; Montessori, 1937).

Estos aportes se completan con los trabajos de Psicología Educativa de Ausubel et al. (1983) y su estudio y descripción de los diferentes tipos de aprendizaje.

El concepto de “aprendizaje significativo” como requisito de calidad en el proceso de autoconstrucción del conocimiento se ha consolidado definitiva­mente como una de las aportaciones fundamentales de la investigación psicoló­gica al campo de la educación, afirman Llorca y Vega. El desarrollo actual de la psicología nos permite considerar cuáles son los aspectos que desde la perspectiva psicológica debe tener en cuenta el curriculum de la Educación Infantil y que, siguiendo a Coll (1987) podríamos resumir en:

1. Que las repercusiones de las experiencias educativas formales sobre el crecimiento personal del alumno están condicionadas entre otros fac­tores, por su nivel de desarrollo operativo (Piaget e Inhelder, 1968; Delval, 1987). El curriculum, por tanto, debe tener en cuenta estas posibilidades de forma que permita un ajuste coherente con las posi­bilidades del alumno.

2. Las experiencias educativas están condicionadas por los conocimien­tos previos (Ausubel et al., 1983). El niño que inicia un aprendiza­je lo hace a partir de conceptos, concepciones, representaciones y co­nocimientos que ha construido en su experiencia previa.

3. Es necesario establecer una diferencia entre lo que el niño es capaz de hacer y aprender por sí mismo y lo que es capaz de aprender con la ayuda de otras personas. La distancia entre estos dos puntos, denominada por Vygostky (1962) “zona de desarrollo próximo”, in­dica que la educación debe partir del desarrollo del alumno, pero no para acomodarse a él, sino para traerlo hacia la “zona de desarrollo potencial”, facilitando así una tarea de andamiaje (Bruner, 1988, Pichon Ri­vière, 1985).

La cuestión clave desde el punto de vista psicológico es asegurar que el aprendizaje sea significativo (Ausubel, 1991), proponiendo actividades que fa­ciliten que los alumnos construyan la realidad atribuyéndole verdadero signifi­cado, para lo que es necesario contar con contenidos potencialmente significa­tivos y con una motivación para aprender. En palabras de Coll (1985), “una interpretación constructivista del aprendizaje escolar exige una interpretación constructivista de la educa­ción”.

La educación psicomotriz, entonces, se concibe como una educación dirigida no ya al cuerpo como entidad meramente biológica, sino a una entidad psicosomática en la cual las es­tructuras motrices se desarrollan en interacción constante entre el “yo” y el medio, ya sea físico o social. Esta entidad psicosomática se resume básicamente en el “esquema corporal”.

Si bien es verdad, dice Vázquez, que la importancia de la acción corporal en el de­sarrollo de la personalidad es señalada por grandes pedagogos como Rousseau y Pes­talozzi y más recientemente en su formulación sensomotora por la Dra. Montessori; sin embargo su inclusión como un verdadero tema educativo no se produce hasta los años sesenta. Es precisamente con la publicación de la obra de Picq y Vayer, Educación psicomotriz y retraso mental (1969) cuando la educación psicomotriz alcanza su verdadera autonomía y se convierte en una acción educativa original con sus objetivos y sus medios propios, como afirman Andrée Maigre y Jean Destrooper (1976).

El desarrollo y difusión de la educación psicomotriz se ha visto favorecido por una serie de factores que, siguiendo a Maigre y Destrooper, y por lo que respecta a Francia, podrían resumirse en los siguientes: el nuevo desarrollo de la psicopatología infantil impulsado por el psicoanálisis; el desarrollo de la neuropsiquiatría infantil; los análisis sobre el fracaso escolar; las críticas a la reeducación basada en las técnicas clá­sicas; la difusión de la obra de Wallon y de Piaget; la revolución de la educación física tradicional, por obra de la “psicocinética” de Jean de Boulch.

