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Capítulo 2

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1589 Castillo de Hay. Inglaterra

Katherine Gray escuchó el bullicio del salón mientras descendía las estrechas escaleras de piedra con las faldas de aquel ostentoso vestido recogidas en sus manos. Estaba enfadada consigo misma por haber cedido ante él, indignada porque su padre le hiciera pasar por todo aquello. La mirada de ojos negros de Katherine giró hacia Beth, su doncella, que la empujó levemente para que prosiguiera sin contemplaciones. Sabía que sus ojos podían clavarse como dagas en otra persona cuando se enfadaba, y de sus labios podían salir palabras capaces de hacer llorar a un guerrero. Pero aquella mujer, que la conocía desde niña, no se amedrentó ante sus tácticas amenazantes. Su anciana aya, de cabellos ya blancos, le colocó el pelo negro sobre el hombro y retocó su diadema de flores antes de llegar al salón.

La voz del bardo se elevó al verla al pie de las escaleras, se dejó oír por encima de las risas, los gritos y las conversaciones del banquete, casi todas en inglés. Katherine se obligó a levantar la barbilla y a caminar hasta su padre.

—La bella dama de Hay, la hija de mi señor, lady Katherine Gray.

Katherine apretó los puños, se mordió el labio y, sabedora de que todos la observaban, acudió junto a su padre, no sin antes dirigir su mirada furiosa ante el que la había anunciado de manera tan ostentosa. Así la mostraban, como una res en busca de comprador, el caballo al que le mirarían los dientes todos y cada uno de aquellos caballeros, todos de noble cuna y grandes fortunas. Ese era su triste destino, encontrar un marido que salvara la casa de Hay, arruinada por la mala cabeza de su padre y la guerra contra España. Sus tres hermanos pequeños la miraban como si fuera un hada salida de sus propios cuentos, jamás la habían visto tan arreglada y distinta de la hermana mayor que les limpiaba los mocos, los perseguía por las porquerizas y les contaba cuentos. Estaba convencida de que su madre jamás hubiera permitido tamaño disparate, como exhibirla en busca de marido, pero su madre había muerto hacía cinco años, al dar a luz al pequeño John. Robert y Richard eran gemelos, apenas tenían tres años cuando sucedió, y ella, con tan solo diecisiete años, se había echado encima la responsabilidad de cuidar a sus hermanos y a Jean, su hermana de quince.

John de Hay, su padre, inclinó la cabeza cuando llegó junto a él e ignoró su mirada, le señaló que se sentara con un gesto rápido. Katherine lo hizo, cayendo con fuerza sobre el cojín del asiento como si estuviera a solas en sus aposentos.

—Lady, podéis refunfuñar cuanto queráis, pero sabed que el prestigio de la casa Hay está en vuestras manos.

Katherine se giró hacia el segundo de su padre, un antiguo señor de Gales que había servido con su padre en el ejército de su majestad Enrique VIII.

—Nunca pedí semejante privilegio, si quieres, Thomas, puedes ocupar mi puesto.

Escuchó a su padre gemir ante sus palabras, a punto de disculparse con Thomas, vio que este la miraba con odio mal disimulado, y lo ignoró. Su padre era un hombre bueno y justo que se dejaba llevar por los dictados de Thomas. Para su desdicha y la de los habitantes de Hay, la voluntad que exhibía John era la que Thomas ordenaba.

—Padre, aún hay tiempo, esperemos a la primavera, quizá a las cosechas, tal vez recuperemos el dinero invertido en los campos. ¿Quién cuidará de los pequeños? Sabéis que Jean no puede ni tiene paciencia, los mellizos necesitan a alguien aún.

John de Hay miró a su hija con la pena de ver a su guerrera tan derrotada. Aún recordaba su risa infantil por todo el castillo, cómo los caballeros la cogían en sus hombros y las doncellas de su madre la consentían. Katherine era una niña dulce, de mirada directa e inteligente, quizá demasiado consentida. Sus ojos negros, siempre vivaces, se habían ido apagando con el paso de los años y la responsabilidad que había hecho caer sus hombros. Era hora de casarla, como decía su aya, antes de que se consumiera entre los muros del castillo. Tenía más de veinte años y el dinero que traería su matrimonio salvaría el castillo.

