Читать книгу La carpeta roja - Miquel Casals - Страница 6
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ОглавлениеTodo tal cual tenía previsto. Por fin se había hecho realidad su definitivo traslado a su nueva morada. No era para él, en absoluto, una liberación. No. Jamás dejó de sentirse bien en casa de sus padres. Su caso no era un caso de huida. Era un traslado normal y lógico, más si cabe y, sobre todo, por la anunciada a voces nueva función en la universidad. Estaba a la espera de lo que decidiera el rector y que lo llamara previamente, pues era bien cierto que a pesar de todo lo que se hablaba, no había habido aún ningún encuentro privado entre ellos.
Tal como indicó al equipo de mudanza, les reservó las dos cajas donde había anotado encima de ellas, «cuadros, fotos, decoración» para que con sus indicaciones los colocaran debidamente en los lugares donde Asier había elegido. Diplomas, cuadros que había adquirido a un compañero que se dedicaba en las horas libres a pintar unos paisajes extraordinarios al óleo, incluso alguno que su madre le animó a llevarse. El ático estaba perfectamente equipado y no faltaba de nada… pero las paredes estaban vacías.
Fueron muy rápidos y solventes en su trabajo y les correspondió con un sobrepago a lo establecido en el presupuesto.
Una vez solo, se limitó a contemplar lo que ya había hecho en las distintas visitas que había realizado antes de decidirse por ese ático, y después en visitas posteriores. No podía ocultar su satisfacción. Había sido una sensacional elección.
Poco después debía llenar la despensa y para ello disponía, al lado de su casa, de un gran supermercado en donde encontraría de todo. Y lo hizo. En esta ocasión no había anotado previamente lo que necesitaba… ¿Para qué?, la despensa estaba vacía. Necesitaría de todo.
¿Cocinar? Haría lo que podría. En el último año su madre le animó pisar la cocina para practicar platos de fácil elaboración. « Lo importante, Asier, es que te habitúes a la cocina. Que le pierdas el miedo y forzar una cierta predisposición para entenderte con ella» recordó que le había comentado su madre en cierta ocasión.
Pero… también disponía, y cerca, de pizzerías y restaurantes. No era cuestión de hacerse a la cocina de forma inmediata. «Poco a poco, Asier» se decía. Sin ir más lejos aquella primera noche, sin haber almorzado al mediodía por el trasiego a su nueva vivienda, visitó una pizzería. «Mañana será otro día».
Ya en casa dudó entre ver la televisión o ir a dormir. Se decidió por esto último. Allí, en su habitación, esperaba su almohada que se llevó bajo el brazo. El resto del juego de cama ya lo había dispuesto cuarenta y ocho horas antes, cuando fue a recoger el juego de llaves y se presentó al conserje. Un hombre que desprendía bondad, experiencia y entrega. De unos cincuenta años y con una pronunciada calvicie, se presentó como Antonio, nacido en Madrid y a su entera disposición.
* * *
Al día siguiente y después de desayunar se sentó frente a las cuatro cajas que le estaban esperando. Interrogándolas: « ¿A quién abro primero? », se dispuso a sacar, y ordenar después, los innumerables libros de que disponía. En su mayoría trataban sobre Filosofía, algunos de los cuales fueron de gran utilidad durante sus años de carrera.
Los separó del resto y los ordenó en la estantería más próxima al lugar de lectura que había dispuesto, cerca de la chimenea que haría las delicias de sus noches frías acompañando sus horas de ocio en las que el libro, el que fuere, sería su mejor amigo… hasta nueva orden.
* * *
Repasó y acarició unas carpetas y dossiers en donde guardaba muchísimos trabajos realizados en su época de instituto. Los observaba descansando su espalda en el sillón de despacho con ruedas que le había acompañado durante tantas horas de estudio. Le tenía especial cariño porque seguía protegiendo su espalda mientras laboraba en posición genuinamente dañina para la misma. En ocasiones llegaba a decirse él mismo que era más cómodo sentarse ahí que en el sofá…
Se fijó que también había unas carpetas rebosantes de papeles de cuando era más joven, en primaria. Dibujos, algunos de los cuales estaban calificados por el profesor de la asignatura. Sacaba uno a uno y algunos dibujos no figuraban en su pie el curso al que correspondía.
Los iba mirando mientras se le escapaba una breve sonrisa. Se daba cuenta que estaba ante su infancia y adolescencia… y que eso significaba que hacía muchos años que no los había visto. Así como a libros de texto de distintos cursos mezclados entre las distintas etapas de su preparación en el colegio y el instituto.
