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« ¿Qué hago?» se preguntaba Asier para sus adentros. Evidenciaba una parálisis en su centro de decisiones, normalmente ágil. Era la reacción menos virulenta que podía adoptar ante el descubrimiento de una nueva identidad. La suya. Pero… albergaba cierta esperanza, llegada de ninguna parte, de que se tratara de un error, de un lamentable error fruto de habérsele traspapelado a alguien aquellos documentos que le estaban desafiando de frente y a los que él no podía dejar de mirar sin ver. Sin querer proponérselo no tardó en darse cuenta de la estúpida respuesta que se autosugestionaba para volver a su estado natural, a segundos antes de abrir la carpeta roja. No funcionaría. Y no estaba funcionando. Aquellos documentos eran tal y como los sentía. No había ninguna duda. Los nombres y apellidos de sus… adoptantes eran los que él conocía.

Siguió su inspección ocular. Una solicitud de adopción, fotocopias de los DNI de Jesús y Abantza, unos papeles grapados que eran unas fotocopias de un libro de familia y otra copia sellada pero que no lograba identificar a qué organismo pertenecía. Era un certificado de empadronamiento. Dedujo, pues, que el sellado borroso correspondería al Ayuntamiento de Madrid… o no. Dudaba de todo, aunque en segundos volvía a la lógica que le obligaba acudir hacia lo que hasta ahora conocía como verdad y que no podía de ninguna forma huir de ella por carecer de más evidencias. No había llegado el momento de hacer deducciones, ni inventariar sospechas. Era el momento de asumir una nueva identidad, en medio de muchos interrogantes que encerraban unas respuestas que llevaban a la verdad. A una nueva verdad. A la verdad, en definitiva, a la que se le había sustraído. Estaba, sin él imaginarlo, acabando un proceso y se iniciaba otro…

Otro documento estaba esperando ser rescatado de la carpeta roja. Se trataba de un certificado de idoneidad, sellado por el Instituto Madrileño del Menor y la Familia. Este certificado estaba firmado por otra persona. No era un doctor ni doctora. Se trataba de la Directora general del organismo que expedía la idoneidad. Le seguían documentos judiciales que no se molestó en escudriñar. Una resolución, entre ellos, en forma de auto judicial que otorgaba la adopción. Y por primera vez leyó su nombre y apellidos: Asier Fernández Garmendia en un documento del Registro Civil… por si le quedaba alguna duda de que se trataba de él. Con una fecha, la que dedujo sin base alguna, era la de su nacimiento. Y no era así. O ¿era la fecha del registro?

Todo, en perfecto orden, lo tenía en frente. Le chocaba el buen estado en que estaban todos los documentos, fechados algunos de ellos antes de que Asier naciera «¿Seguro?», se preguntaba. Documentos con una antigüedad de más de treinta y cuatro años. Pero no podía ser más preciso.

* * *

Con una gran fuerza de voluntad, continuó vaciando todas las cajas pendientes de abrir, y fingiendo que nada «había ocurrido» siguió depositando cada cosa en su lugar predeterminado. La carpeta roja, con todo su contenido, seguía descansando encima de la mesa. Merecía un trato especial… pero no quiso que le impidiera seguir con lo que estaba haciendo.

Sin embargo, aquello que debería ser motivo de ilusión, alegría… se estaba convirtiendo en algo inacabable. La fuerza de atracción que desprendía la carpeta roja, en ocasiones, parecía que le impedirían seguir con su labor. Pero lo logró. No estaba en absoluto seguro de haber dispuesto con todos los enseres de forma correcta. Pero eso no le producía inquietud alguna. Más tarde, quizás, no le debería extrañar que lo que él pensaba que estaba ordenando, en realidad lo que estaba haciendo era todo lo contrario. Pero ¿qué importancia tenía esto ahora? Se duchó, se arregló para salir y cuando estaba a punto de abrir la puerta, retrocedió y cogiendo la carpeta roja la guardó en el cajón de su mesita de noche. Se dispuso a seguir su camino. Almorzaría fuera de casa. Le convenía, lo necesitaba, que le tocara el aire. Después… después volvería a casa y pensaría. Algo le decía que antes de interrogar a sus…, y ahí empezaban sus dudas. Dudas de cómo debía denominarlos y que eran, al fin y al cabo, las menos importantes de las que le invadían y presionaban con fuerza su cabeza. Era consciente de que solo había hecho que empezar el que su nuevo reloj del tiempo se pusiera en marcha. Un «a partir de ahora» tremendamente inquietante.

Ya nada sería lo mismo para él. Estuviera pasando lo que estuviera pasando. Hubiera pasado lo que hubiere pasado en un pasado indeterminado. Lo ignoraba. Y el futuro, su futuro, estaba «dibujado».