—¡Toda mi fortuna daría por esa belleza! —gritó una voz de hombre. Al mirar Katherine en la dirección de aquel vozarrón, vio a Will de Somerset, un caballero joven que había llegado el día anterior y, por si no fuera bastante, el hijo de Thomas. Elevaba su vaso de cerveza como si estuviera en una taberna y quiso levantarse y contestar que tal vez sus gritos serían mejor acogidos en las cuadras. En su lugar permaneció sentada mordiéndose el labio. No podía seguir escuchando las chanzas de aquellos hombres, alguno de ellos pediría su mano sin importarle su fama de arisca, seria y algo cortante. Todos podían ver la falsa riqueza de su hogar, las paredes cargadas de tapices y la vajilla de plata, pero, por encima de todas las cosas, su título y el emplazamiento de la fortaleza, a medio camino entre Inglaterra y Escocia.

Will de Somerset se acercó hacia el estrado, donde permanecía sentada bajo la vigilancia de su padre. Las mejillas coloradas y el paso tambaleante de haber bebido demasiado le recordó a Thomas. Will, ufano y arrogante, como si el hecho de tener un título lo hiciera invulnerable, apoyó las manos sobre la mesa, cercando su visión. Katherine intentó levantarse, pero su padre la sujetó del brazo obligándola a permanecer ante el escrutinio de aquel «caballero».

—Lady Katherine, me habían hablado de vuestra belleza.

—Dejadme adivinar, también de mi título, el castillo de mi padre y lo único que nos queda, mi dote.

Will retrocedió sorprendido ante su cortante respuesta. Katherine a menudo utilizaba su lengua para mantener lejos a hombres como él, era consciente de que no era una belleza, no al menos una belleza como su hermana Jean o lo fue su madre, no al menos esa belleza que dejaba a un hombre sin respiración o iluminaba los versos de una canción. Su posición, eso sí, iluminaba la ambición de los caballeros, no se engañaba pensando que alguno de los que había en aquel salón acudía en busca de su rostro o movido por el amor más absoluto hacia ella, y ahora Will, ante su agria respuesta, tampoco. Nada acostumbrado al descaro de una mujer, saludó a Katherine con una inclinación de la cabeza y se sentó lo bastante alejado de ella como para no tener que dirigirle la palabra. Uno menos, pensó Katherine.

Era una noche fría para ser agosto y, aunque los fuegos de la chimenea se avivaban constantemente, Katherine sintió un escalofrío. Los estandartes colgados de las paredes, con los escudos de sus antepasados, se agitaron cuando la puerta principal se abrió de par en par para dejar pasar a un grupo de hombres. Una corriente helada recorrió el salón. Entre ellos distinguió a algunos jóvenes caballeros conocidos, muchos de ellos sucios por el polvo del camino. La guerra de la reina Elizabeth contra España parecía haber terminado hacía unas semanas, con la derrota de los barcos españoles frente a las costas de su amada Inglaterra. Muchos hombres volvían a sus casas, ricos y pobres, todos cansados de la lucha. En la fortaleza de Hay todos habían sido bien acogidos, como había pedido la reina en una misiva a todos sus castillos.

En otra ocasión Katherine los hubiera atendido ella misma, pero, consciente de que si se levantaba de aquella mesa su padre sin duda la castigaría, volvió a caer sobre la silla. Su padre no estaba muy contento después de la fría respuesta al hijo de Thomas, y le fruncía el ceño. Katherine observó las maltrechas caras de los soldados y cómo miraban la comida con un ansia comedida. Hizo una señal a las sirvientas y ellas les condujeron fuera del salón para adecentarse y después unirse al resto. No dejaría en las cocinas a ningún hombre que hubiera combatido por su país, por muchos caballeros y lores que se sentaran aquella noche en las mesas de Hay.