“Evidentemente también en otros países se producen trabajos y prácticas de educación psicomotriz, pero sin embargo hay ciertas diferencias que conviene matizar, tanto en cuanto al énfasis puesto en diferentes objetivos como en el procedimiento a seguir. Así, de las tres fases que presenta la organización funcional de la conducta, percepción-elaboración interna y ejecución o respuesta, los trabajos en el área anglosajona se centran más en el análisis de los elementos perceptuales y motores, y en cambio entre nosotros ha preocupado más la fase de elaboración (análisis, toma de conciencia y conceptualización del movimiento). Son ejemplo de los primeros el modelo de Kephart (1960) que investiga los elementos per­ceptuales y motores y los aprendizajes escolares, o los estudios de B.J. Cratty (1969) que relacionan habilidades motoras con la memoria, con la capacidad creativa o con el autoconcepto; o el modelo de desarrollo psicomotor de J.S. Bruner que sostiene que el desarrollo de las facultades psicomotoras es similar al desarrollo del lenguaje o al de los mecanismos implicados en la resolución de problemas; o los trabajos de Frostig-Maslow (1970) sobre la educación del movimiento, al que consideran que debe integrarse plenamente como una forma de educación en las primeras edades, posición que recuerda a la del francés J. Le Boulch” (Vázquez, 1989).

Sostiene Vázquez que aunque todas estas investigaciones son deudoras de los mismos principios filosóficos y metodológicos de la Psicomotricidad, nunca se desarrollaron, sin embargo, en la misma línea que ha caracterizado la ortodoxia psicomotriz francesa. Por otra parte, tanto en el área anglosajona como en la francesa, las corrientes en educación psicomotriz son muchas, tanto por su utilización como por los objetivos que pretenden.

En lo que respecta a la educación psicomotriz, pueden señalarse tres corrientes nacidas en el ámbito de la educación física: el modelo de J. Le Boulch o “psicocinética”; la educación corporal de L. Picq y P. Vayer; y la educación vivenciada de André Lapierre. Consideraremos cada una de ellas.

Corresponde a Le Boulch lo que se ha venido llamando la revolución copernicana en educación física. Inicialmente profesor de esa disciplina, su insatisfacción con las prácticas de la educación corporal en Francia le llevan a plantearse con rigor el problema del movimiento humano. Realiza estudios de medicina coronándolos con una tesis doctoral sobre los distintos factores del valor motriz (“Los factores del valor motriz”), publicada en 1960. En la búsqueda de estos factores, Le Boulch propone una “educación física funcional” que no se identifica con el modelo clásico de entrenamiento de la máquina corporal, sino que se acerca más al modelo fenomenológico expuesto por F. Buytendjik (Actitudes y movimientos) y al pensamiento de Merleau-Ponty (Fenomenología de la percepción).

Le Boulch critica abiertamente la tendencia de la educación física a “deportivizarse” y la práctica de los profesores de educación física dirigida sobre todo a los factores de ejecución (fuerza, resistencia, velocidad, etc.), sin tener en cuenta los factores psi­comotores del movimiento, en una línea similar a lo que había hecho Guilmain (1935).

En su explicación del movimiento humano sobrepasa el modelo biologista tradicional y recurre al modelo psicológico; posteriormente destacará también los factores sociales que lo condicionan: “La ciencia del movimiento humano no puede homologarse con el estudio de una máquina compuesta por palancas, bisagras y músculos” (Le Boulch, 1978), dirá el autor, sino que: “La ciencia del movimiento humano debe partir de la existencia corporal como totalidad y como unidad”. Su concepción del cuerpo humano deja de ser exclusivamente la concepción del “cuerpo objeto” para referirse al “cuerpo propio”, entrando de lleno en el concepto de motivación, finalidad y elaboración interna de los procesos motrices. A los nuevos datos neurológicos une los aportados por las ciencias de la conducta, más en una línea de psicología cognitiva que conductista: “los movimientos y actitudes de una persona no son accidentales ni determinados por el azar, sino que son significantes y están unidos a las motivaciones fundamentales del organismo”. Pero además los movimientos humanos no son solo movimientos en sí, sino que son movimientos “en relación”; el hombre no es un ser cerrado en sí mismo sino que es un ser en relación, por esto su movimiento participa de las características del marco social en el cual el hombre se desenvuelve” (Vázquez, 1989).

