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Capítulo 4
ОглавлениеUna vez que estuvieron todas en el agua, Katherine aprovechó la oscuridad que le proporcionaban algunas nubes en torno a la luna y fue apartándose de los juegos de las otras, miró una última vez a su hermana para guardar el recuerdo de su rostro cubierto de pecas, su cabello pelirrojo pegado a la cara, y se hundió en el agua. La bahía de Morecambe, separada la larga playa en dos mitades por las rocas a las que se dirigiría, no tenía excesivo oleaje en esa época del año, y pretendía nadar hasta ellas con cierta facilidad. Mientras buceaba brazada a brazada bajo las frías aguas del mar del Irlanda, el que separaba Inglaterra de la otra isla, intentó no distraerse. Conocía aquella parte de la costa de memoria y la corriente debería ayudarla a llegar hasta las rocas. Tomó el aire justo, obligándose a no volver la vista atrás, y siguió nadando con los brazos y las piernas ya entumecidos. Sacó la cabeza para respirar cuando ya no pudo más y sonrió; estaba cerca. Con cuidado rodeó por el agua las rocas con ambas manos frenando la fuerza con que el mar la empujaba contra la dura superficie. Tras un tiempo que se le hizo demasiado largo, lo consiguió. Exhausta, con las manos llenas de arañazos y heridas que ardían por la sal del agua. Segura de estar al otro lado de la playa, donde ya no la veían, alcanzó la orilla casi arrastrándose y se escondió entre las piedras llenas de espuma. Suspiró al encontrar su bolsa con la ropa aún seca y se permitió el lujo de mirar al cielo cuajado de estrellas y sonreír. Se sentía afortunada. Pero no se podía confiar, debía vestirse y alejarse del castillo. En cuanto Jean saliera del agua y confirmaran que no estaba tampoco entre las hogueras de la playa, saldrían en su busca con los caballeros de su padre, los perros y los aldeanos.
Un sonido atrajo su atención, un leve chapoteo en la orilla y la conversación de unos hombres. No esperaba encontrarse a nadie en aquella playa donde las corrientes, si no se conocían, podían arrastrar a un hombre a la muerte. Ni siquiera había arena fina, sino gravilla negra, por lo que casi nadie, excepto los pescadores de la mañana, se aventuraban a ir, y menos de noche. Por eso había elegido aquel lugar como punto de partida para escapar del castillo.
Katherine caminó agachada entre las rocas y observó la orilla bajo la luz de la luna. Apenas a unos metros había un grupo de hombres, unos salían del agua y otros esperaban sentados al resto. Los observó calzar sus botas y colocar los cinturones de sus espadas. Katherine decidió esperar a que se marcharan, ahora no podía arriesgarse a que la vieran, se cambió como pudo entre la humedad de las piedras y esperó, contando los minutos. Oía las risas de los hombres y algunas chanzas sobre el castillo y las mujeres, pero su voz no se oía clara debido a la brisa entre los riscos. Las conversaciones empezaron a alejarse y se arriesgó a levantar la cabeza. Quedaban tan solo dos hombres, uno de ellos se vestía ya; otro salió completamente desnudo del agua. Katherine se había obligado a no mirar a los anteriores, pero esta vez fue tarde para ella, abrió los ojos ante la sorpresa y el rubor tiñó sus mejillas.
—¡Alistair! —le gritaron al hombre. La voz llegó clara hasta ella, uno de los rezagados esperaba a su compañero al final de la playa—. Tienes el mismo amor por el agua que una mujer, te quedarás como un pescado frío si sigues nadando en esas corrientes heladas.
No oyó la contestación del aludido, lo que sí vio fue su cuerpo desnudo. Tenía el cabello largo, quizá demasiado para la moda, con el agua no supo decir su color, rubio tal vez; su rostro era hermoso, de ángulos rectos; su complexión enorme, marcada por las bandas de su cuerpo con una fina línea desde el estómago hasta… Katherine se giró para no seguir viendo aquella parte desconocida para ella. De soslayo, alguna vez había visto a los soldados en algún viaje, ¡por el cielo! Sin embargo, nada la había preparado para semejante desnudez, la de un dios griego en pleno surgimiento del mar. Volvió a mirar con curiosa inocencia, deleitada con las formas masculinas y las marcas de sus músculos, para su propio bien él se había puesto ya los pantalones y pudo por fin suspirar tranquila antes de que el corazón se le saliera del pecho.
