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Asier descubrió su afición por la filosofía cuando en el segundo curso de la ESO realizó un trabajo que debía versar sobre el Pensamiento en la Historia. Su instituto, Instituto de Educación Secundaria Ramiro de Maeztu, se hallaba en la misma calle de Serrano donde vivía. El instituto disponía de una biblioteca capaz de satisfacer todas las necesidades de sus alumnos y Asier siempre fue un asiduo de ella.

Le aconsejaron, los responsables de la misma, un libro de texto para empezar a familiarizarse con el temario. El libro versaba, entre otros, sobre fomentar el pensamiento crítico de los estudiantes, el diálogo, la reflexión filosófica y la argumentación en clase. El libro estaba adaptado para su edad.

Asier no solo supo utilizar el libro para su trabajo. También le supuso un aprendizaje en cuanto a comprensión lectora y despertó en él el placer de la lectura. Le vino bien. Porque a continuación le prestaron Preguntas de la filosofía antigua de Enrico Berti, una de las grandes autoridades sobre el filósofo Aristóteles. Las preguntas que se hacía Aristóteles fueron el aldabonazo definitivo que necesitaba Asier y que le condujo hasta su dedicación plena en, paralelamente a sus estudios académicos, su nuevo descubrimiento reflejado en un interés indisimulado con los pensamientos de los grandes filósofos griegos.

Aún se acordaba de aquellas preguntas que se hacía el gran pensador griego: ¿Qué es el ser? ¿Existe Dios? ¿Qué es el ser humano? ¿Dónde está la felicidad? ¿Qué hay más allá de la muerte?

Preguntas que aún hoy las consideraba absolutamente actuales, pues no dudaba que las mismas incógnitas habían sido y eran en la actualidad las cuestiones que poco o mucho se hacían, no solo los amantes del saber, si no también muchísima gente ante el innato, aunque a veces adormecido, instinto del poder de la pregunta.

En este trabajo, pues, nació el futuro profesional de Asier. Y siempre se lo agradeció, silenciosamente, al profesor que les encomendó esa tarea evaluativa. La casualidad hubiera podido señalar a cualquier otro segmento académico, y se acordaba bien que cuando les anunciaron sobre qué debía girar su tarea no obtuvo de su consciencia ninguna especial satisfacción. Lo que aún no sabía Asier es que de ello nacería un nuevo hombre, un nuevo Asier. Durante mucho tiempo aquellas preguntas del gran pensador griego siguieron con él, hasta mucho después del trámite académico. Y las respuestas a ellas no necesariamente debían coincidir con Aristóteles. En ello trabajarían con él, personajes que él conocía pero que jamás debería saber su verdadera identidad…

* * *

Y de este modo poco podía imaginarse, en ese momento de mudanza, la complicidad que le supondría ese trabajo académico, su posterior contaminación ignorada del mismo, y su influencia, eso sí, del conocimiento mucho más amplio de su admirado Aristóteles, con su inmediato futuro que iniciaría en cuanto aterrizara definitivamente en la calle Londres. Aunque en realidad su futuro no era más que un eslabón de una cadena de la que él no era consciente todavía.

* * *

Su entera disposición a la filosofía en general y su admiración indisimulada hacia Aristóteles y su escuela, forjaron un complemento básico y fundamental con la educación recibida en casa. Este complemento cogió fuerza a medida que pasaban los años y fue fundamental para crear un armazón muy bien definido y que materializaba todo lo que significaba Asier… para él mismo y para cualquiera que tuviera algún tipo de relación, por pequeña que fuera.

Tanto era así, que todo su entorno familiar, amical y profesional fueron descubriendo en él a un hombre ponderado, reflexivo, amable, comprensible, honesto... No se le escapaba que su evolución no pasaba desa percibida para nadie, sobre todo para aquellos que durante más tiempo habían convivido con él. Y él, en sus habituales viajes hacia su interior, se sentía enormemente orgulloso de lo que veía y percibía. Era una sensación que no quería exteriorizar por su celo a la intimidad y por su cuidadoso comportamiento para con los demás. La humildad era la guinda de un pastel que no parecía tener fin.

Aristóteles y su escuela. Sí. Eran sus inseparables amigos en los que se apoyaba cada vez más con el paso inexorable del tiempo. Más tarde le seguirían otros pensadores en su dilatada preparación. Una nueva característica que se fue formando en Asier, de forma nada espontánea, y por la cual era conocido también, hacía referencia a que solía analizar ciertos acontecimientos sociales contemporáneos y que se sucedían en el devenir del día a día trasladándose, para ello, al siglo IV antes de Cristo en la Grecia de la sabiduría, en la Grecia que de forma secreta hubiera viajado en el tiempo de haber sido posible. No se lo proponía en absoluto, pero de forma incontrolable relacionaba el acontecimiento, hecho, suceso… con su maestro y sus pensamientos.

No se lo proponía y así se lo hacía saber a quién le preguntaba, de forma jocosa, si era posible que dejara apartado su otro yo de vez en cuando. Su otro yo. Cuando lo oyó por primera vez y fue su madre quién lo pronunció, no le disgustó oírlo. Por su mente pasaron imágenes que parecía que surgieran de su memoria, aunque no entendía a qué podía ser debido. De todas las formas nada de eso le apartaba de su nuevo mundo. Al contrario. Asumía que parte de él se cimentaba en lo extraído de sus conocimientos sobre Aristóteles, y eso era un motivo más de orgullo. Jamás hizo ni hacía ostentación de ello.

Hubiera, de no ser así, traicionado la esencia misma de la filosofía.

Con estos recuerdos, que fueron recurrentes en muchas ocasiones en su pasado, era consciente que un nuevo contador virtual se ponía a cero en una nueva etapa de su vida. Estaba listo para ello en cuanto acabara el curso universitario. El tercero como profesor universitario de Ciencias Humanas y Sociales.

Todo estaba saliendo como, incluso él mismo, preveía y quería…

La carpeta roja

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