Dice Le Boulch (1978):

“nosotros nos apo­yamos, en cambio, en el desarrollo de la disponibilidad corporal mediante la utilización de la internalización que unifica y estructura, que permite establecer relaciones entre los fenómenos motores, intelectuales y afectivos. Nuestra concepción implica relaciones constantes entre los elementos de información y los esquemas motores, no mediante un mecanismo de condicionamiento sino por medio de una educación perceptual consciente que descansa a la vez en las informaciones exteroceptivas y propioceptivas”.

En resumen, para Le Boulch, “el movimiento es pensamiento hecho acto” más que cadenas de respuestas condicionadas.

Dos nociones son fundamentales en la educación del movimiento: la noción de “es­quema corporal” y la de “esquema de acción”. Sintetizando las investigaciones sobre el esquema corporal, Le Boulch (1978) lo define “como una intuición de conjunto o un conocimiento inmediato que tenemos de nuestro cuerpo en estado estático o en movimiento, en la relación de sus diferentes partes entre ellas y en sus relaciones con el espacio circundante de los objetos y de las personas”. Esta noción es eje del sentimiento de mayor o menor disponibilidad que tenemos de nuestro cuerpo y eje de la relación vivida universo-sujeto experimentada afectivamente y, en ocasiones, de manera simbólica. La disponibilidad corporal exige, para el autor, que esa “imagen del cuerpo” sea verdaderamente operativa y no permanezca sólo como un concepto meramente descriptivo. En la medida en que el aprendizaje se aleja de la mecanización y se apoya más en la internalización del acto motriz viene a convertirse en un elemento enriquecedor del esquema corporal; por el contrario, la mecanización aliena el cuerpo del hombre y fija su imagen, ya que “todo aprendizaje por medio de la mecanización compromete y disminuye la plasticidad potencial”. El “esquema de acción” es tomado por Le Boulch en el sentido piagetiano de “plan de acción”, o estrategia subyacente a una serie de secuencias de acción y viene a ser un “esquema de coordinación” basado en datos temporales, visuales y kinestésicos que se superpone al “esquema postural”, verdadero telón de fondo de nuestra actividad motriz, tomado en el sentido que le dio Wallon.

De esta manera el aprendizaje consiste en adquirir nuevos esquemas de acción que permitan al sujeto ajustarse a las distintas situaciones del medio y a sus propias necesidades.

Menciona Vázquez, al referirse a la concepción pedagógica de Picq y Vayer, que partiendo también de la reeducación1 y en un contexto más experimental que el de Le Boulch, estos autores llegan también a la educación psicomotriz, a la que definen como: “una acción pedagógica y psicológica que utiliza los medios de la educación física con el fin de normalizar o mejorar el comportamiento del niño” (Picq y Vayer, 1969). Sin embargo, esta educación y reeducación motriz se oponen de una forma total a la educación y reeducación física tradicionales, tanto por su fundamento científico como por la metodología empleada. La educación psicomotriz, para estos autores, sobrepasa los objetivos de una nueva técnica, para convertirse en una acción educativa global. Siguiendo los aportes de la psicología genética afirman que el dinamismo motor está estrechamente ligado a la vida mental, por lo que los ejercicios que proponen asocian siempre la conciencia a la acción.

“Su concepción psicopedagógica de la Psicomotricidad les lleva a ajustar adecuada­mente las tareas de aprendizaje a los niveles de desarrollo psicomotor del niño. Por esto, desde el punto de vista metodológico lo más importante será la observación del comportamiento dinámico del niño para poder establecer dichos niveles de desarrollo. Así conciben el ‘examen psicomotor’ basado en pruebas ya conocidas (de Ozerestsky, Guilmain, Stamback, Piaget-Head, etc.) que luego plasmarán en el perfil psicomotor al que se deberán ajustar los procesos de aprendizaje.