No debería seguir mirando, algo la atraía a seguir cada movimiento del desconocido, algo quizá familiar en su forma de moverse o sus gestos. Katherine tuvo que ponerse la mano en la boca para no gemir de sorpresa cuando vio cómo se deslizaba la camisa por aquel cuerpo hecho de granito para después colocar una capa de monje sobre sus hombros. ¿Monje? Aquel no era el cuerpo de un monje, sino el de un guerrero, con cicatrices blancas sobre su piel bronceada, resaltando a la luz de la luna, músculos en los brazos y un andar peligroso.
—¡Podemos irnos, Angus! ¿Y el resto?
—Nos esperan en el sendero de arriba, ¿has visto? Algo ha debido pasar, porque se ven cientos de antorchas en la playa.
—Es San Lorenzo, estarán de fiesta en la aldea. En el castillo no se hablaba de otra cosa. —Alistair había escuchado a las mujeres que servían la cena parlotear sobre los muchachos con los que se encontrarían, todo aquel jaleo les había ayudado a pasar inadvertidos.
—¡Vámonos antes de que se percaten de que hemos desaparecido! No me gustan los hombres que se reunían allí. Si se enteran de que les hemos robado las cartas, nos darán caza como animales. ¿Viste a esos prepotentes ingleses? ¡Cómo se jactaban de sus victorias! —Rio Angus.
—No creo que el señor de Hay se dé cuenta hasta que no pasen unas horas, lo que no sé es por qué el mensajero no esperó a entregármelas en persona. ¿Cómo acabaron unas cartas de la reina en manos de sir John de Hay? Son tan comprometidas como peligrosas. Solo queda pensar que se las robaron al enviado de Londres.
—Tampoco lo sé, Alistair. Lo importante es que las tenemos y podemos devolvérselas a su dueño, quizá deberíamos ir directamente a Edimburgo, sería mejor deshacerse de ellas lo antes posible.
El más joven de los dos monjes, al que el otro llamaba Alistair, pareció pensarlo, por el silencio que se hizo entre ellos.
—El rey no estará en Edimburgo hasta dentro de unas semanas, nos dará tiempo a volver a casa, los hombres están cansados. Prefiero poner al tanto a Edward antes de hacer nada.
Katherine dejó de escucharlos, levantó la cabeza y los vio ir hacia el camino y desaparecer entre los arbustos. ¿Habían robado unas cartas a su padre? ¿De la reina? Cuando volvió a mirar el lugar donde los dos monjes conversaban vio que Alistair se había dejado la bolsa que llevaba en el castillo y se arriesgó. Corrió hacia ella con el corazón latiéndole apresurado. Allí estaban, en el fondo de la bolsa, un fajo de cartas atadas a un fino cordel rojo. Le dio la vuelta y las dejó caer. Llevaban el sello de la reina Elizabeth. Chasqueó la lengua regañándose, aquello no estaba bien. La actitud de ese hombre con ella, la única persona que había hecho algo por parar a Hugh. El monje de los ojos azules no merecía aquello, no sabía por qué su padre tendría aquellas cartas ni era de su incumbencia, solo sabía que ese hombre la había librado de Hugh.
Suspiró, no debía. Corrió de nuevo hasta su refugio con el aliento entrecortado y se ocultó. Unos minutos más tarde vio cómo él volvía a la playa y, antes de coger sus cosas, miraba a su alrededor como si supiera que lo observaban. Sus amigos lo llamaron y negó con la cabeza, se dio la vuelta y ascendió a la carrera por el camino para perderse entre los árboles.
Katherine se sintió segura para salir de su escondite y fue cuando lo notó; levantó su mano hacia la claridad de la luna: su anillo con el sello de la casa de Hay había desaparecido, debía haberlo perdido en la arena o en el mar.