Sirvieron las piezas de caza en fuentes humeantes y el salón se llenó del delicioso olor a estofado, que hizo a los soldados girar la cabeza hacia sus platos. Un silencio turbador se hizo en la sala, el hambre azotaba Inglaterra.

El grupo que acababa de entrar siguió a las sirvientas con paso cansado, al final de la hilera que formaron, dos hombres quedaron rezagados. Katherine siguió con la mirada a aquellos monjes con la cabeza cubierta que caminaban con lentitud observándolo todo alrededor bajo su capucha. Uno de ellos debió de sentir que los observaba y se giró con arrogancia, quizá demasiada para un monje. Unos ojos azules se clavaron en los de Katherine, que quiso sonreírle para infundirle ánimos, pero la mirada orgullosa del hombre la sorprendió. Cuando tuvo valor para mirar de nuevo, aquel monje había desaparecido y, junto a él, el presentimiento de conocerlo.

Se retiraron las mesas del banquete y las sillas. En la galería superior, donde las cristaleras se reflejaban en el brillo de las antorchas, se colocaron los músicos. ¡Ahora tendría que bailar con aquellos hombres que no conocía! ¡Oírlos jactarse de sus actos de valentía en la guerra y creérselos!, cuando sabía que la mayoría no había estado en aquel mar de tormentas que había hecho vencer al ejército de su majestad.

—El hombre buscaba a un emisario de la reina, le quitamos todo cuanto traía, había unas cartas, milord, debía entregarlas a alguien en el castillo, pero aún no hemos descubierto a quién.

—¿Y dónde están ahora esas cartas?

Katherine se giró al escuchar a Thomas susurrar en el oído de su padre. El tono taimado de la voz del caballero la alertó.

—¿Unas cartas, padre?

Su padre palmeó su mano como si con ello hubiera respondido a su pregunta.

—Después, Thomas —ordenó al anciano consejero—. Katherine, ¿la fiesta es de tu gusto?

No les sacaría nada a pesar de que se ocupaba de gran parte de los asuntos del castillo y la administración, su padre la mantenía al margen de ciertas cuestiones, sobre todo de sus ideas políticas, contrarias desde siempre a la reina Elizabeth.

—¡Tienes que acompañarnos! —gritó su hermana, apareciendo a su espalda como un torbellino. Jean parecía acalorada, quizá había bebido más cerveza de la debida. Sus ojos brillaron con entusiasmo. Llevaba varios días de lo más extraña, exaltada quizá por la cantidad de invitados y algo más que se reservaba para sí misma y no quería contar—. Vamos todos a ver la lluvia de estrellas, no digas que no, Kathy, no seas aburrida.

—Sabes que no puedes salir del castillo después del anochecer, ¿y quiénes son todos?

Las pecas de la nariz de Jean se revolvieron en un mohín de rebeldía ante el aire protector de Katherine.

—Iremos con los guardias, padre ya ha dado permiso. Solo somos unas cuantas doncellas y los caballeros del castillo, algunos invitados… Por favor, Katherine, diviértete un poco…

—¿Qué insinúas? ¿Qué soy aburrida y sosa? —intentó inútilmente bromear.

—Sí, siempre estás seria, vamos, disfrutarás de la fiesta. Los mellizos y el pequeño John duermen, ¡vive un poco, por favor! No te hará mal reír y olvidar por unas horas tus obligaciones.

Katherine sonrió a su hermana, sus grandes ojos verdes estaban abiertos de par en par esperando una respuesta. ¿En qué momento se había vuelto tan seria y estirada? ¿Cómo había olvidado su curiosidad natural, sus ansias de ver el mundo y correr aventuras?

—Lo pensaré, ve con ellos, pero no te separes de la mirada de los guardias. ¡Promételo, Jean!

Sabía lo que vendría después, cuando la noche cayera y los nobles se mezclaran con la gente de las aldeas en el agitado mar de la bahía de Morecambe. Todo estaba permitido en una fiesta a la luz de las hogueras de la orilla. Antes de la muerte de su madre disfrutaba de aquella noche que los monjes habían camuflado en honor a un santo para evitar evocaciones a costumbres paganas, cuando las jóvenes se podían bañar junto a los hombres y, al terminar, las mujeres mayores preparaban un delicioso caldo para calentarse junto al fuego. En ocasiones había algún beso robado o una declaración de amor entre los más jóvenes de la aldea.

