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Capítulo 6

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Katherine estaba al borde de la extenuación y cuando vio aquel fuego lejano que el grupo de soldados y monjes seguramente habían preparado para asar algún animal, estuvo a punto de sucumbir. Una cosa era caminar de día por los caminos y saludar a los carromatos con los que se cruzaba bajando la cabeza y otra muy distinta no ver ni por dónde pisaba. La luna había desaparecido, al igual que las estrellas fugaces de la noche anterior, como su vida en el castillo de Hay, su hogar. La culpa era de su padre, ¿quién si no la había empujado a semejante disparate, como escapar de su casa? Siempre había sido una hija obediente y prudente, pero no iba a acceder a semejante suicido, casarse con Hugh. Su solo recuerdo le hizo volver a caminar más deprisa, no podía entregar su vida a ese hombre.

Un sonido de caballos la alertó de que alguien se aproximaba, quizá tuvieran comida o quizá fueran soldados de su padre buscándola, o peor, soldados de Hugh. Saltó al borde del camino, donde unos arbustos la recibieron con sus pinchos afilados. No se movió, por miedo, al escuchar cada vez más cerca a los caballos.

—¡Tú chico, sal de ahí!

Katherine se movió para ocultarse aún más y sintió los cientos de pinchazos de las zarzas que perforaron la piel de sus piernas y del rostro. Entre el dolor y el miedo eligió el último.

—No me hagas bajar a buscarte —ordenó la voz, exigente.

Salió de su escondrijo como pudo, era mejor enfrentarse a lo que tuviera que venir.

Ante ella cuatro de los soldados de su padre a quienes había visto por el castillo la observaron muertos de risa.

—¡Muchacho, hay que ser idiota! ¡Mira que esconderte en las zarzas!

Otro de los soldados desmontó y, apoyado en su espada, la miró fijamente, Katherine bajó la cabeza.

—¡Tú! ¿Has visto a una mujer en el camino?

Katherine respiró hondo y preparó su garganta con un carraspeo para simular la voz de un muchacho; parecía que sus ropas funcionaban. No le había dado a tiempo a comprobar que su pelo estuviera bien recogido bajo el gorro.

—No, señor.

—¿Y adónde ibas en mitad de la noche, chico? —volvió a preguntar el que parecía el jefe de los demás.

—Volvía a casa, señor —contestó Katherine. Tampoco quería hablar demasiado y que notaran su extraño tono de voz—. Vengo de la celebración de San Lorenzo, en la playa de la bahía. Creí que erais ladrones.

El soldado que se había aproximado a él rio, dejando ver sus dientes negros y mellados.

—¡Con una moza, ¿eh?! —Le palmeó el hombro a Katherine con fuerza, haciéndola trastabillar, y volvió a su caballo, montó de un salto y ella suspiró, esperaba que no demasiado fuerte.

—Si ves a una mujer por el camino avisa al primer soldado que veas, hay recompensa por encontrarla.

—¿Y quién es, señor? —preguntó, temerosa de que la descubrieran. ¿Su padre había ofrecido dinero por encontrarla? ¿Sabían tan pronto que no había muerto en el mar?

—Es lady Katherine de Hay, creen que se ha ahogado en el mar en la celebración de anoche, pero el señor Hugh de Rochester ofrece una recompensa por ella, está convencido de que ha escapado… Menudos idiotas estos nobles, esa chica no puede estar viva, ¿quién renunciaría a esa vida?

Se jactaron entre ellos de la ocurrencia de su amigo y Katherine simuló una carcajada. ¡Eso! ¿Quién renunciaría a una vida así para estar vagando por los caminos hambrienta y exhausta?

Los hombres se despidieron y, solo cuando desaparecieron de su vista, se permitió bajar la mirada al hilo de sangre que sentía correr por su piel, bajo los pantalones. Las zarzas implacables seguían clavadas en sus piernas, las fue quitando mientras se remangaba el pantalón y veía las heridas. Con cuidado, se tocó la cara, y al mirar sus dedos también vio rastros de sangre. Todo aquello debería esperar, tenía que correr, seguir adelante. Hugh sabía que había escapado de él.

Arrancó trozos de la camisa y se vendó las heridas más feas, siguió caminando mientras la noche traía un frío helador para ser verano. Las tripas, ¿por qué le sonaban así? ¿Sería eso hambre? No tenía sentido andar hasta caer muerta, así que se separó del camino y se internó en el bosque. El aullido de un lobo y el ulular de los búhos la hicieron meterse entre dos grandes piedras, tapó con unas ramas caídas la entrada y se dejó vencer por el cansancio y el hambre. Agarró con fuerza la pequeña daga y se quedó dormida con ella en las manos y las lágrimas cayendo por sus mejillas.

El caballero escocés

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