Lo depositaba todo en la mesa que había dispuesto como despacho, frente a su habitación. Al lado, una gran pared con estanterías que llenaría, o casi, ocupándolas de libros muy actuales que necesitaba para preparar las clases.
Sacó su portátil y apartando algo lo que había dejado encima de la mesa, lo depositó en un lugar seguro. Ahí había muchísima información docente, un auténtico y enorme archivo en el que figuraban los informes y expedientes de sus distintos cursos como profesor universitario e información de sus alumnos en los tres cursos cubiertos hasta ahora.
Siguió con otras cajas en las que también había innumerables paquetes de papeles. «¿Por qué este vicio de guardarlo todo?» se decía. Sin embargo, recordaba de forma inmediata su temor que había sufrido siempre en deshacerse de papeles, trabajos… aun a sabiendas que en la gran mayoría de casos no volvería a necesitarlos y ni tan siquiera saber de su existencia. Este mismo vicio lo sabía de su padre, aunque él lo circunscribiera a su profesión y no a su etapa de alumno en la Facultad de Derecho. Recordaba los comentarios de su madre riéndose de él, «te comerán los papeles, Asier…». Pero su costumbre predominó siempre a los comentarios de su madre, la cual no tenía problemas de este tipo.
Todo lo dejaba en su consulta en el Hospital Gregorio Marañón, el hospital público más valorado de España como le gustaba recordar a ella. Se había impuesto no llevarse a casa ningún papel, ni dossier ni… nada de nada.
En su domicilio era muy fácil advertir qué profesión era la de Jesús y, en los últimos años, la de Asier. Abantza, a pesar de ser una profesional de mucho prestigio en el mundo de la medicina, en su casa, podría haber pasado perfectamente como una distinguida ama de casa. No había rastro de su función profesional.
Ahí en medio de tanto papeleo permanecía una carpeta roja. El color denotaba que había sido, en el pasado, más roja de lo que presumía ahora. A diferencia de las demás que eran de cartón, esta estaba conformada de un plástico con un grosor que daba una sensación de una cierta consistencia, aunque no lo suficiente como para no mostrar deterioro en las esquinas de la misma. Otra salvedad respecto a las otras es que no contenía gran cantidad de papeles… y si bien es cierto que no recordaba la existencia de las otras, sí que las reconoció al poco de volverlas a ver, máxime cuando lo que encerraban en su interior era fácil de recordar. Esta, sin embargo, no le sonaba en absoluto. Al abrirla se percató de inmediato que no contenía nada parecido a trabajos, expedientes o dibujos de ninguna de sus etapas de alumnado.
Y no contenía nada que hiciera referencia a su profesorado.
Sin fijarse en detalle, fue extrayendo unos documentos que no había visto jamás. «¿ Serán documentos de mi padre traspapelados o de mi madre…? ¿ Algo referente a la casa? » Sacó todos los documentos. Hizo más sitio en la mesa. Lo más abultado lo dejó en el suelo. Se quedó frente a esos documentos de la carpeta roja.
Empezó a escudriñarlos. No adivinaba de qué se trataban. Parecían documentos oficiales. « Esto estaba en mi habitación, de lo contrario no lo hubiera puesto ahí, en esa caja» se decía Asier. Su extrañeza iba en aumento porque, aunque no era un dechado del orden, no acostumbraba a guardar en su amplia habitación nada que no fuera de su ámbito personal. Aquello…
Sus ojos iban más rápidos que su razón. « Jesús Fernández González y Abantza Garmendia Moreno se comprometen por voluntad propia y sin coacciones y es por ello que aceptan las obligaciones que aquí se detallan».
Sus ojos seguían leyendo, pero su razón se había detenido. Se quedó ahí. Pero pronto se puso en movimiento y cruzó información con lo que visionaba. Razón y visión coincidían, aunque eran conscientes las dos que deberían procesar más datos, más letras, más frases. Faltaba mucho por leer. Letras de tamaño normal, números claros. Todo escrito a mano en un papel, de color beige muy claro, muy bien conservado a pesar de la fecha que figuraba escrita al pie, al igual que una firma ilegible pero cuyo propietario de la misma sí figuraba con claridad. Se trataba de un doctor. Al nombre y apellidos no le dedicó ni un segundo.
Una palabra escrita en negrilla le quedó grabada en su mente:
« ADOPCIÓN»