Читать книгу Las Muertes Chiquitas - Mireia Sallarès Casas - Страница 28
Оглавление[COLONIA AJUSCO HUAYAMILPAS, ENERO 2007] Conocí a Citlali una tarde de invierno en el bar del Instituto de Antropología de la UNAM, donde ella cursaba su doctorado. Citlali nació en Ciudad de México, pero su familia es indígena de Oaxaca, del istmo de Tehuantepec, gente que viene de las nubes, los binizaa’.
Me contó que, de niña, su mamá iba a buscarla a la escuela vestida con su traje indígena tradicional y que sus compañeros le gritaban india. Le preguntó a su madre por qué la llamaban así y ella le explicó que la estaban insultando, porque en México eso era muy peyorativo. De pronto se puso a llorar y me contó que el racismo era la violencia más grande y la primera que recordaba desde pequeña. Y creía que esa era la razón por la cual de mayor se hizo antropóloga.
Me explicó que había tenido una relación complicada con el placer. Que cuando se fue a vivir con su novio no podía disfrutar ni tener orgasmos. Se dio cuenta de que eso era debido a la educación que había recibido en su casa y decidió hablarlo con sus padres.
Me fascinó su manera valiente de pedirles permiso y al mismo tiempo de liberarse del peso familiar. Me contó, entre risas, que cuando llegaba a casa de sus padres después de una investigación de campo, cansada y más delgada que de costumbre, su madre le contaba que su padre pensaba que había abortado.
Hablamos de sus compañeras de la facultad, que parecían mucho más liberadas sexualmente de lo que en realidad lo eran. Me contó que se daba cuenta de que, en la mayor parte del México contemporáneo de clase media aspiracional, ella era todavía un ejemplo de lo que nadie quería ser: mujer, indígena y pobre. Y que esta sociedad contemporánea le pide a la mujer demasiadas cosas: que estudie, que tenga un doctorado, que hable diversas lenguas, que viaje, que sea una buena madre y esposa, y que a la vez sea multiorgásmica. Que el orgasmo se había convertido en una especie de obligación contractual en las relaciones sexuales.
La conversación derivó hacia otras injusticias y violencias y terminó centrándose en el año 2006 porque para ella había sido el año más oscuro. Me habló del fraude electoral de las elecciones generales, de cómo fue al Zócalo convencida de celebrar la victoria de López Obrador, y su gran desengaño y tristeza, a pesar de que sabía que esa victoria no era la solución a todos los problemas del país. De cómo siguieron las marchas, las manifestaciones, los ayunos, y de que ya no sabía qué más hacer. Después relató el caso de Atenco, donde varios de sus compañeros antropólogos fueron testigos de la represión del pueblo indígena a manos del ejército, y de la sangre que resbalaba por debajo de las puertas. De la impotencia al conocer la detención y violación de Doña Magdalena y de tantas otras mujeres y hombres de Atenco, que seguían encarcelados.
Me habló de la APPO, la Asamblea de los Pueblos de Oaxaca, creada a partir de la violenta represión del gobierno de Ulises Ruiz de las demandas de los maestros. Me detalló el compromiso de tanta gente cercana a ella, de su preocupación por ellos, de los amigos encarcelados y desaparecidos. Del miedo y de tantas cosas que no puedo escribir. Conversamos también del pueblo de su familia en el istmo, San Blas de Atempa, convertido en municipio autónomo después de que, en 2003, el pueblo sublevado echara del gobierno a la presidenta del PRI y tomara el ayuntamiento; el pueblo en el que su abuela ondeó una bandera amarilla dos años después de que le mataran a un hijo por sus creencias políticas. Hablamos de los orgasmos de las mujeres indígenas y me contó que, en una ocasión, en un congreso, un compañero comentó que las mujeres indígenas no tenían orgasmos porque eso era un invento occidental, y que ellas ni lo tenían ni lo necesitaban. Nos reímos y le pregunté qué opinarían de ello las mujeres indígenas mayores y si había una palabra para referirse al orgasmo en su lengua materna y me dijo que no lo sabía, que tendría que preguntárselo a su madre. Un año después, para la celebración del Día de Muertos, viajé a San Blas de Atempa, conocí a su madre y frente al altar se lo pregunté.