—Sería más divertido si vinieras…

Su hermana no se rendía nunca, era dulce a la par que obstinada, hermosa a la vez que seguía siendo un poco infantil, y Katherine se vio afirmando con la cabeza ante el azul cristalino de sus ojos.

—En un rato quizá vaya.

Una cosa era dejarse llevar por estúpidos entretenimientos y otra desatender a aquellos soldados y monjes que acababan de llegar a sus puertas, pensó. Es lo que habría hecho su madre si aún siguiera viva.

—¡Promételo! —susurró Jean en su oído con insistencia.

Su mano se deslizó sobre la de su hermana, como cuando eran pequeñas y agarraba cada una la muñeca de la otra en forma de promesa. Katherine no recordaba la última vez que habían hecho ese simple gesto infantil de cariño.

—¡Lo pensaré!

Jean dio un grito esperanzador bajo la mirada de censura del padre de ambas. Apenas su hermana volvió a su lugar en la mesa vio avanzar con paso decidió a Hugh de Rochester. Sus familias eran amigas y lo conocía desde niño. Año tras año había visto cómo aquel crío de cabellos negros y mirada azul se había convertido en un imbécil capaz de matar a una gallina por no inclinarse a su paso. Le producía tal desagrado su arrogancia que procuraba evitar estar a su lado mientras el resto de las mujeres lo perseguía sin descanso.

Los ojos de Hugh se clavaron en los suyos, la mirada de él se tornó oscura mientras su sonrisa arrogante curvaba sus labios. Los dos sabían que era el candidato de su padre. Si Hugh mostraba el menor interés por ella, Richard la entregaría a él. Una familia de indecible riqueza, un condado próspero y la bendición de la reina hacían de Hugh todo un heredero fiable para la casa de Hay. Por si aquello no fuera suficiente, decían que su valor en la guerra con España había quedado sobradamente demostrado y se rumoreaba que su alteza, maravillada con su bello rostro y sus proezas, le concedería un alto título capaz de hacer arrodillarse a media Inglaterra a sus pies.

—¡Hugh, hijo!

Katherine se giró abochornada ante la efusividad de su padre. ¿Hijo? ¡Podía ponerla ya en uno de aquellos puestos de la feria de otoño, entre las telas y las joyas y exponerla aún más ante Hugh! Sentía cómo sus ojos negros se anegaban de lágrimas e inclinó la cabeza para que su pelo tapara la vergüenza y el desagrado ante ese hombre.

—Milord, me alegré mucho de vuestra llamada. La fiesta es extraordinaria, a pesar de los rumores que corren.

Hasta su voz se le antojó a Katherine teñida de malicia. Sus ojos azules, que tan hermosos les parecían a otras, a ella se le asemejaban a dos bloques de hielo.

—¡Qué rumores son esos, Hugh! —Fingió su padre como si no hubiera sido él quien había propagado que iba a entregar a su hija al mejor postor.

—Que «mi dulce» Katherine debe desposarse —dijo rodeando las espaldas del señor de Hay para sentarse en la mesa a su lado. Con una leve mirada había echado a Thomas de su lugar—. No podía creer que no acudierais a mí…

Katherine iba a vomitar. A ninguno de los dos le preocupaba que estuviera escuchando su conversación, y ahora empezarían a negociar, Hugh pediría su mano, no porque albergara sentimiento alguno hacia ella ni le pareciera dulce cuando su fama era la contraria, sino porque unidas sus tierras a las de Hay, Hugh sería imparable. Riqueza y poder era cuanto ambicionaba, aún más cuando la reina Elizabeth no tenía descendencia y los nobles ingleses se pelearían por su favor. Cualquiera que tuviera un mínimo de sangre de reyes podía optar a ser el sucesor de la reina, y Hugh se creía con ese derecho por encima de nadie.