Tardaría en averiguarlo. No podía ser consciente aún hasta qué punto su «ayer» era del todo inexacto…

* * *

Ya en casa se sirvió una copa. Su mirada se dirigía hacia su habitación.

«No. No la volveré a coger. De momento ya me ha contado lo suficiente. Ahora me toca mover ficha a mí». Se levantó y se dirigió hacia la mesa que hasta aquel momento había albergado desorden y que ya dispuso para lo que él la quería. Su mesa de trabajo, su despacho. Frente a su habitación. De pie, se encontraba de nuevo, muy cerca de aquella carpeta que le había cambiado, supuestamente, su identidad. Cogió una libreta y un bolígrafo. Inseparables compañeros cuando se trataba de recoger ideas o simples anotaciones. Volvió hacia el sillón de lectura y cogió nuevamente, de la mesa redonda y pequeña, su copa.

Entre sorbo y sorbo… escribía:

« No tengo ninguna duda que esta dichosa carpeta estaba en mi habitación junto con el resto de mis pertenencias. No toqué nada más que no estuviera en mi amplia habitación a excepción de algunas fotografías que estaban en el salón. No recuerdo haberla visto nunca ¿Quién la depositó en mi habitación y por qué? ¿Mis padres? ¿La colocaron ahí en cuanto supieron que mi intención era mudarme? ¿No se atrevían a contarme que era adoptado y preferían que me enterara así? ¿Por qué?»

Asier se interrogaba. Pensaba, pensaba y anotaba: « Con toda seguridad, si ellos colocaron esa carpeta roja en mi habitación ya habrán deducido que la he encontrado. Se imaginarán en qué estado estoy. Esperarán que les llame y les abrume a preguntas. Todas las que me hago yo. ¿Y si no les llamo? ¿Y si actúo con ellos como si nada hubiera encontrado? Entonces serán ellos los que no entenderán nada. No debo precipitarme. No debo tomar ninguna decisión ahora. Que duden un poco. Quizás si no me muevo serán ellos los que lo hagan. Pero… si han estado 34 años guardando el secreto quizás...

Pero no. Ahora saben que yo lo sé. Nadie más que ellos han podido colocar, sin que yo me diera cuenta claro está, toda esta documentación que cambia de un plumazo mi identidad. Qué difícil es entender que no dijeran nada nunca. Mi padre siempre tan abierto y elocuente. Un hombre de leyes que conocía que a mi mayoría de edad debía contarme la verdad. Hombre que nada temía, de ideas muy claras y constantes. La imagen que siempre tuve de él era la de un hombre sin ningún complejo. Pero quizás, se me escaparon detalles. Mi madre. Mi madre siempre encontraba tiempo para la familia a pesar de su responsabilidad profesional en el hospital de más prestigio de Madrid. Nunca daba señales de cansancio tras horas y horas de trabajo, de guardias que a él se le antojaban interminables en las ocasiones que de forma intermitente necesitaba de su presencia. Siempre me demostraron confianza. Pero… está claro que no los he llegado a conocer del todo. O nada. No. No puede ser».

Cansado de anotar y reflexionar, decidió darse un descanso, pero ganaba en su mente la decisión de no hacer nada de momento. Con su silencio, se preguntaba qué pensarán ellos. Le sorprendió, al hacerse esa pregunta, que él mismo se respondiera; que le daba igual. Ahora, y utilizando su forma de hacer las cosas, de las más banales a las más complicadas, desde que se sintió mayor y que no le había ido nada mal sobre todo en su etapa universitaria, sería él y solo él quien llevaría la iniciativa. « Me deben una explicación, muchas explicaciones» se decía.

De repente surgió en su pensamiento una duda no menos trascendente: « ¿Quiénes son mis padres biológicos, o quiénes fueron?»

Calaba en su interior que toda su vida anterior, la más lejana y la más reciente, incluso la actual, pasaban a un segundo plano. En milésimas de segundo recibió un mensaje en su cansada mente que recogió al instante: «Paralízalo todo hasta encontrar todas las respuestas. Todas».

Significaba que comprendía que su vida académica sería incompatible con su ignorada nueva situación . Por alguna razón le era muy fácil deducir que nada sería coser y cantar. Sin saber qué sabía el cómo, y ese pasaba porque el tiempo correría más que él. No se equivocaba en absoluto.

Se abandonó en el sillón, terminó su copa y se dispuso a tomar otra.

Quería aprovechar una rara sensación de tranquilidad y de paz.

Sensación muy distinta a la que tuvo cuando tropezó con el contenido de… la carpeta roja. A partir de ahora la llamaría la ventana, concepto que repetía a sus alumnos cuando les animaba a ver más allá de lo conocido.

«Mirad por la ventana. Por la ventana de vuestra alma. Haced como los grandes sabios de la gran sabiduría griega. Mirad hacia fuera para encontrar respuestas y guardadlas en vuestro interior».

La carpeta roja

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