En su clasificación de la motricidad distinguen tres tipos de conductas:

- Conductas motrices de base, que son más o menos instintivas e incluyen la equi­libración, la coordinación dinámica general y la coordinación óculo-manual.

- Conductas neuromotrices ligadas a la maduración del sistema nervioso (sincinesias, paratonías, lateralidad).

- Conductas perceptivo-motrices ligadas a la consciencia y a la memoria, e incluyen la estructuración espacio-temporal.

Los factores psicomotores que dan origen a estas conductas están en la base del desarrollo de la personalidad y dependen de otro elemento fundamental que es la or­ganización del esquema corporal. Mediante la intervención pedagógica en cada una de estas conductas se pretende la acción educativa global” (Vázquez, 1989).

Posteriormente Vayer (1974) ha centrado el análisis en el mundo relacional del niño (El diálogo corporal) señalando los componentes de esa relación: el yo, el “mundo de los objetos” y el otro, entre los que se establece un verdadero diálogo en el sentido en que lo entendieron Wallon, Ajuriaguerra, Muchielli, etc., es decir, un verdadero “diálogo corporal”. La misión del pedagogo será precisamente “facilitar” ese diálogo, ya que la personalidad del niño es el resultado de la interacción entre estas tres realidades.

Este nuevo enfoque de Vayer significa un gran progreso en la práctica de la edu­cación psicomotriz ya que estudia al sujeto en su propio contexto vital, teniendo en cuenta la red funcional en la que el niño se desarrolla: “En cualquier situación están siempre presentes, repetimos, el niño y el mundo exterior, es decir, el mundo de los objetos y el mundo de los demás” (Vayer, 1974).

Si uno de los objetivos de la educación es facilitar la relación con el mundo, la edu­cación corporal se va a constituir en el punto de partida de toda educación, ya que “todos los aspectos de la relación dirigidos al conocimiento o los vividos en el plano afectivo están vinculados a la corporeidad”.

Siguiendo a Wallon, la construcción del “yo corporal” es para Vayer la base de la personalidad infantil. Esta construcción del “yo corporal” se basa en el diálogo tónico, el juego corporal, el equilibrio del cuerpo y el control de la respiración, los cuales, en su desarrollo, atraviesan las tres fases de exploración, consciencia y control de sí. Al final de las tres fases el niño habría conseguido una independencia corporal respecto del adulto, una expresión corporal socializada, el control del equilibrio corporal y el control de la respiración, considerado este último como un aspecto importante del control de sí (Vayer, 1974).

Pero la conciencia de sí se adquiere paralelamente a la conciencia del mundo alrededor de sí, tanto el mundo de los objetos como el mundo de los demás. El mundo de los objetos se construirá a través de la organización perceptiva espacio-temporal mediante las acciones motrices que el niño realiza de tal manera que se produce una estructuración recíproca yo-mundo de los objetos, lo que convierte a la acción corporal en el instrumento básico del conocimiento, ya sea de sí mismo o del mundo físico (Vayer, 1974).

En resumen, para Vayer la acción educativa debe estar basada en la acción corporal y en las vivencias infantiles, por lo que la educación corporal se debe constituir en el punto de partida de toda acción educativa, de tal manera que en el niño pequeño toda educación debe ser educación corporal y posteriormente en la edad de los aprendizajes escolares, la educación corporal será la condición necesaria de los mismos.

Sorprende a Vayer que, siendo reconocida por los distintos especialistas la unidad funcional de la persona humana, en educación se siga trabajando con datos frag­mentarios y muchas veces inconexos; la prueba más evidente la tenemos en nuestras escuelas en las que los maestros, a pesar de los planes de estudio, programaciones e instrucciones oficiales, olvidan generalmente la educación corporal o bien la encargan a otros por no ver ellos mismos ninguna relación entre su actividad educativa y esta última.