Katherine pensó en la propuesta de su hermana para acudir a la fiesta de esa noche; tal vez fuera la última vez que lo hiciera, tal vez nunca podría volver a sonreír, casada con ese idiota de Hugh.

—Siempre fuiste el elegido, Hugh, solo faltaba que te decidieras. Todos decían que el sueño de vuestro padre era que os casarais con mi hija y más aún después de darnos cuenta de cómo la perseguías cuando erais niños.

Solo ella pareció darse cuenta de cómo el ceño de Hugh se fruncía. ¿Perseguir él a alguien? ¡Ja!

—Quizá si Katherine hubiera mostrado algún interés…

Los ojos azules de Hugh y los suyos se enfrentaron hostiles. Él sabía que no le agradaba, con todo lo que había en juego, debería comportarse como una buena hija y obedecer a su padre, nunca había habido otra alternativa. Era el precio a pagar a cambio de la vida que llevaba en Hay: debía obedecer. Intentó ver en Hugh algún rasgo que le agradara, ya que su hermana decía que era guapo, con buena complexión y rasgos normandos, y de nuevo le asaltó aquella náusea en el estómago que le decía que jamás podría casarse con él.

—Éramos demasiado pequeños entonces —respondió Katherine roja como la grana ante los pensamientos desagradables que ese hombre despertaba en ella—. Padre, debo ir a atender a los soldados que han llegado, como manda la tradición de Hay.

Su padre entornó los ojos, temiendo que lo que hacía era escapar de Hugh y de aquella conversación.

—Ve si quieres, debo hablar con Hugh, si él está de acuerdo, quiero que firméis los contratos matrimoniales cuanto antes.

Katherine no esperó a que su padre cambiara de opinión, y se levantó de un salto muy poco femenino.

—¿Por qué atiendes personalmente a los soldados? ¿No hay criadas que se ocupen de esas tareas?

—Por supuesto, Hugh, pero esos hombres han combatido por Inglaterra y la hospitalidad de Hay es sobradamente conocida. Solo me aseguraré de que estén bien.

Katherine no esperó la contestación de Hugh, sino que se levantó a toda prisa cuando vio que el grupo de soldados era conducido por su doncella Beth hacia el último rincón de la mesa. Con una sonrisa la anciana doncella asintió para que estuviera tranquila. Beth había perdido a su marido hacía años en una de las guerras contra Escocia y tenía en gran estima a cuantos soldados pasaran por el castillo de Hay en busca de refugio. Se dirigía hacia ellos cuando aferraron su brazo con una fuerza exagerada a la altura de la muñeca, y Katherine se giró para amonestar a quien cometía semejante osadía con la señora del castillo. Los dedos de Hugh se deslizaron en los suyos, con su brazo acorraló su cintura y con un empujón la acercó a él mientras los músicos tocaban la tradicional Rose of England.

—Suéltame, Hugh, no quería bailar.

Hugh se inclinó sobre el lado de su cuello desnudo y sintió su respiración caliente en el oído mientras ambos seguían los pasos de baile como dos figuras sin conciencia. Poco a poco él la condujo hacia el exterior, donde las antorchas iluminaban levemente el patio interior, con violencia, la empujó contra la pared del muro, haciendo que su cabeza chocara contra la piedra.

—Katherine, vas a casarte conmigo quieras o no quieras. Voy a someterte como hace años estoy deseando, estarás en mi cama cuando me plazca y harás cuanto yo te diga. Pagarás caro cada vez que te escondías de mí, cada vez que me negaste un beso y me dejaste en ridículo, y a cambio, recibirás un golpe. Y ¿sabes lo que haré cuando me canse de usarte? Te pasearé desnuda por mi castillo para acabar de humillarte…

Katherine miró a su alrededor en busca de alguno de los hombres de su padre, alguien que pudiera ayudarla. Hugh había sido precavido, estaban completamente solos mientras todos se divertían en el gran salón; desde las murallas los guardias no podían verlos. Con esa natural audacia que antaño Katherine demostraba, elevó la barbilla ofendida, intentando no mostrar miedo ante él.

