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Capítulo 3

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El viento agitaba las olas en la orilla con una suave brisa de verano como si no fuera consciente de la pena de Katherine. Las risas de su hermana y de las otras muchachas de la aldea sonaban muy lejanas, aunque estuvieran a su alrededor. Hubo un tiempo de niña en que aquella era la mejor noche del año, salían del férreo control de sus padres y de los guardias y disfrutaban de la fiesta en la playa. Miró el cielo de la bahía cuajado de estrellas mientras algunas luces rasgaban la cúpula oscura sobre sus cabezas. Las lágrimas de san Lorenzo se veían en la distancia, perdidas en el mar, algunas parecían caer en las lejanas costas de Irlanda y otras se reflejaban en el agua agitada, entre las barcazas de los pescadores, iluminadas con el fuego de sus faroles. Había accedido a ir con Jean a la playa, escapar de la mirada de Hugh, que la perseguía por el castillo una vez firmados los contratos matrimoniales. En un papel, su padre la había entregado a Hugh de Rochester, el lord de su majestad. Las muchachas la habían felicitado, al igual que su hermana, y solo ella sabía que la entregaban al mismísimo demonio. Su padre creía que exageraba las maneras de Hugh para no casarse con él, refugiándose en lo arisca que era últimamente. La obligaron a firmar con su nombre bajo el de él ante testigos, y Thomas, el segundo de su padre, impuso el sello de la casa de Hay. Al día siguiente Hugh y ella acudirían a la capilla, sellarían sus votos ante el cielo una vez hechos los negocios de la dote en la tierra. Había perdido su libertad. Estaba casada con Hugh.

Katherine observaba con envidia a sus amigas, que la habían acompañado desde niña. Eran de la aldea, pero nunca había sentido una diferencia tan grande entre ellas. Esas muchachas elegirían casarse por amor, tendrían la probabilidad de conocer a un buen hombre a quien entregar su corazón y ser felices.

Katherine oteó una vez más la roca del Náufrago, como llamaban a aquel saliente hacia el mar lleno de riscos cortantes. Estaba decidida, era una gran nadadora. Mientras las muchachas chapoteaban cerca de la orilla, ella, amparada por la oscuridad, nadaría hacia las rocas. Allí había guardado una bolsa con ropas secas de sus días de labores, un pantalón de tela y una camisa, una chaqueta amplia que disimulara sus pechos y un sombrero de campesino. Le había quitado las botas a uno de los soldados, el cinturón y una daga pequeña, dejando a cambio su pulsera de oro en pago. No estaba bien robar, aunque fuera por una causa justa.

Beth, su anciana aya escocesa, la había ayudado a esconder sus cosas, consciente del daño que Hugh podía hacerle. Le habló de su clan, al norte, donde quizá pudiera encontrar refugio después de su huida. La mujer lloró amargas lágrimas, prefería separarse de ella a verla casada con un monstruo, testigo como había sido de las largas lágrimas que Katherine había derramado.

Katherine estaba decidida, echaría de menos a sus hermanos y quizá su padre jamás volviera a hablarle, nunca podría volver a Hay. Pasaría la vida escondida, sin poder ver a Jean y a los mellizos, y el pequeño John… Tenía que pensar que Beth lo cuidaría bien. Quizá ya ninguno la necesitaba, quizá era una egoísta y caprichosa por huir, pero estaba segura de no poder soportar la vida junto a Hugh, los abusos que prometía y ser una sombra abnegada en su oscuro castillo.

—¿Qué te ocurre, Kathy?

Jean le cogió la mano, que notó cálida en medio de sus fríos pensamientos. Habían llegado a la orilla y las otras muchachas se desprendían del sobrevestido.

—Jean —pronunció tan bajo que el viento se llevó su tono lastimero—. Te quiero, hermana.

—¡No utilizarás uno de tus viejos trucos para librarte de un baño! —Rio su hermana antes de quitarse el vestido y quedarse con la camisola. En un segundo siguió a las demás a las frías aguas del mar—. ¡No puedes echarte atrás, Katherine! —gritó Jean con fuerza para que la brisa no se llevara sus palabras.

Sin querer, su hermana pequeña animó sus débiles fuerzas con ese grito antes de sumergirse en las olas. No había vuelta atrás, al fin y al cabo, Hugh la llevaría a su castillo, lejos de ellos, y no era probable que le dejara visitarlos. Siempre había sido una buena hija, obediente, jamás una queja había salido de su boca. Había rogado a su padre, suplicado, pero él lo había achacado a un capricho fruto todo de su invención.

El caballero escocés

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