Si bien en sus últimos trabajos Vayer ha derivado a una “terapia relacional” (Vayer, 1974), más que a una verdadera educación corporal, tiene en su haber el insistir en una concepción pedagógica de la motricidad que sobrepasa, por una parte, los objetivos de la educación física tradicional y, por otra parte, es una llamada de atención a los pedagogos que siguen menospreciando los valores de la educación motriz.

Estas propuestas de integrar la educación corporal en una educación global como sostienen Le Boulch y Vayer no son nuevas. Aparecen subyacentes en la renovación contemporánea de las escuelas maternales que arrancan ya de Montessori y de Fróebel. Sin embargo, sí son nuevos los procedimientos. Un ejemplo de ellos es la obra de Lapierre y Aucouturier que, haciéndose eco del fracaso de la escuela tradicional, buscan también en la educación psicomotriz una nueva forma de abordar la educación en los niños pequeños.

Afirma Vázquez que dado que el movimiento corporal es lo más natural e inmediato que el niño ex­perimenta, analizan el movimiento humano en todas sus dimensiones: neurofisiológica, psicogenética y semántica y proponen la acción educativa a partir de la actividad corporal. “La psicomotricidad no debe aparecer como una disciplina aparte sino como un estado de espíritu que orienta las distintas actividades” (Lapierre y Aucouturier, 1977).

La educación psicomotriz para estos autores, igual que sucedía en Vayer, rebasa los límites de una técnica especializada para convertirse en el punto de partida de toda educación. No solamente critican la división tradicional de la educación en educación intelectual y educación física, sino que, además, piensan que los procesos de intelectualización llevados a cabo en la escuela no utilizan una didáctica apropiada, de tal ma­nera que los aprendizajes escolares son vividos por el niño como una imposición arbitraria del adulto.

Para evitar ello, estos autores centran su trabajo en una “educación vivenciada”, en la que los conocimientos se integran profundamente en la conciencia del niño, adquiriendo significaciones personales precisas a través de las situaciones presentadas por el educador. Su metodología no se basa en una clasificación de las con­ductas motrices sino en el desarrollo de diversas situaciones que deben ser vivenciadas por el niño y en las que la observación del mismo y la acción del educador son más importantes que la posible programación. Por lo tanto el concepto de educación vivida se refiere tanto al niño como al educador, que debe ir ajustando su acción a las mani­festaciones infantiles.

Apoyándose en la teoría psicogenética de Piaget, continúa Vázquez (1989), su metodología se centra sobre todo en el paso de lo concreto a lo abstracto, por medio de la interiorización de las situaciones vividas: “nosotros quisimos mostrar que, partiendo de un acto motor, de una situación vivenciada, es posible extraer una noción abstracta, percibiéndola, interiorizándola, generalizándola; después, mediante la simbolización espontánea pasar a una expresión abstracta y después utilizando este descubrimiento de la abstracción llegar a su utilización en el plano artístico, intelectual y escolar” (Lapierre y Aucouturier, 1982).

Se trataría, pues, de pasar de una “inteligencia motriz” a una “motricidad in­telectualizada”.

“Sin embargo, los objetivos de Lapierre y Aucouturier van más allá que la propia intelectualización. Incorporando a su trabajo las técnicas de la no-directividad (Rogers) y la pers­pectiva de las relaciones tónico-afectivas, subrayadas por Wallon y Ajuriaguerra, colocan al niño en una situación de creatividad a partir de la cual el profesor suscita el des­cubrimiento de distintas nociones (dimensión, peso, forma, intensidad, etc.) mediante el procedimiento de los contrastes asociados a la acción corporal. A partir del estable­cimiento de estas nociones se le pide al niño que las vivencie en otras situaciones y en distintos planos: perceptivo, motor, afectivo, intelectual, y posteriormente se le pide que las traduzca en distintas formas de expresión (corporal, sonora, plástica, verbal, gráfica, etc.)” (Vázquez, 1989).