—Nunca me doblegaré ante ti. ¡Cuánto rencor tienes en esa mente enferma! —contestó Katherine intentando separarse. Hugh la tenía bien aferrada, miró alrededor una vez más, suplicando que alguien los viera—. Moriría antes de permitir que me uses como una ramera y después me olvides. Podría casarme con cualquiera de esa sala, hasta con uno de estos soldados antes que contigo, Hugh.

—Firmarás los contratos matrimoniales y te someterás o destruiré toda la vida que conoces. Si hubieras sido más complaciente en estos años, ahora sería más agradable contigo.

—Disfrutas con la desgracia de otros, hiciste mi niñez imposible. Te gané una sola carrera y mataste a mi caballo, le dijiste a todo el mundo que se había torcido la pata. Eres cruel y despiadado, nunca, nunca me casaré contigo.

La voz se le cortó al sentir cómo Hugh apretaba su garganta con fuerza para después sentir que el aire abandonaba sus pulmones, incrédula porque nadie se diera cuenta de lo que sucedía, que ya no estaba en el salón. Fue entonces cuando Hugh, en lugar de seguir apretando, la soltó sorprendido y cayó al suelo de espaldas, sentando su trasero en el suelo. Katherine abrió los ojos por la sorpresa y miró al hombre que, bajo una espesa barba rubia, con al menos cien onzas de suciedad, la observaba bajo aquella capucha de monje. Sus ojos azules brillaban con temeridad, una leve sonrisa escondida solo dirigida a ella se dibujó en sus labios. En lugar de gritar Katherine recorrió aquel rostro con la mirada curiosa. Katherine olvidó a Hugh en el suelo, correr hacia el salón e incluso su inefable destino al mirar a aquel monje. Fue la unión de algo escondido entre su pecho y el corazón que no sabía que existiese, un cosquilleo que la hizo sonreír a aquel extraño como hacía años, desde el mismo centro de su ser. Era el único en ese salón que se había dado cuenta de que Hugh le estaba haciendo daño y había acudido en su defensa. Hugh intentó levantarse y el monje, con un rápido movimiento, se agachó, propinándole un puñetazo que le hizo caer de nuevo contra las piedras del suelo, esta vez inconsciente.

—Gracias —acertó Katherine a decir—. ¿Quién sois? ¿Cómo visteis…?

Sus preguntas murieron en la garganta porque él asintió en una despedida con la cabeza, sin contestar, con una reverencia propia de un gran señor, y se marchó, desapareció entre las sombras creadas por la luz de las antorchas, como si de un fantasma se tratara, con las manos escondidas bajo su hábito.

Katherine se dio cuenta de que todo el rato había estado apoyada contra el muro y fue a seguirlo. ¿Qué hacía entrando en la torre? Allí solo estaban los aposentos de su padre. Decidida a averiguar quién era ese hombre, se preparó para seguirlo, cuando Hugh dio muestras de despertar. No quería estar allí cuando el orgulloso caballero despertara, si su furia antes era brutal cómo sería ahora, después de que un simple monje lo hubiera derribado. Katherine recogió sus faldas y echó a correr hacia el salón. Sin que ella lo advirtiera, unos ojos siguieron su entrada al castillo para asegurarse de que estaba bien y después volvió a su misión. Tenía que encontrar las cartas.

Ya segura, a la vista de todos, Katherine, consciente de los pocos segundos que el extraño y ella se habían mirado, evocó aquel hermoso rostro lleno de sombras. Sus ropas olían fatal pero sus ojos eran… Seguramente cometía el más horrible de los pecados al pensar así en un monje, pero no podía evitar recrearse en lo masculino que resultaba a pesar de su atuendo y la fuerza de su golpe. Intentó dejar de correr, que su corazón se serenara, en breve Hugh atravesaría aquella puerta y necesitaba hablar con su padre, hacerle saber el monstruo que era él, que no llevara a cabo aquella locura de casarla.

El caballero escocés

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