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Capítulo 7

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Alistair fue el primero en despertar, tampoco había dormido mucho, no por el frío de la noche, sino porque los animales del bosque habían estado alterados toda la noche. Había odio aullar a los lobos en busca de presas. Inglaterra pasaba hambre, no había dinero para cosechas y muchos de los hombres del campo habían acabado muertos en la guerra contra España. Todo el dinero que había en las arcas reales, en las aldeas y castillos, se había dedicado a la guerra, y ahora no quedaba nada. Si algo había aprendido de la codicia inglesa era que hundiendo a la flota española aquella guerra no acabaría, pero para él ya había terminado. Era escocés y volvía a casa, los monstruos que le acosaban en sus recuerdos habían sido sustituidos por los muertos en el mar, ya no quería seguir escondiéndose, necesitaba volver a Escocia y ver a los suyos. Entregaría esas dichosas cartas que la reina le había confiado para el rey Jacobo y todo habría terminado.

Plegó el plaid de lana con el que había dormido y lo colocó alrededor de su cintura y sobre el hombro, clavó el alfiler de su clan: un águila de plata, el símbolo de los Tye, y la manta cayó sobre sus piernas. El caballero escocés, le llamaban sus compañeros ingleses al ver cómo realizaba esos rituales cada día antes de la batalla. Al principio lo trataban con desprecio, hasta que les demostró que aquella mano inútil no le impedía luchar. Cuando su mano derecha dejó de funcionar como antes, practicó hasta dominar la izquierda para clavar el alfiler y dominar la espada con esa mano. Su hermano Iain le había enseñado, a eso y a no rendirse nunca en la batalla.

El fuego que los había calentado por la noche y ahuyentado a los animales casi estaba extinguido, Angus hacía guardia, avanzó hasta él y se agachó a su lado cuando cabeceaba una vez más, muerto de sueño. Con una suave patada en la pierna, lo espabiló.

—No me he dormido —refunfuñó ante el sobresalto que le produjo el golpe.

—Lo sé, Angus. ¿Y nuestro amigo? ¿Lo has visto?

—Ni una señal, ni fuego. Pensé que se acercaría esta noche si no es un espía, el bosque es duro para alguien solo.

Alistair se levantó y se acercó al borde de la colina en la que se encontraban, desde allí podía ver una amplia extensión de bosque.

—Voy a por él.

—¿Qué dices, Alistair? Ni siquiera sabemos quién es o si tiene buenas intenciones, ¿para qué perder el tiempo? Brian va a traer caballos, su familia es de una aldea cercana…

—Está bien, pero en cuanto tengamos los caballos, si nos sigue, iré en busca de nuestro espía. No permitiré que un solo hombre me haga mirar hacia atrás todo el camino hacia Escocia.

Una vez más, recorrió con sus dedos el anillo que llevaba en el pliegue interior de su tartán, lo había encontrado en su bolsa, quien lo hubiera metido en ella había podido robar todo su contenido, y sin embargo, no echaba nada en falta, ni siquiera las cartas. Solo una vez se había separado de sus cosas, y había siso en la playa cercana al castillo, era el sello de la casa de Hay, muy valioso, labrado en oro, tan pequeño que debía pertenecer a una mujer.

Al mediodía pagaron un precio justo por los caballos a los primos de Brian y Alistair miró a sus compañeros cansados y a él mismo. Necesitaban parar unas horas, ahora que tenían caballos no tardarían en cruzar la frontera de Escocia. Seguro que aquella figura que siempre les seguía había desistido, se dijo una vez más mirando hacia el camino de entrada a la aldea. Entonces ¿por qué sentía un cosquilleo en la nuca, premonitorio y desagradable?

Katherine se despertó temblando, solo el agotamiento había permitido que pudiera dormir, sentía todos sus músculos doloridos y la herida más grande de su pierna palpitaba, debía encontrar agua y limpiarla antes de que se infectara. Se obligó a caminar y a no mirar bajo sus botas, en las que adivinaba sus pies sangrando. Caminó con una determinación desconocida. Entre el rugido de su estómago y la sed, no había vuelto a divisar a los monjes del castillo y extrañamente se sentía más sola que en los dos últimos días, como si saber que iba tras ellos le hubiera dado fuerzas para continuar y una magia poderosa la hubiera protegido para ahora abandonarla.

Divisó la aldea y decidió rodearla en lugar de acceder por el camino principal, entró por una calle llena de fango y lodo, entre dos casas de piedra. El olor a comida que salía de las ventanas y chimeneas se volvió insoportable, le dio un vuelco el estómago. Una mujer se asomó a la ventana y echó un cubo de agua sucia a sus pies, Katherine dio tal salto que cayó hacia atrás, espantada ante las risas de ella. No conocía ese mundo, para ella las aldeas alrededor de Hay eran un lugar amigable por el que pasear, y no aquel laberinto oscuro y embarrado donde la gente no se apartaba a su paso ni la saludaba. Aquí los niños corrían sucios de un lado a otro y se oían gritos provenientes de las casas. Todo comenzaba a oscurecerse en torno a ella, como si no fueran las nubes negras las que tapaban el sol, sino ella misma, que empezaba a comprender el precio de huir de su hogar. Paró en seco cuando varios caballos la adelantaron casi llevándola por delante, dos soldados se habían detenido y preguntaban a todo el que se cruzaba en su camino. La buscaban a ella.

La desesperación, el hambre, la soledad. Katherine corrió en dirección contraria, todas las casas parecían iguales, y se metió por una de aquellas callejas de aspecto oscuro. Al final vio la pradera y más allá el bosque, echó a correr sin pensar más en comer o en sus pies.

El caballero escocés

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