Por lo tanto se trata de no compartimentar la acción del niño y de utilizar el mayor número de vías posibles en su comprensión y adaptación al mundo, lo que significa evidentemente un medio de educación global a través de la acción corporal.

El hilo conductor de toda la metodología de estos autores es la interacción entre el niño y el educador, de tal manera que la formación y la personalidad de éste es fun­damental en todo el proceso. Profundizando en las características de esta relación mutua, Lapierre y Aucouturier incorporan las técnicas de la terapia psicoanalítica como queda de manifiesto en sus múltiples experiencias. Lo dicho pone de manifiesto también que el enfoque de estos especialistas es utilizable no sólo en la educación escolar sino también en el campo de la terapia.

Entonces, la educación psicomotriz es “aprender a cambiar cambiando, aprender la realidad no sólo en la dimensión material y cognitiva, sino también en la emocional y la simbólica” (Sassano y Bottini, 2000).

El movimiento y el gesto son entonces dos elementos esenciales para aprender y operar. Pero, ¿qué pasa cuándo la escuela limita el juego y el accionar corporal al recreo o a las clases de Educación Física? ¿Qué pasa cuando el cuerpo del niño se manifiesta en el aula o en la fila desestructurando “cierto orden”? ¿Qué pasa cuando se produce un inquietante movimiento o murmullo en el aula?

“Los docentes no hemos recibido la preparación de una disponibilidad corporal para poder ver las verdaderas necesidades del niño: dar-recibir, escuchar-emitir, contener-ser contenido, tocar-ser tocado, mirar- ser mirado” (Sassano y Bottini, 2000).

No poseemos una actitud de reciprocidad. Somos los que sabemos, podemos y además, tenemos poder.

¿Podemos cambiar la actitud hacia una postura donde la comunicación se transforma en esa actitud recíproca, donde se requiere de un otro para intercambiar? Muchas veces el niño no necesita que le den, sino ser recibido; no necesita tanto que le digan, sino ser escuchado. Con mucha frecuencia, los docentes también. Para producir una fluida comunicación es necesario incluir al alumno en un proceso de exploración y descubrimiento, donde se deje de privilegiar el producto del otro para valorar la propia producción. Pero, ¿podrá ser posible cuando los docentes solo aprendimos cómo transmitir actividades a otros y no a explorar y descubrir nuestras propias posibilidades creativas?

“Para poder crear, es necesario recrear placenteramente, dejar al niño hacer, traer sus propias necesidades e inquietudes y recogerlas, para así poder, desde esa motivación interna, transformar en productivos esos intereses que habitualmente la escuela desecha. Para ello, es imprescindible la implicación corporal y afectiva del docente, aunque esto signifique apartarse del currículo preestablecido” (Sassano, 2000).

Cuando podemos asombrarnos de la producción del niño y aprender con él y de él, nos descubrimos asombrosamente creativos.

Este planteo se refiere a una relación de ayuda, para facilitar el camino que va desde el sostén, el acompañamiento o la provocación, hasta la transgresión; es decir, un proceso que va desde la dependencia a la mayor autonomía.

Y de esto se trata, de conceptualizar de manera distinta a la Educación. Por eso no podemos sólo imaginar una hora de Psicomotricidad en la escuela como si fuera Educación Física, Música, etc.

La Psicomotricidad no es en la escuela una técnica, una materia más, aunque se pueda utilizar como tal; es, en todo caso, un enfoque que atiende a la globalidad del niño, a la revalorización del cuerpo y el movimiento en la escuela.

Para ello, es necesario que los docentes nos incluyamos más activamente en este proceso de cambio y podamos encontrar espacios que nos permitan ver los temores y miedos que estos mismos cambios producen en nosotros.

Obviamente, sólo es posible transmitir y aprender bien aquello que uno mismo vivió, pues nadie aprende mediante la experiencia ajena.

La construcción del Yo corporal

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